Tempus fugit

Theotokos, lolitas y leyes

Tempus fugit: XXVI septimana

27 de junio — Virgen del Perpetuo Socorro

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

El 27 de junio es el día en que la orden de los Redentoristas, fundada por Alfonso Mª de Ligorio, celebra a su patrona, la Virgen del Perpetuo Socorro, aunque lo de Virgen es una «catolización» de la figura a la que los ortodoxos nombran simplemente como la bogomater (madre de Dios) o, más popularmente, la theotokos.

La imagen original es muy conocida y se encuentra en la iglesia de San Alfonso de Roma —muy cerca de la estación de Termini y al lado de un restaurante de riquísima pasta fresca— donde se colocó finalmente, después de muchas vicisitudes y procedente de la iglesia de los agustinos, también en Roma. Se dice que llegó allí en el siglo X u XI procedente de Creta, de donde salió en el barco de un comerciante. La nave tuvo que resistir tormentas que logró superar gracias a la protección de la imagen a la que se había encomendado el patrón, prometiéndole su colocación en un lugar privilegiado para su veneración, además de la extensión de su culto.

El cuadro original o «icono» (del griego eikon=imagen) es una tabla de madera de 53 centímetros de alto por 41,5 de ancho, pintado al temple, que representa a la theotokos vestida con una túnica roja y cubierta con un manto azul y dorado, quien sostiene en su brazo izquierdo al Niño, asustado por lo que le muestran los arcángeles Gabriel y Miguel: los símbolos de lo que será la Pasión —la cruz, los clavos—, señalados todos por las letras griegas que les rodean. La madre recoge con ternura las manos del hijo, pero mira hacia delante mostrándole el camino y el mensaje de su misión en la tierra. Resume, de esta manera, todos los significados de las representaciones de la madre de Dios en el arte bizantino.

Los iconos son pinturas sacras realizadas sobre un soporte de madera portátil, exclusivos del Imperio Romano de Oriente, que tuvo su capital en Constantinopla (actualmente Estambul) hasta que fue tomada por los turcos en 1453. Son bidimensionales, no muestran profundidad ni atisbo de realismo, suelen tener los fondos dorados y carecen de paisaje que los enmarque; es así como se representaba, de forma simbólica, la divinidad de la bogomater con su Hijo, que no tenía nada que ver con los mortales y, a diferencia del arte occidental, los iconos tenían funciones litúrgicas tanto dentro de las iglesias como en las viviendas de los creyentes.

Es la patrona de Protección Civil y de los corredores de seguros, así como del Cuerpo Militar de Sanidad y, por lo que leemos en las noticias, está socorriendo a muchos ucranianos huidos que remedian sus necesidades más perentorias vendiendo sus iconos familiares, aunque también se ha visto a Putin persignarse a lo ortodoxo delante de una imagen que la representa.

Mucho habrá que recurrir a su amparo tal y como se presenta el panorama de incendios y rebrotes de virus, por no hablar de lo que hace Putin después de santiguarse.

2 de julio de 1977 — Vladimir Nabókov

Se me ocurren muchas maneras de inducir a los adolescentes a la lectura, pero todas pasan por despertarles el interés, obviamente.

Otra obviedad: leer delante de ellos, tirados en el sofá con el hilillo de babas cayendo por la comisura de los labios, en el cuarto de baño, debajo de la sombrilla playera o en el tren. Leer como acto cotidiano, lejos de cualquier ritual solemne, transmite la sensación de que es algo que se hace y ya está. Alimentar el alma y la imaginación es obligatorio, y dar ejemplo es lo mejor.

Otra cuestión obvia: ¿qué darles a leer? Algo que les interese, claro. Un día se levantan y les ha crecido la nariz y al siguiente son los brazos los que no conjugan con el cuerpo, tienen pelo por todos sitios y huelen a cebolla, aunque se laven. Los padres y los profesores no tienen ni idea de qué va la vida y solo se fían de la opinión de sus amigos. Es el momento de regalarles Las edades de Lulú (1989), de Almudena Grandes, Elogio de la madrastra, de Vargas Llosa (1988) o Lolita (1955), de Vladimir Nabókov.

Una escena de «Lolita» (1962), de Stanley Kubrick. © Seven Arts Pictures

Hablo con conocimiento de causa. Se trata de que tengan el objeto libro en la mano el mayor tiempo posible y que sean capaces de mantener la atención sobre las líneas más de los diez segundos de rigor que le dedican a cualquier imagen. No nos escandalicemos: lo que cuentan las tres novelas son ficciones que se basan en emociones humanas y en hechos que ocurren en el mundo íntimo de muchos hogares y en el hipotálamo de muchas mentes.

Nabókov era un ruso nacido en 1899 en San Petersburgo, en el seno de una familia aristocrática que le proporcionó lo mejor que se puede dar a un hijo: una educación extraordinaria, trilingüe y muy variada. Cuando tenía 20 años tuvo que huir de su país y de los bolcheviques, instalándose en Alemania, después en Gran Bretaña y finalmente en Estados Unidos, para acabar sus días en Suiza, donde falleció en 1977.

Su obra literaria es muy extensa, así como sus investigaciones en el mundo de los lepidópteros (mariposas) y sus teorías y jugadas de ajedrez. A pesar de todo, es conocido por Lolita, la novela que narra la obsesión de Humbert Humbert, un profesor de literatura francesa, de mediana edad, que se enchocha —perdón— con su hijastra adolescente, quien le corresponde, y que es capaz de todo con tal de estar con ella. Un escándalo.

