Crónicas en órbita

Una Kawasaki por seguiriyas (2)

Rosalía, en un fotograma del videoclip de «De plata». (C) 2017 Universal Music Spain

[ Este artículo es el segundo de una serie de tres: enlace a la primera parte ]

 

Puede que, a estas alturas, estén pensando que estoy infectada del mal del académico. Sí, ya saben, ese virus que corre como la pólvora por las universidades, revistas especializadas y algunos canales de YouTube. El de querer darle hasta a lo más mínimo una explicación escandalosa, profundísima, sacando toda la artillería de conocimiento adquirido con sudor, y muchos euros, por cualquier excusa; para que todas esas horas de vida social imposibles de recuperar hayan merecido la pena con tal de que una sola persona piense «oh, cuánto sabe».

Yo diría que estoy vacunada y libre de sospechas, pero tampoco me quiero aventurar al autodiagnóstico. Lo que sí les puedo asegurar es que las conexiones culturales con la artista que les he venido indicando y que procedo a mirar con lupa no han salido (o no solo) de mi inventiva, sino que son el volcado de una investigación dedicada y justificada.

El ruido («Chica, ¿qué dices?»)

La carta de presentación a la cultura de Rosalía vino de la mano de Los Ángeles, un álbum de larga duración producido e interpretado junto a Raül Refree en febrero de 2017. Meses antes del lanzamiento, la catalana había estado compartiendo gira con El Madrileño (por entonces solo C. Tangana, o «a mí me gustaba más cuando era Crema», o una de las patas de AGZ —que es para siempre, tío—) para cantar «Llámame más tarde» y «Antes de morirme». Este dato es importante por varias razones: primero, porque yo asistí como público a dicha gira y puedo proclamar ese alegato tan mainstream de decir «yo los conocía antes de que se volvieran mainstream»; segundo, porque así se van derribando mitos desde el principio, por ejemplo, el de que Rosalía fuese solamente una cantante de flamenco antes de la fama, y que esta última fuese la responsable de su cambio de registro.

El disco Los Ángeles contiene en sí mismo el germen de la contradicción entre lo que es y lo que no: está indubitablemente lleno de referencias al flamenco, pero no es flamenco al uso. Es un repaso de palos como las alegrías, las cantiñas, los fandangos, las guajiras, los tientos, los tangos, las milongas, las vidalitas y las seguiriyas, pero pasado por el tamiz del arte conceptual. Es folclore y es innovación.

Por un lado, es una antología de cantaores y cantaoras, de letras y ritmos que se van entremezclando, reuniendo en una sola pieza el trabajo conjunto realizado por una tradición acumulativa, como es propio del cante jondo y del flamenco1. Les facilito las referencias y los referentes que he encontrado de cada canción por si, como servidora antes de ponerse a investigar, no se habían pispado de la gran mochila que cargan:

«Si tú supieras compañero»: la primera estrofa es una composición de Rosario la Mejorana, completada por los añadidos cantados por Carmen Linares y Manolo Vargas; la segunda es de La Niña de los Peines, de título «Del mundo leguas y leguas»; la tercera estrofa corre a cargo de Enrique Morente, cantada por primera vez en un directo de 1972 en Radio París, en los días previos al primer homenaje internacional a Federico García Lorca en la sede de la UNESCO de París, que grabaría con Manzanita a la guitarra en 1975 con registros de alegría, y que llamaría «Sale el sol»; por último, tenemos dando cierre a la canción a Conchita Piquer con su «La chiquita piconera».

«De plata»: mezcla de «Cuando yo me muera», de Manolo Caracol, con «El querer que yo te tengo», de Félix de Utrera y Manolo Fregenal (a su vez, una versión de José Muñoz El Pena (hijo), de una de las seguiriyas cabales de Silverio).

«Nos quedamos solitos»: tal cual «Vino mi hermano a llamarme», de Enrique El Mellizo, y Félix de Utrera, y Porrina Hijo, y Juanito Valderrama, cada uno en su época e interpretación.

«Catalina»: en esta el título es casi fiel a la original que versiona. Se trata de «La Catalina» de Manuel Vallejo, a excepción de la última estrofa, a partir del minuto 2:17, que reproduce parte de un testamento burlesco publicado en un pliego de cordel en 1847 bajo el título de «Chistoso testamento que hizo la mona poco antes de morir, en que deja a una hermana sus bienes». La selección de los versos, e inclusive el ritmo de la declamación (no el tono), es un calco de un tanguillo de Cádiz cantado por Rita Hayworth, «Amor de Gitano», en la película Los amores de Carmen, de 1948.

