Crónicas en órbita

Paula Rego, la anfitriona de los cuentos morales

«La artista en su estudio» (1993), de Paula Rego. © Leeds Museums and Galleries.

Dice la poeta argelina Hélène Cixous que cuando empezó a escribir, el acto le parecía una especie de metáfora de la feminidad, de la capacidad de abrirse al otro. Algo similar ocurre con la pintura. «Pinto cuando escribo, ambas cosas se parecen muchísimo», dice Cixous, «ambas hablan de cierta hospitalidad sin la cual ningún ser humano sería capaz de sobrevivir: es la hospitalidad de las grandes obras de arte». Paula Rego, la reconocida ​​pintora portuguesa, fallecida el pasado 8 de junio en Londres, a los 87 años, era una encarnación de dicha hospitalidad.

Así lo constata una gran obra construida entre las profundas indagaciones de la reclusión doméstica (mezcla de crueldad y de familiaridad) y la respuesta crítica sobre los hechos públicos —aunque también íntimos—, que históricamente han violentado a las mujeres. La «sociedad letal y asesina» con la que se refirió a la dictadura de Salazar en la que le tocó nacer.1 Porque, si en esas primeras reacciones que suscitó su debut en la Serpentine Gallery de Londres en el año 892, se destacaba ya el aplomo y la solemnidad de unos cuadros «singularmente vinculados3 con los history paintings»4, la aspiración por reescribir ciertas historias desde un punto de vista femenino, parecería hoy, a ojos del espectador contemporáneo, el signo distintivo del proyecto de Rego.

Mujeres y niñas acogiendo en su regazo a hombres derrotados, temerosos e infantiles, como si fueran hijos que vuelven a la casa materna (The Company of Women, 1997; The Family, 1988). Mujeres como aves exóticas que danzan incómodas, tratando de arrancarse los atavíos impuestos (Dancing Ostriches, 1995). Mujeres penetradas clínicamente por instrumentos abortivos, que son también los brazos del poder, del pudor y de la norma (Abortion series, 1998-99). Mujeres como perras, estirando los límites del denuedo animal, pero también de la mansedumbre y de la dominación (Dog Woman series, 1994; Girls and dogs, 1986-87). Mujeres como ángeles bajados del cielo, para vengar espada en mano o aliviar con una esponja las pasiones de un Cristo que también es femenino (Ángel, 1998; The Pillowman, 2004). Y hasta mujeres abstractas, o monstruosas, o convertidas en animales huyendo del desastre (War, 2003; Wife Cuts Off Red Monkey’s Tail, 1981).

«Las criadas» (1987), de Paula Rego. © Colección de Kim Manocherian.

Mujeres, en fin, estoicas y bravas y sórdidas y tiernas; que desafían a la vez que obedecen; que cuidan, pero también someten. Como si la única salida que la opresión estructural pone frente al cuerpo subyugado fuera convertirse al mismo tiempo en verdugo. No es que los hombres no aparezcan en sus cuadros, pero todas las historias masculinas son contadas, a su manera, desde la encarnación y desde la perspectiva de unos personajes situados, tanto política como narrativamente, en el lugar de las mujeres. «Me interesa lo físico y me interesan las cosas relacionadas con las mujeres. Soy mujer y ese es el único punto de vista que yo puedo tener. No el de un hombre. Me hubiera gustado nacer niño para ahorrarme algunas calamidades, pero desafortunadamente no fue así, para decepción de mi abuela. Solo puedo contar la historia a partir de mi experiencia», declaraba Rego en una entrevista del año 20075.

Hay, sin embargo, otras marcas más allá del imaginario femenino, que colocan su propuesta en un espacio de excepcionalidad respecto de sus contemporáneos. Por ejemplo, una difusa frontera entre lo onírico y lo real que no solo invita al que observa a traspasar continuamente, sino que hace de su ambigüedad una forma de construir relato. Combinando libremente memoria personal y crítica sobre los hechos más actuales; con historias saqueadas (¿acogidas acaso?) de la literatura, del folklore mayoritariamente portugués y de la mitología clásica. Porque lo que Rego hace es generar una suerte de vacío contradictorio entre el pacto figurativo y una delicada abstracción muy próxima a la caricatura. La pintora explora escenas casi documentales, que coloca a su vez en un teatro escenográfico del que se vale para tergiversar los marcos posibles del realismo. El resultado es siempre una imagen que relata.

La operación espejea las nociones de Cixous citadas en el inicio. Rego escribe cuando pinta y lo suyo es una antología variada de narraciones morales que versionan nuestros propios fantasmas. No es casual entonces que el nombre elegido para el museo personal de la pintora en el Cascais de su infancia sea, precisamente, la Casa das Histórias.6 Después de todo, decía la propia Rego, «soy una artista que cuenta historias; todos mis cuadros son historias.»7 «Las mismas historias que escuché yo de niña».8 O bien, como afirma el crítico de arte Adrian Searle, sus pinturas son fundamentalmente dramas pictóricos. ​El que fuera su estudio en el noroeste de Londres parece una muestra elocuente de todo ello. No es aquel espacio saturado de restos y condiciones materiales, casi pretenciosamente abyecto (Bacon); ni la nave industrial (¿Serra, Calder?) que podría quizá esperarse por su emplazamiento en Camden Town. El espacio mismo de trabajo es parte de los códigos de Rego. Como si de un salón de juegos infantiles se tratase («jugar es lo más importante»⁸), todo alrededor se convierte en un pequeño escenario para ensayar en los cuadros. Una condición dramática y también muy literaria, que hace posible representar la vida.

