Tempus fugit

De festejos y aniversarios muy poderosos

Tempus fugit: XXXVI septimana

5-11 de septiembre — Benidorm Pride Festival 2022

Imagen de una edición pasada del Benidorm Pride Festival. @ Benidorm Pride

Hay un cuento de tradición sufí, recogido por Jorge Bucay, que narra la historia del elefante encadenado: un elefante de circo que al nacer es encadenado a una estaca que le impide moverse del sitio; durante muchos años tuvo que convivir con la impotencia de no poder moverse, algo que quedó guardado en su memoria como una orden imposible de rechazar. Jamás intentó poner a prueba sus fuerzas porque sus recuerdos se lo impidieron y, por ello, a sus cuidadores/carceleros no les fue necesario, al cabo de un tiempo, atar la cadena a nada; solo con rodearle una pata el elefante permanecía quieto, sin moverse y sin saber que aquello no era más que una atadura mental.

La moraleja está clara: las cadenas de la vida cotidiana nos rodean el pie sin que podamos eludirlas, porque así lo hemos grabado en nuestras neuronas. Solo una catástrofe, un incendio, un terremoto, un edificio que se viniera encima del elefante le harían echar a correr por puro instinto de supervivencia. Solo una enfermedad grave, una pérdida muy dolorosa, una gran traición nos salvarían de las cadenas, porque nosotros también tenemos ese instinto de supervivencia que nos empuja, sin razonar, a sobrevivir. Incluso a aquello a lo que no seríamos capaces de sobrevivir.

Ignoro qué tuvieron que superar Freddie Perren y Dino Fekaris cuando compusieron, en 1977, la canción I Will Survive. Muy pocos saben quiénes fueron los autores porque esa canción es imposible escucharla en una voz que no sea la de Gloria Gaynor, que la canta desde 1978 y que la convirtió, con su interpretación, en el referente de los elefantes encadenados que solo tendrían que echar a correr. Y sin mirar atrás. Es uno de los temas convertidos en himno por el colectivo LGTBI y esta semana se escuchará por todos los altavoces de Benidorm que, ya un poco liberada de turistas británicos, celebra el Orgullo para cerrar la temporada de verano.

Benidorm es un lugar muy denostado por su urbanismo, sus borracheras y sus festivales antes tenidos por horteras, es el pueblo de María Jesús y sus Pajaritos a bailar, y del inusual consumo de viagra entre mayores de 65 años. En suma, un sitio sin estacas al que acuden los elefantes que consiguen traspasar el cerco de puritanismo que llega hasta las salidas de la AP-7.

¡Gracias, Gloria! Que tu voz siga moviendo nuestras piernas y nuestros corazones más allá de los nubarrones que se nos avecinan.

10 de septiembre de 1981 — Llegada del Guernica

Llegada del vuelo de la compañía Iberia que trasladó el Guernica en 1981. Imagen: Iberia.

A las 8:30 horas de la mañana del día 10 de septiembre de 1981 tomaba tierra el vuelo regular de Iberia que hacía el trayecto Nueva York-Madrid.

El comandante de la nave, bautizada como Lope de Vega, se despidió de los pasajeros con la amabilidad habitual de los pilotos, informando de la hora y la temperatura locales, deseando a todos una buena estancia y agradeciéndoles haber volado con la compañía, la única que operaba entonces en España. No pudo contener la emoción al añadir que habían compartido viaje con un pasajero ilustre en la bodega: el Guernica de Picasso, que pisaba España por primera vez.

En el avión viajaban Íñigo Cavero y Javier Tusell, encargados de traer el más famoso de los cuadros del siglo XX y no por argumentos artísticos: era un símbolo de la guerra y del exilio, y Adolfo Suárez se había empeñado en que lo fuera también de la democracia y de la reconciliación. El broche de la Transición. Por razones conocidas, el presidente de gobierno en ese momento era Leopoldo Calvo Sotelo, que continuó las negociaciones secretas, iniciadas por Suárez, con el MoMA de Nueva York —donde acabó colgando el mural, tras la clausura de la Expo de París y unos tumbos por diferentes países— y con la familia del pintor, que tenía muchas reticencias.

En el testamento de Picasso se dejaba claro que no debía venir a España hasta que no se restableciera la República y el gobierno argumentaba, por un lado, que ya había democracia, sustancia de una monarquía parlamentaria tanto como de una república y, de otro, que el gobierno de Largo Caballero había encargado y pagado en 1937 el lienzo en nombre de un sistema legítimo y, por lo tanto, se podía considerar propiedad del Estado español.