«Día 14 de abril»: vuelve La Niña de los Peines, esta vez con «El Carretero (llévame por caridad)», junto con Luis Molina. Si le sumamos el poema de Manuel Machado «Malagueñas», ya tenemos hecha otra canción.

«Que se muere que se muere»: en esta también nos lo puso fácil, ofreciéndonos una interpretación de «Que se muere», de Rafael Farina.

«Por mi puerta no lo pasen»: dos tientos, uno de Antonio Chacón, «En la verde oliva canta»; el otro, de Enrique Morente, «No la pasen por mi puerta».

«Te venero»: tres guajiras. El Niño de la Huerta, con «Una flor que yo corté», Pepe Marchena cantando «Cuba linda te venero», y Dani de Morón con una guajira popular.

«Por castigarme tan fuerte»: volvemos a Farina («Con castigarme tan fuerte») y Caracol (del que toma el título, con la modificación que hace del de Farina).

«La hija de Juan Simón»: quizás la más conocida y la que menos alteraciones sufre, teniendo en cuenta que se pueden encontrar variaciones tanto de la versión de Antonio Molina como de la de Angelillo. El autor original de esta, sin embargo, es Manuel Escacena, que se inspira en otra obra mexicana, tal como refiere la siguiente interpretación, la de Juan de Marchena, titulada «Canto mexicano-vidalita del enterrador Juan Simón».

«El redentor»: una saeta popular por seguiriyas, que se puede encontrar cantada por Juanito Valderrama bajo el título «Lo coronan de espinas» (no confundir con el fandango de El Cabrero, «Lo coronaron de espinas», que también está muy bien, pero es otro tema).

«I see a darkness»: aquí Rosalía demuestra que siempre ha sido muy de hacer lo que le viene en gana, aunque parezca una incoherencia supina, y decide acabar el disco con un tema de folclore estadounidense, escrito por Will Oldham y famosamente interpretado por Johnny Cash.

No hay ni plagio ni apropiación, sino una oda a la cultura de la que ella bebe, que es (como son los derechos de la mayoría de las canciones versionadas) de dominio público; sin prejuicios, sin pretensiones, poniéndose al mismo nivel que el resto de intérpretes. De hecho, si existiese una escala de inicios humildes en esta última década, Los Ángeles estaría a la cabeza, porque decide darse a conocer como artista al mundo digital de la misma forma que lo hicieron en los tablaos aquellos a quienes admira: cantando lo ajeno, buscando su estilo en las modificaciones de lo que ya se controla, siendo parte de la tradición, aunque sea en chándal. Ella es un nombre más de los que aparecen enumerados en la antología, de los que —como confiesa en el kit de prensa electrónico (EPK) de Los Ángeles— encarnan las canciones. Ella y Raül Refree, que son los dos responsables principales de las modificaciones que sufren las estructuras y las cadencias.

Rosalía durante un concierto en julio de 2017 junto a Raül Refree. Foto: Diario de Madrid.

Pero, por otro lado, Rosalía no es una mera intérprete, sino que realiza un trabajo de artesanía y hasta de curaduría, si nos ceñimos a la definición que ofrece de dicha práctica Federico Baeza:

La curaduría es pensar muy concretamente cuáles son los dispositivos y los espacios de exhibición existentes y generar algún tipo de movimiento, operación o jugada que permita introducir algo distinto. Se puede pensar cómo generar un itinerario particular de producciones artísticas y culturales con el objetivo de producir, o dar a ver lecturas distintas pero concretas para un aquí y ahora específico. Activarlas para darles una legibilidad que uno considere interesante en el presente en que se esté trabajando.

Todo para construir un relato en torno a la idea central del disco: la muerte. Ese es el hilo conductor, el concepto que da sentido al todo unitario porque, a partir de ahí, el resto es collage. Minimalista, casi hipnótico, a veces incómodo de escuchar por estridencia de la guitarra (que lo mismo es un susurro que un motor intentando arrancar, y esto no es una queja), otras por transmitirte una pena tan sentida que, según dónde te pille, te pone en un estado de ánimo fuera de contexto…

En fin, que podría haberle llamado el disco de Schrödinger o el rey emérito, porque Rosalía está y a la vez no está en el cómputo total del álbum. El resultado es una joya, que le granjeó el mismo número de seguidores que de detractores y que parece revalorizarse con cada lanzamiento nuevo, ya que siempre hay quien lo menciona para decir, como de C. Tangana, que «ahí sí que molaba». Es otra paradoja bonita que el tiempo ha ido forjando, al hacer que un disco que habla sobre la nostalgia de lo no vivido se convierta en el epicentro de nostalgia de los que han llegado a un tiempo que no les gusta.

