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Adèle Haenel: dejar el cine como acto político

Adèle Haenel, en una imagen de «Retrato de una mujer en llamas» (2019). © Lilies Films

La primicia saltó de forma inesperada, en una entrevista para un pequeño medio alemán, la revista cultural FAQ. Entrevistaban —por Zoom— a la actriz francesa Adèle Haenel (París, 1989) a propósito del estreno en el festival Wiener Festwochen de la obra teatral L’Étang, de la dramaturga Gisèle Vienne y basada en un texto de Robert Walser. En un momento dado, Haenel anuncia que deja el cine porque su industria es «absolutamente reaccionaria, racista y patriarcal». Para sorpresa del propio entrevistador, Christopher Wurmdobler, que desde las dos primeras preguntas se encuentra con las categóricas negaciones de la actriz sobre su vínculo con el cine; ahora solo hace teatro. «De acuerdo, pero es la primera vez que oigo eso», le dice Wurmdobler. «Porque lo acabo de decidir», contesta Haenel. Y pasa a explicar los motivos de su decisión, que parece muy meditada.

Los menos cinéfilos, o los tengan poca retentiva para los nombres (un clásico: quienes te describen a los actores por sus papeles o su físico), se preguntarán quién es Adèle Haenel. Fácil: digamos que es —o era— una de las grandes estrellas del cine europeo actual. Debutó a los 13 años y con un papel mudo en la película Los diablos (2002), de Christophe Ruggia; quédense con ese nombre (incluso los desmemoriados). Hasta cinco años después no volvió a rodar, fue en Water Lilies (2007), por la que recibió su primera nominación a los Premios César, y a las órdenes de Céline Sciamma, en su debut como directora; otro nombre a recordar. A ese papel le seguirían otros muchos destacados, ya en la década de 2010, bajo la dirección de autores clave como Bertrand Bonello, André Téchiné, los hermanos Dardenne o Quentin Dupieux. Recuerdo que su forma de actuar me sorprendió en películas como Casa de tolerancia (2011) y sobre todo Les combattants (2014); más tarde la vi brillar en La chica desconocida (2016) y En liberté! (2018), que se proyectó en el Festival de Sevilla. Pero si por algo se la conoce es por la última película que protagonizó, Retrato de una mujer en llamas (2019), discutida y a la vez indiscutible obra maestra que consagró a la citada Céline Sciamma y se llevó importantes premios y nominaciones por doquier.

Que después de aquel éxito con un film tan poético y personal Adèle Haenel haya decidido dejar el cine nos ha dejado un poco locos. La forma de anunciarlo, además, se antoja precipitada e irreflexiva, a diferencia de su discurso. Ni rueda de prensa ni entrevista pactada con un gran medio, francés o internacional, para hacerse oír. Aunque el autor de la entrevista, luego reproducida en medios de todo el mundo, cuenta en su introducción que la transcripción pasó por varias ediciones a petición de la propia actriz, para la que, según escribe Wurmdobler, «la precisión es importante». No es la primera declaración personal-política que hacía Haenel, también famosa por eso. En la ceremonia de los Premios César 2014, emocionada al recoger su premio, dejó a todos boquiabiertos declarando su amor por Sciamma en público y, de paso, su lesbianismo (en la misma edición en la que resultó ganadora La vida de Adèle, por cierto). En la de 2020, cuando se concedió el premio al mejor director al pederasta Roman Polanski, abandonó la sala gritando «¡Qué vergüenza!», en un gesto que resumía el sentir de muchas y muchos, pero que nadie más se atrevió a emprender.

Adéle Haenel, en un momento de «Les combattants» (2014). © Nord-Ouest Films

Visto ahora, quizá en esa airada protesta estaba el germen de su abandono. Haenel ha decidido que ya está bien de contribuir a ese otro espectáculo, la hipocresía de una industria que no es distinta a otras que sustentan esta era del capitalismo sin escrúpulos, pero que endiosa como pocas la figura de sus ejemplares menos ejemplares. «Suelo actuar por instinto, sin reflexionar demasiado las cosas», ha reconocido en alguna ocasión, pero tal vez el modo en que ha deflagrado esta vez la actriz en llamas tiene mucho de hartazgo, de no convertir su decisión justamente en espectáculo. «Si me quedara en esta industria del cine hoy, me convertiría en una especie de garante feminista de un negocio masculino y patriarcal», dice en las páginas de FAQ, y continúa: «Esta industria defiende un mundo de desigualdad capitalista, patriarcal, racista y sexista, generalmente estructural. Esto significa que el cine trabaja de la mano con el orden económico mundial, donde no todas las vidas son iguales. Seamos claros». A continuación dispara contra el director del Centro Nacional Cinematográfico francés, Dominique Boutonnat, quien sigue en el puesto mientras se le imputan cargos por agresión sexual. Y aquí volvemos a aquel nombre, el de Christophe Ruggia, a quien en 2019 y durante una entrevista para el diario digital Mediapart acusó de abuso y acoso sexual, cuando ella era adolescente. Tras el #MeToo y su propia toma de conciencia en los últimos años, Haenel parecía dispuesta a rebelarse contra aquel primer papel que le dieron en Los diablos: el de una niña traumatizada, incapaz de hablar. Pues bien, ella ha hablado.

