Horas críticas

Los blues de Bessie Smith vendrán a por ti de noche

Bessie Smith, emperatriz del blues (Chattanooga, 1894 — Clarksdale, 1937).

 

«It seems like trouble’s
going to follow me to my grave»

Llevó la palabra problema —y la palabra tumba— en la boca desde que empezó a cantar blues, apenas con nueve años, en las esquinas de Chattanooga. La edad es más una suposición que una certeza, como lo fue para ella, pero al margen de su fecha de nacimiento, hubo dos días decisivos en la vida de Bessie Smith (1894-1937). El primero nos sitúa justamente en esas calles de su ciudad natal, cuando siendo aún una niña —aunque ya su voz estremecía a propios y extraños— se le acercó su primera gran descubridora, toda una estrella en el circuito de la música para gente negra, la pionerísima Ma Rainey. La «madre» del blues no sabía, aunque quizá sí lo podía intuir, que estaba conociendo a la «emperatriz» del blues, que es como decir la dueña del imperio de la tristeza; menudo cargo. La otra jornada que marcó para siempre su trayectoria fue en 1923, cuando grabó para Columbia Records su Downhearted Blues, un single del que seis meses más tarde se habían vendido 780.000 copias, una barbaridad en la época. La canción que cambió el destino de la música negra de raíces y de quienes se vieron retratadas en su historia.

Una de ellas fue la autora del libro que nos ocupa y que se ha instalado desde su lectura en mi cabeza, Bessie Smith (Alpha Decay, 2022). Extraordinaria poeta y novelista, Jackie Kay publicó en 1997 este ensayo autobiográfico, que el año pasado fue reeditado por Faber con un gran impacto en Reino Unido. Aunque escocesa de nacimiento, muy alejada del clima del sur de Estados Unidos, cuenta Kay que con doce años —tres más que los de la cantante cuando se entregó al cante callejero— supo, gracias a Bessie y a un doble LP que le regaló su padre, lo que significaba ser negra. Una conciencia que ya no la abandonaría, y que ha impregnado su laureada carrera como escritora. Aquella mujer nacida 67 años antes se convirtió, de golpe, en su único referente cercano. «La conmoción de mi propio reflejo la produjo el blues», confiesa la autora originaria de Edimburgo. Fue por la música y la voz que emanaban de aquellos discos pero, sobre todo, por sus letras. Esa capacidad, propia de este género, para contar historias y retratar personajes y emociones reales.

Gente que se emborracha y come manitas de cerdo. Tipos despreciables, maltratadores, pero también personas de sexualidad no normativa o que sufrieron el racismo de la época en su piel. Gente de mala vida y de «trayectorias funestas», como la de la propia Bessie Smith, para las que este estilo musical suponía una suerte de exorcismo a sus desgracias. Según la autora de American Women in Jazz (1982), Sally Placksin, en estas canciones se destrozaban tabúes, aludiendo abiertamente al lesbianismo, la violencia, la enfermedad, la muerte. Y todo ello se narraba en primera persona: «El blues sonaba a autobiografía», escribe Kay, y por eso en estas páginas recorre sus letras y la vida de Bessie, pero lo hace desde un estilo nada ortodoxo, donde lo biográfico se funde con lo reflexivo, las propias memorias de la autora y su voz poética. La voz de Bessie, cruda y distinta a cualquier otra, carecía de sentimentalismo, de refinamiento o de dulzura. La suya era la voz de la memoria, del esclavismo, de la soledad y el desamor y el maltrato y el miedo a caer presa de la locura. La de sus orígenes y su tierra, que nunca se le despegaron de la garganta, ni en la fama ni en la riqueza.