Un año y ocho meses después de Los Ángeles, en noviembre de 2018, presenta junto a El Guincho lo que debería tener el récord Guinness mundial del trabajo de fin de grado más rentable de la historia: El Mal Querer. Sí, han leído bien. El Mal Querer es parte del proyecto con el que finaliza sus estudios del Título Superior de Flamenco en la Escuela Superior de Música de Cataluña. Mientras que el resto de los mortales presentamos nuestros trabajos en una sala cutre frente a un tribunal formado por tres profesores que ya saben de qué pie cojeamos, ella estaba en un cartel luminoso en Times Square, previo haber sido nominada por el adelanto, «Malamente», a cinco categorías en los Grammy Latino, llevándose dos. Antes de sacar el disco.

En esta ocasión repite varios aspectos del anterior trabajo: se mantiene como intérprete, sin hablar abiertamente en las letras de su experiencia personal, inspirándose en una novela medieval titulada Flamenca; busca introducir elementos discordantes con lo que se consideraría propio del flamenco, sin alejarse tanto como para que no sea reconocible la influencia (el compás, las palmas, el jaleo, el tirititran que abre las alegrías —para empezar una canción que lleva por subtítulo «Lamento»—). Vuelve a hacer un disco conceptual, donde el punto de fuga es el dolor que provoca una relación abusiva, en la que ninguna de las dos partes se quiere bien. Y ahora, además de lo conceptual, hay también experimentación. Empieza a acercarse a la Rosalía que hemos adelantado en la primera parte del artículo.

Por eso, en el lugar antes ocupado por una guitarra haciendo ruedas de acordes golpeados, ahora hay motores de verdad. De motos, concretamente. El recuerdo vívido de su infancia dentro de una familia motera, el preludio de lo que se materializaría en un tercer disco por entonces no existente, la comunión con el cuarto punto del Manifiesto Futurista de Marinetti: «Un automóvil de carrera con su vientre ornado de gruesas tuberías, parecidas a serpientes de aliento explosivo y furioso… un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia». A veces, más que una guitarra clásica.

Y su voz ya no es ese instrumento desnudo, quebrado desde una delicadeza traslúcida, que te arrastraba a una burbuja de intimidad, sino que se vuelve rítmico, presentado de todas las formas posibles gracias a los efectos de producción: que quiere mostrar algo que se rompe con violencia, y la muestra a través del uso del Auto-Tune, rompiéndose la voz.

Es un disco de música pop, con remembranzas de bulerías y soleás, pero no es ni pop ni flamenco, ni una mezcla de los dos. En palabras de Javier Blánquez en su disertación «Nada es verdad, todo está permitido: sobre la mezcla libre de estilos en El Mal Querer»:

Con Rosalía se ha producido un hecho singular: a pesar de su éxito mundial, y también del impacto positivo de sus canciones, la palabra que más se ha usado para describir su trabajo es «no». No es flamenco, se dice. Tampoco música latina. No es pop. Ni trap. Y si lo fuera, nunca acaba de serlo del todo, aparece siempre una adversativa que viene a introducir, insidiosamente, un matiz de injerencia, ese «pero» que nos impide formarnos una imagen completa.

Vamos, que es «pop pero no el típico jejej», escribió ella respondiendo al análisis realizado por Jaime Altozano en YouTube. El análisis de Altozano es tan bueno que yo, humildemente, voy a delegar en su vídeo el resto de detalles de este álbum.

Rosalía, en una imagen del videoclip «F*cking Money Man». (C) Sony Music

Con El Mal Querer hemos asistido al nacimiento de la diva que deja su casa en Cataluña para irse a vivir el sueño americano a los Estados Unidos, cambiando el chándal discreto por plumas, volantes y trajes de diseño. Con Motomami nos enseña cómo se mata a una diva, y lo sucio que es ese sueño.