El Guernica es una pintura de muy poca calidad técnica y bastante endeble. Es de gran tamaño porque fue concebido para ocupar una de las paredes del hall del Pabellón Español de la Exposición Internacional de París de 1937. La construcción de esta arquitectura efímera se encargó a los arquitectos Josep Lluís Sert (exiliado a Estados Unidos, donde fue director de la Escuela de Arquitectura de las universidades de Yale y Harvard) y Luís Lacasa, quienes en tiempo récord levantaron una edificación de módulos y estructura vista que contuvo obras de varios artistas españoles afines a la República, como Miró y Julio González, y de algún extranjero como Calder. En la Universidad de Barcelona se construyó años después una réplica de aquel pabellón que hoy alberga una biblioteca.

El recién llegado se instaló en el Casón del Buen Retiro detrás de un cristal de seguridad que daba miedo en sí mismo, la verdad, y en 1992 se trasladó al Museo Reina Sofía, donde es la pieza más visitada y donde se encuentra rodeado de los bocetos que hizo el pintor (muy despistado con el tema durante unos meses, hasta que se le apareció el bombardeo de la Legión Cóndor el 26 de abril de 1937) y de las fotos del proceso que tomó Dora Maar, su amante en ese momento.

Es tan famoso que apaga la luz de otra obra, también concebida para el pabellón de la Exposición: una escultura de Alberto Sánchez Pérez denominada El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, de 12,5 metros, cuya reproducción se encuentra en la plaza del museo y que, a pesar de su altura, suele pasar desapercibida.

Para ir a mirar, bien valen un viaje relámpago a Madrid.

11 de septiembre de 2001 — World Trade Center

World Trade Center, julio de 2001. Foto:
Kim Carpenter.

En el siglo XVI, los países europeos de la costa atlántica se lanzaron a la conquista de los nuevos territorios descubiertos por españoles y portugueses. Si el centro y el sur del Nuevo Continente fueron colonizados por gentes procedentes de la Península Ibérica, el norte lo fue por gentes de los Países Bajos y por ingleses, aunque también anduvieron por allí franceses y españoles.

Lo que hoy llamamos América del Norte estaba poblado por tribus de «indios» de nombres tan sugerentes para nosotros como sioux, cherokees, miamis, etc., desplazados enseguida por esos nuevos pobladores que iban bautizando los lugares que conquistaban con los nombres de sus ciudades de origen o con sus propios apellidos. En el siglo XVII, el inglés Henry Hudson le colocó el suyo a un río que rodeaba una pequeña isla que los indios lenape llamaban «Mannahatta» y, en ese entorno, empezaron a establecerse tanto neerlandeses como ingleses.

Allí fundaron barrios como Nueva Ámsterdam y Nueva York, separados por un muro que, una vez derribado, se convirtió en una calle, Wall Street (la calle del muro). Con los años, ese enclave al que llegaban los barcos procedentes de Europa se convirtió en capital de Estados Unidos hasta que el primer presidente, George Washington, fundó otra con su nombre, claro, y trasladó el centro político del país.

Nueva York quedó entonces como capital financiera y lugar de recepción de emigrantes europeos. No había mucho sitio para tanta gente y tanto bullicio económico por lo que, para aprovechar el poco espacio existente, se construyeron edificios cada vez más altos, lo que era posible gracias a los avances de la arquitectura, la electricidad y los nuevos materiales como el acero.

A lo largo del siglo XX se levantaron en la pequeña isla muchos rascacielos, algunos muy criticados porque impedían con su altura que el sol y la luz llegaran a las calles. A pesar de que era el gran centro financiero, tenía algunas zonas muy degradadas y fueron los riquísimos hermanos Rockefeller, en los años 60, los que promovieron el saneamiento y la renovación de algunos sectores, según un programa en el que intervinieron muchos técnicos.

Se decidió crear un gran centro comercial y de negocios al que llamaron World Trade Center, en el Bajo Manhattan, que se componía de siete edificios que formaban un entramado muy complejo. Los más sobresalientes se encargaron a un equipo liderado por el arquitecto Minoru Yamasaki, un nisei (japonés nacido en Estados Unidos) que concibió dos torres gemelas de 110 pisos cada una, construidas en torno a un gran tubo central a modo de columna rígida sobre la que se apoyaban el resto de vigas y pilares, en un armazón de acero muy novedoso en los años 70. Todo se recubrió con un total de 43.600 ventanas de tamaño más bien pequeño, que dejaban entrar la luz, pero no producían el vértigo que el propio Yamasaki padecía desde su infancia. Esa estructura tan original permitía además el balanceo de los edificios en un arco de hasta cuatro metros, lo que los protegía de los fuertes vientos que azotan la bahía.

Todo fue calculado para su firmeza y duración. Todo pensado menos que fueran traspasadas por aviones a velocidad sideral. La realidad superó con mucho la imaginación de los que las concibieron y construyeron. Una vez más.

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