Stanley Kubrick la llevó al cine en 1962 con un guion adaptado por el mismo Nabókov que fue candidato al Óscar. La actriz protagonista, Sue Lyon, era algo mayor que el personaje, pero se adaptó muy bien a la pillería inocente y sexualizada que requería el papel, y fue otro escándalo. American Beauty, la película que Sam Mendes rodó en 1999 y que parece una secuela de Lolita, carga las tintas, sin embargo, en el sentimiento romántico del protagonista hacia su vecina, pero la niña tiene la misma picardía que la de Nabókov. Existen esas niñas en el mundo, como existen las que posaron para Balthus (Teresa adormilada, de 1938), el pintor que retrataba la candidez de una adolescente abandonada sobre un sillón a la hora de la siesta.

«Teresa adormilada» (1938), de Balthus.

A Nabókov le molestaba que le preguntaran qué tenían de autobiográfico sus novelas porque, para él, la literatura era pura ficción y el lector debía fijarse en los juegos de palabras, en los giros estéticos y en las emociones semiocultas que debían conducirle a su propio subconsciente, como a Balthus le enfadaba muchísimo que le calificaran de pervertido por pintar adolescentes en posturas tan insinuantes. Las interpretaciones son, a la postre, muy personales.

Me han contado que es moda entre adolescentes hacerse fotos desnudos o semidesnudos y en posturas insinuantes, sin que se les vea la cara, y subirlas a sus cuentas privadas de Instagram a las que se accede previo pago. Se sacan así un dinerillo y, de paso, insuflan más sus egos en función de las visitas y los megusta que tengan.

Todavía hay quien duda sobre el valor de la educación en todos los aspectos de la vida, incluso de los que se niegan a la vista. Y del dulce placer de la lectura, siempre tan pedagógica.

3 de julio de 2005 — Matrimonio entre personas del mismo sexo

Artículo 44 del Código Civil:

«El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio conforme a las disposiciones de este Código.
El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo».

¿Quién de nosotros no conoce a una pareja de hombres o de mujeres que han vivido juntos o juntas toda la vida? Esos de los que se insinuaba en voz baja que eran «algo más», los mismos que se han visto en la calle o desposeídos de las pertenencias que han compartido cuando, al fallecer uno de ellos, los parientes más próximos han reclamado para sí los bienes del difunto. Esos mismos que, al quedarse solos, no tienen derecho a la pensión del que fue su amor y quedan en la más absoluta penuria; y los que habrían criado con todo su amor a niños desprotegidos, sobrinos o simplemente conocidos a los que se les habría ahorrado el orfanato. Los había y mucho, eran habituales; más señalados en los pueblos que en las ciudades, y más disimulados mientras estuvieran vivos sus padres.

Parejas así las ha habido siempre. El reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo tiene más importancia jurídica y económica que moral, pero la moral se arguye todavía por encima de las consideraciones constitucionales y legales.

Pedro Zerolo, durante un acto en 2011. Foto: Juanjo Zanabria Masaveu (CC 2.0).

España fue el tercer país del mundo en reconocer este derecho y lo hizo el día 2 de julio de 2005, aunque la modificación del Código Civil entró en vigor el día 3. Fue una reforma prometida en el programa electoral del PSOE para las elecciones de 2004 y se aprobó bajo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Fue una de esas leyes a las que se dio nombre propio, en este caso el de Pedro Zerolo, activista por los derechos de los homosexuales, fallecido en 2015.

Bajo el paraguas del artículo 14 de la Constitución, el que regula los derechos fundamentales, la Ley 13/2005 mantiene el primer párrafo e introduce el segundo, que llama matrimonio también a la unión legal de personas del mismo sexo. La oposición de la Iglesia católica fue inmediata, como era de esperar, y el PP, que también se oponía, llevó ante el Tribunal Constitucional un recurso que se resolvió a favor de la ley en el año 2012.

Dejando de lado los aspectos morales, el matrimonio lleva aparejados derechos sobre la herencia, la pensión de viudedad y la adopción conjunta, incluyendo la paternidad/maternidad biológica. Las modificaciones que afectan al lenguaje han cambiado la expresión «marido y mujer» por la de cónyuges y la de «padre y madre» por la de progenitores.

Las obligaciones de amparo y respeto mutuo y los derechos y obligaciones que regula la Ley 30/1981 del matrimonio en el Código Civil, con todas las modificaciones posteriores, son aplicables a cualquier casamiento siempre que se cumplan los requisitos legales establecidos, como edad, consentimiento, etc. También las leyes que regulan el divorcio son aplicables en la misma medida, porque los gays y lesbianas se pelean, se divorcian y hasta sufren malos tratos. Son personas en todas sus dimensiones.

¿Para qué quieren estar casados, qué empeño es ese? Pues es lo mismo que ser interino o tener la plaza en propiedad: se hace el mismo trabajo, se viene a ganar el mismo sueldo, pero no se termina de estar acomodado en el lugar que se ocupa. Es mejor tener los papeles en regla por si acaso. Al final, la convivencia es la que es y ni los papeles ni su ausencia evitan que el amor sufra altibajos, perdure o se rompa.

¿Qué le importa a nadie cómo deben vivir los demás? El Estado es una institución que vela por sus ciudadanos, por todos los ciudadanos. Las leyes deben contemplar la diversidad porque si no es así, no habría justicia social. El Estado no actúa con la emoción ni con la moral, regula las situaciones que se dan para evitar dejar a nadie fuera de la protección de los poderes públicos. A veces, se nos olvida.

3 Comentarios

  1. Muy buen artículo y, como siempre, entretenido y fácil de leer.

  2. Pingback: De sugar daddies, viudas negras y relaciones desiguales - Jot Down Cultural Magazine

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*