De algún modo, vuelve a sus orígenes, retomando la idea del collage y del minimalismo, siguiendo fiel a su pretensión de hacer discos conceptuales. ¿El concepto que da ligazón a la narrativa? Pues ella. Un «yo» como una casa de grande, con todas sus contradicciones y transformaciones. Por fin. Todo cabe si le gusta a Rosalía, si habla de ella: el jazz, el reguetón, el pop, las bulerías, un poquito de samba, la música urbana, la electrónica, un bolero cubano, una balada, el tirititrán que ahora suena a tararatatá. ¿Un minuto y cinco segundos de ella leyendo un papel con una adaptación a su persona del Alfabeto Fonético Internacional? Para adelante. ¿La melodía de un reloj de pared armonizando un audio de su abuela? Pues sí, también, cómo no. Y muchos motores, y sintetizadores, todavía más sampleados, y mucha violencia y contenido explícito, y ternura, y tecnofilia y un abanico de referencias que pueden ir desde Daddy Yankee hasta Bon Iver. La producción, de la que es en gran medida responsable, consigue una armonización de tantos elementos que en otras manos habrían parecido dispares e irreconciliables. «Es un disco vanguardista que recoge las raíces y las capacidades técnicas de Rosalía, y al terminar de escucharlo deja más preguntas que respuestas», escribió Diego Ortiz en la Rolling Stone tres días antes del lanzamiento oficial. Tres días después, y en adelante, todos compartiríamos ese asombro.

Motomami es un caos cohesionado en la autorreferencialidad. Un conglomerado de ejes contrapuestos entre el equilibrio y el desenfreno, los claroscuros de la fama, la realidad y la ficción, su aquí y los allí. Las letras son el reflejo de los tres últimos años en el ojo del huracán, enfrentando críticas y ese desarraigo que tantos desplazados por trabajo han vivido durante la pandemia. El cambio de residencia por trabajo postergado sine die durante la crisis mundial del COVID ayudó a radicalizar la experiencia de desarraigo corporal necesaria para dar rienda suelta al vanguardismo, a la par que aumentó, entre todos nosotros, el sentido de una existencia virtual. Ello se traduce en una cuádruple vertiente de localizaciones manifestadas en la temática de las canciones:

  1. por un lado está el recuerdo, las raíces, la nostalgia de lo que parece inmediatamente inalcanzable, que apunta a España. Introduce a su familia (el audio de su abuela, la canción dedicada a su sobrino, «G3N15», Genís) y conserva sus referentes de folclore español («Bulerías»), con una diferencia sustancial: ya no encarna las canciones de otros, porque es la encargada de componerlas, se las apropia (en el buen sentido de la palabra, no seáis mal pensados). Ella es «la niña de fuego, como canta Caracol», «igual de cantaora con un chándal de Versace que vestiíta de bailaora». No esconde el palo del que bebe, sino que lo pone por título; no cita versos de sus referentes, sino que enuncia los nombres para que Dios los bendiga: a la Niña Pastori y a José Mercé, junto a Lil’ Kim, a Tego y a M.I.A.;

  2. por otro, nos muestra sin escrúpulos su cotidianidad, la bendición y la banalidad que supone ser parte activa del capitalismo feroz estadounidense, una radiografía social (en la que ella actúa como catalizador) de la huella que deja la cultura pop como medio de distensión: el lenguaje popularizado por RuPaul’s Drag Race, las Kardashian2, George Bush, Frank Ocean, Kanye West, las calles icónicas de Nueva York, la decadencia de Hollywood, el glamur de la gala MET;

  3. la parte que se vive y se expande a través de lo digital, que pone en suspenso la importancia de la ubicación porque puede ser consumida igual aquí que allí, y que refiere en este caso tanto a América Latina, a través del reguetón que ha consumido desde su juventud, como a lo asiático: la cosmética coreana, el anime, el pollo teriyaki (como actualización u homenaje al «Arroz con pollo» de Basquiat), el juego de palabras del disco, pues Moto puede referir a lo más obvio en español o a la traducción japonesa, como origen y causalidad, o como fortaleza;

  4. por último, la del espacio íntimo, personal, la que siempre va consigo. La mujer que se ha criado en los 2000s escuchando ritmos latinos, música clásica y a Camarón, a la que le gusta salir de fiesta como a casi cualquier joven, e ir a museos; que tiene un historial de relaciones sentimentales en el pasado y una pareja en el presente con la que le gusta mantener relaciones sexuales. La que se ha visto deshumanizada por una fama buscada, a pesar de las advertencias para que tuviese cuidado con lo que desea.

El lenguaje usado remite a ella constantemente, se convierte en un registro diarístico, con tal autorreferencialidad que incluso requiere conocer a la artista para captar su significado. Esto es, te invita a mantenerte al día de lo que publica en sus múltiples redes sociales personales, en las que la distancia persona-artista queda hecha añicos. Otras, lo único que hay que entender es que estamos encallados en la intrascendencia, que la banalidad llevada al extremo es el absurdo: «pati, naki, chicken teriyaki», «okey, Motomami, fina, un origami, cruda a lo sashimi, OOOOooo». Y que el absurdo es divertido, porque es parte del juego. Solo las entonaciones, las subidas y bajadas de volumen y fuerza, pueden llegar a ofrecer algún matiz de trasfondo trascendente, nunca intelectual. Atendiendo a la prescripción de Susan Sontag en Contra la interpretación: «Para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser parodia. O ser abstracto. O a ser (simplemente) decorativo, a ser no-arte». O un poco de las tres, en este caso.