La misma voz portentosa de la que empezó a valerse para sobrevivir y convertirse en sostén de su familia siendo adolescente. Ahí fue cuando se topó con su precoz talento Ma Rainey, primera de las blueswomen, descendientes directas de las «reinas del vudú» del siglo XIX. De ella aprendió Bessie buena parte de su dureza, mecanismo de supervivencia a la hostilidad de los tiempos del blackface y de los minstrels, en que se caricaturizaba a los negros y se banalizaba su música. Bien pronto la juzgaron «demasiado oscura» para un grupo de coristas. A fuerza de golpes, Bessie y su madrina Ma se irían convirtiendo, con el paso de los años, en aquellas mujeres salvajes que evocaba Ida Cox en su clásico Wild Women Don’t Get The Blues. Sobre el escenario empezaron a bailar y a prodigarse en movimientos obscenos, a proferir gritos de éxtasis, a decir extravagancias y contar chistes llenos de dobles sentidos y metáforas sobre el aparato sexual masculino. Los hombres. Cuando empezó a salir de gira, Bessie se hizo casi adicta a esa vida nómada, porque viajar era una forma de huir de ellos. Nunca lo lograría.

«I ain’t never loved
but three men in my life:
my father, my brother,
the man that wrecked my life»

Como lo hacían sus letras, Kay dedica buena parte de su libro a las relaciones de la cantante con hombres, sobre todo el de su segundo matrimonio, el temible Jack Gee (el primero de ellos murió al año de estar casados). Mientras estuvieron juntos, la controlaba en todo momento, persiguiéndola y sorprendiéndola en mitad de esas giras. Dándole palizas por cualquier motivo, tirándola escaleras abajo cuando descubría que había bebido —lo que ocurría muy a menudo—. Aquel bárbaro, a quien solo le interesó el dinero y la herencia de Bessie, la destruyó, y planta sobre su figura la contradicción de una mujer indomesticable sometida al amor más tóxico imaginable. Eran otros tiempos, se puede pensar. Pero ella fue muy grande, y pese a todo no pudo apartar el drama de su vida: «Tengo el mundo en una botella, tengo el tapón en la mano», rezaban unas letras que Jackie Kay compara a poemas, tan herméticas como populares. Sus canciones son la esencia que nos queda de ella: «Era blues desde que se levantaba por la mañana hasta que se acostaba por la noche», diría su mánager Frank Walker.

Al mismo tiempo, nos cuenta Kay, las blueswomen de hace un siglo podían llegar a ser mucho más libres que las mujeres de su época, y de su raza. Para empezar, daban una imagen distinta al estereotipo del sur de Estados Unidos, más glamurosa y vodevilesca: «Realismo con collar de perlas incluido. Vida miserable con plumas caras. Pobreza y dolor con peluca de crin de caballo. Las hermanas del blues de Bessie Smith sabían cómo vestirse, cómo conectar con un público numeroso y hacer que el blues lo desgarrase». Eran mujeres de reputación dudosa y vida ordinaria —en todos los sentidos—. Se mostraban despiadadas con los hombres inútiles, se vengaban de ellos con el poder de sus canciones y, de esa forma, se emancipaban, aunque fuera más una promesa de futuro para otras mujeres que una realidad para ellas mismas. Por aquel entonces, sus demostraciones de fuerza eran algo insólito para el sexo débil. Los aullidos de Bessie (cuyo testigo recogerían artistas posteriores como Muddy Waters o Howlin’ Wolf) eran venerados cuando grabó su primer disco en 1923, «nada que ver con la farsa esa de los susurritos», diría el músico Buster Bailey.

Con su rotundo estilo vocal, era capaz de provocar la hipnosis colectiva en sus directos («está más cerca de ellos que Dios»), y ya desde entonces también en los hogares: hasta 1931 grabaría 160 canciones con Columbia, de las que compuso 37. El secreto de Bessie residía en un inusual sentido del ritmo: «Ha pillado la cadencia a la perfección. No necesita articularla, ni siquiera necesita pensar en ella. Todo se basa en la extensión de la pausa. En cómo se aferra a esas notas cuando ya han desaparecido. […] Su voz es un álamo que canta. Mecida por la brisa del Sur». Realmente solo una escritora como Jackie Kay puede hacer justicia (poética) a las cualidades de Bessie Smith como cantante. Comparte con ella —junto a la conciencia de negritud— una extrema sensibilidad para el tono, esa capacidad de hechizarnos y de hacer suyas las palabras, cargándolas de fuerza y significado, haciendo que cuenten su propia historia.