Imagen de la exposición dedicada a Paula Rego en el Museo Picasso Malaga. Foto: MPM / jesusdominguez.com

Pero Rego no siempre se movió en el registro realista y a la vez caricaturesco al que solemos asociarla. Formada en la Slade School of Fine Art of London, durante los primeros años transita sin pudor por códigos similares a los del resto de los miembros de la Escuela de Londres. Aunque ya entrada la década del 60, su pintura comienza a explorar otros lenguajes: pasa por el cubismo, el surrealismo y el expresionismo abstracto, con guiños a Max Ernst y Joan Miró9. Más tarde incursiona en el collage, y hasta se deja influir por el pop art. De entonces destacan obras emblemáticas como Salazar Vomiting the Homeland, 1960; el larguísimo título When We Had a House in the Country We’d Throw Marvellous Parties and Then We’d Go Out and Shoot Negroes, 1961; A ilha do Tesouro, 1972; o la muy singular Stray Dogs —The Dogs of Barcelona—, 1965, según la propia Rego, uno de sus mejores cuadros. Es justo ahí donde la pintora parece encontrar, por vez primera, el cruce explícito entre el acontecimiento político y la historia personal que abre la puerta a ese «corredor en la oscuridad»10, y que acaba convertido en la base de su estilo. Un pasillo ambientado con ecos de la infancia o con fábulas grotescas que la lleva, producto entre otras cosas de su experiencia con la terapia jungiana, «al origen imaginativo de la representación».11

Hay una fotografía de 2015 aparecida en el periódico The Guardian bajo la firma de Antonio Olmos12 que la muestra, justamente, en el centro de ese teatro de su imaginación. Rego aparece ataviada con un amplio batón de plumas negras y flores de hibisco en los faldones. Más que modelar, actúa, aposentada sobre un trono cubierto por un telón granate que se levanta al fondo. El manto deja entrever parte de su estudio a los costados. Parece una imagen para la posteridad. Como una Infanta Isabella de Rubens o una Reina Henrietta de Van Dyck. Lo interesante es que alrededor de Rego aparecen sus criaturas. Muñecos, animales disecados, máscaras, cuerpos de peluche, juguetes. Un par de figuras de papel maché hechas expresamente para el tríptico The Betrothal, de 1999, representan aquí a dos niñas que se abrazan a Rego. Ella les recibe y las niñas se entregan cándidas al amparo materno. La pintora que consuela y acoge a sus propios personajes. Ella misma confesaba que le ocurrió muchas veces: «Puedes castigar a cualquiera en una imagen… burlarte de quienes no te gustan… Pero a veces pasa algo mientras estás pintando… de repente sientes pena… y luego ya no te burlas de ellos, sino que más bien los amas o empiezas a cuidarlos…».13

Es la hospitalidad abierta al otro de la que hablaba Cixous; su metáfora creadora de la feminidad. Recibir del mundo, acoger lo que está ocurriendo afuera. Dejarse habitar, o incluso, ayudar a construir la promesa de que rebelarse es posible. Pero también narrar, dramatizar, contar, contarse; apropiarse de todas las historias para que en la imaginación, al menos, se construya una alternativa a los agravios. No importan las maneras de conseguirlo, porque cuando pintamos, decía Rego, «estamos incluso autorizados a cometer ultrajes». Otras veces, simplemente, «a defender y a poder decir cómo crees que son las cosas».14 Probablemente no sea posible proyectar mejor legado; ni haya forma más elocuente de retratar el trayecto vital de una de las pintoras figurativas fundamentales de las últimas décadas. Acaso la artista contemporánea portuguesa más importante del momento. Tal como lo demuestra su papel principal en la Bienal de Venecia de este año, o la retrospectiva que la Tate Britain (en colaboración con el Kunstmuseum Den Haag) dedicó a su figura en 2021, y que ahora puede verse de forma reducida en el Museo Picasso Málaga. Un protagonismo que, muy probablemente, la propia Rego rechazaría. «He hecho mi mejor esfuerzo. He hecho todo lo posible. Nunca he tenido miedo de hacer nada pintando. No sé si he sido valiente. Pero eso espero».15

 

2# La exposición de la Serpentine Gallery no era su primera muestra individual, pero sí constituyó su primera gran repercusión pública.

10# John Tusa. «Paula Rego: You’ve opened a corridor into the darkness». On Creativity: interviews Exploring the Process, 2003. p.217.

11# Los secretos de Paula Rego (2017), documental de Nick Willing.

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