Si en el EPK de Los Ángeles admitía volverse irreconocible para sí (la extrañeza frente al espejo de la que hablaban Pirandello y Benjamin), embriagada por la tristeza y sobriedad que le transmitían las canciones, en Motomami retuerce la música tanto como sea necesario (deviene en extrañeza para el público) para que se adapte a quien es: alguien que se ríe constantemente de todo, incluso de sí. Para muestra, el vídeo de TikTok re-presentando la letra de «Hentai» —después de una avalancha de críticas por diez segundos de adelanto en una historia de Instagram— en gorra y albornoz, recitándose como si la hubiesen sacado a la palestra en el colegio para leer un poema de Góngora.

Rosalía se lo pasa bomba a costa del hate que le cae, lo utiliza a su favor para que todo el concepto del disco se complete en un «yo» al que le encanta jugar, aun a riesgo de quemarse («la que sabe, sabe que si estoy en esto es para romper, y si me rompo con esto pues me romperé. ¿Y qué?»). Aún más, es que gran parte del disco parece una réplica a las críticas anteriores y una pedorreta a las futuras, por ejemplo, en «Sakura»: «si tienes sesenta y te endiablas cuando una mujer frontea3, es que no has aprendío’ ná’, es que tienes un problema». O en «Diablo», en la que altera digitalmente su voz para hacerla parecer infantil, produciendo un diálogo que bien puede ser exterior (la voz de quienes la critican por redes sociales versus la de su defensa), bien interior (su yo del pasado recriminándole haber perdido esa actitud juguetona frente a la del presente explicándole lo que ha vivido). En cualquiera de los dos supuestos se hace evidente que la artista es consciente de la banalidad del todo, de la liquidez del presente, de lo volátil y lo finito de la fama y el éxito comercial. Precisamente por esa conciencia de finitud se permite actuar con una libertad arriesgadísima, más propia de los creadores de contenido digital que de las grandes plataformas de distribución. Y justamente esa libertad es la que parece molestar a según qué consumidores de música, quienes niegan la mayor, el estatus de Rosalía como músico y como jefa de su propio proyecto, de su trayectoria, categorizándola como un mero producto de la industria discográfica, despojándola de su autonomía y, por tanto, del reconocimiento. Va a ser precioso el retorno de la hipérbole cuando saque los siguientes trabajos y los indignados por fin se dignen a escuchar Motomami, y se vean reflejados en el aparato crítico.

Este reproche también ha salpicado a quienes han analizado públicamente el álbum sin menospreciarlo. Yo, marcándome un Rosalía, me he adelantado, por si alguno de los lectores pertenecientes a esa trinchera ha llegado hasta aquí, leyendo o buscando la sección de comentarios: el segundo motivo por el que estoy escribiendo ahora en primera persona del singular es una respuesta anticipada a cierto prejuicio incidente en que solamente se puede apreciar Motomami habiendo sido previamente comprado por la industria. Ojalá, porque no se crean que la vida de articulista da ni para pagarse la cena. Pero no es el caso. Solo yo, la más absoluta libertad que me ofrece este medio y mi precariedad somos responsables de estas letras.

[ Continuará: este artículo es el segundo de una serie de tres ]


1# Para quien no conozca la diferencia entre estos dos tipos de cante, les recomendaría que leyesen la conferencia de Federico García Lorca dictada el 19 de febrero de 1922, en el Centro Artístico de Granada, titulada «El cante jondo (primitivo Canto Andaluz)».

2# Aunque solo llega a nombrar a Kim K(ardashian), si han visto alguna vez el reality show de las hermanas con nombres que empiezan por la K habrán pensado en Kourtney al ver el título de la catorceava canción de Motomami, «Abcdefg». Julieta Wibel, otra youtuber con análisis muy recomendables sobre arte en general, y Rosalía en particular, opina que se trata de un guiño al Manifiesto Dadaísta. Quizás sea ambas cosas, o ninguna.

3# Término usado en el reguetón que, según El Heraldo de México, significa «la acción de actuar, hablar o tratar a otros con presunción y con cierta actitud de superioridad. Para los reggaetoneros de Puerto Rico, frontial (como lo dirían ellos) no es nada malo, siempre y cuando tengan justificación para hacerlo.»

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