Por esa facilidad para el embrujo, no es de extrañar que la emperatriz del blues fuera vista como una gran estrella y, a medida que crecía su popularidad, una prima donna. Compró su propio vagón de tren para ir de gira, una auténtica vivienda itinerante de lujo, pero también fue lo que le permitió a ella y a su compañía sobrevivir a las pensiones de mala muerte y el apogeo del Ku Klux Klan; salvar el pellejo. A menudo, en aquellos años de trabajo y bonanza, mostró su generosidad haciendo regalos a los más cercanos y sacando de apuros a los no tan conocidos. Por otro lado y viniendo de la pura miseria, no es de extrañar su hedonismo. Bessie se dio al libertinaje y a lo que se espera de los músicos cuando pasan demasiado tiempo en la carretera. Disfrutó del sexo con unos y otras, incluyendo a su compañera Ruby Walker, la «guardiana de sus secretos lésbicos». Se conocía y recorría todos los garitos clandestinos, y bebió alcohol del malo desde que era niña (se dice que nunca salía de casa sin aguardiente de maíz) hasta incluso cuando el bueno volvió a ser legal tras la Ley Seca: «Como prácticamente todo en la vida, a Bessie le gustaba que fuera fuerte». Kay no elude el lado oscuro de la artista, las muchas juergas que acabaron en bronca, en peleas a hostia limpia. Bessie era violenta con las palabras y con los puños, y fue detenida a menudo en aquellos años. Excesos que quizás haya inflado el mito sobre su figura, pero que tampoco ocultaba en sus letras: «Chica de San Luis, te voy a dejar apañada, te voy a moler a palos».

Es parte del pack de «una criatura totalmente indómita que siguió siendo inmune, hasta el fin de sus días, a las restricciones impuestas por los modales o las convenciones», según la autora escocesa, y cuya historia sirve, al fin y al cabo, de crónica bastante fiel de la época. Jamás hubo en su actitud autocompasión, sino autoconciencia, por eso cuando cantaba sacaba a relucir «todo el pathos del mundo», según Frank Schiffman, fundador del Teatro Apollo de Harlem; «como si ya llevase esa tragedia dentro», en palabras del clarinetista Sidney Bechet. Y la tragedia acabó por completarse al morir tras un accidente de coche en Clarksdale, aunque el etnomusicólogo Alan Lomax estaba convencido de que la mató el racismo de los hospitales que no la atendieron por ser negra. Por entonces, las vidas negras tampoco importaban (en uno de los muchos paralelismos que Kay establece con el presente). Incluso en la posteridad sería apaleada injustamente, pues descansó en una tumba anónima, «víctima de la épica tradición estadounidense de olvidar a sus negros», hasta que en 1970 dos mujeres hicieron posible con sus donaciones que tuviera una lápida reconocible: Juanita Greene —una limpiadora que trabajó para ella— y Janis Joplin, para quien la figura de Bessie fue crucial, como para Billie Holiday, Ella Fitzgerald o Nina Simone.

En las páginas finales, Jackie Kay tiene la valentía de imaginar la muerte de Bessie Smith, en un final demoledor y emocionante, como todo el libro. Hasta la imagina hablando desde el más allá… del infierno, como una forma de superar su propio duelo, de rendirle tributo, reconocimiento, invocación y rezo. Dice la poeta que la cantante de Chattanooga convirtió su alma y despertó su fascinación por el género musical que sublimó: «Los blues te conocen y vendrán a por ti de noche», asegura. La historia de Bessie es la historia de ese blues, la historia de quienes alguna vez nos hemos sentido tristes.

 


 BESSIE SMITH 
Jackie Kay
Traducción de Alberto Gª Marcos
ALPHA DECAY
(Barcelona, 2022)
192 páginas
20,90 €

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