Como suele pasar en estos casos, la noticia ha suscitado todo tipo de reacciones, algunas de ellas favorables a su decisión y muchas otras escépticas, críticas o directamente contrarias. En los medios españoles, por ejemplo, Matías G. Rebolledo no duda al hablar de «maniobra» y «gesto publicitario». Pero publicidad de qué, cabría preguntarse; ¿de la obra teatral que protagonizaba en Viena y que no se menciona en ningún artículo de los que recogen sus declaraciones? Rebolledo se plantea, en cambio, si no sabía la actriz dónde se metía cuando entró a formar parte de la industria del cine. Me permito contestarle yo: tiene pinta de que no, desde luego no a los 13 años y probablemente tampoco hasta que empezó a ser consciente de lo que ella misma había vivido y lo que se estaba viviendo en el sector. Harvey Weinstein no fue arrestado hasta mayo de 2018 y no fue declarado culpable hasta febrero de 2020; aunque lo parezca, no hace tanto. Por su parte, Noelia Ramírez cita a bell hooks al entender la actitud de Haenel como manifestación de «una ficción de falso feminismo», aprobando sus motivos pero no el hecho de que haya renunciado a lo que comúnmente se conoce como luchar desde dentro.

En realidad, Haenel lo explica todo con bastante claridad en la entrevista: «Traté de cambiar algo desde dentro. Pero cuando se trata del movimiento MeToo, los problemas de las mujeres o el racismo, la industria cinematográfica es extremadamente problemática. Ya no quiero ser parte de eso». Para ella, lo único que cambia de forma estructural la sociedad es la lucha social, y cree que, en su caso, quitarse de en medio es la mejor forma de lucha: «Al dejar esta industria para siempre, quiero ser parte de otro mundo, otro cine». Probablemente no es la única que ha querido que el sector cinematográfico funcionase de un modo distinto, más ético, inclusivo y empático.

Otros plantones famosos (o no tanto)

Adèle Haenel no ha sido la única actriz en retirarse del cine y dejarnos huérfanos de su talento. Cuando hablo de retiro, quiero decir voluntario; no cuentan aquellos que lo dejaron al cumplir cierta edad o que, por eso mismo u otros motivos, dejaron de recibir llamadas. No los que fueron olvidados a su pesar, aunque sí quienes, como la actriz francesa, se vieron empujados a apartarse, como quien logra cerrar la puerta a una relación tóxica. La mayoría de ejemplos que le vienen a uno a la cabeza son de Hollywood, claro, y aunque seguramente haya muchísimos en la historia del cine, no todos han trascendido o se han acabado consumando (ahí entra en juego el escepticismo con que algunos se toman este tipo de anuncios: no son pocos los actores o directores que han dicho «lo dejo, esta es mi última película», y luego han roto su promesa; igualito, ya decíamos, que una relación tóxica).

Recordamos el caso de Cameron Diaz (San Diego, 1972), de la que no se supo mucho más después del año 2014, en el que figuró en los créditos de tres películas, por lo que no se puede decir que le faltase trabajo; todas, además, en roles protagónicos y compartiendo pantalla con actores de tirón como Jason Segel, Leslie Mann o Jamie Foxx. El caso es que la actriz californiana, auténtico icono del cine de los 90 que aún en la siguiente década seguiría rodando para Martin Scorsese, Curtis Hanson, Nancy Meyers, Richard Kelly o James Mangold, y que poco antes de dejarlo era la actriz mayor de 40 años mejor pagada en Hollywood, necesitó parar con el fin de reconducir su vida y dedicarse tiempo a ella misma. Algo que anticipa lo que haría en los siguientes años, su dedicación a compartir consejos de bienestar físico o mental a través de varios libros de autoayuda. Quién hubiera adivinado ese futuro para una actriz que prestó su personalidad a personajes tan memorables como Tina Carlyle, Kimberly Wallace, Mary Jensen y hasta la princesa Fiona. Eso sí, en 2020 Diaz reapareció en el vídeo viral Boss Bitch Fight Challenge, junto a excolegas de profesión como Scarlett Johansson, Juliette Lewis, Drew Barrymore o Halle Berry.

La actriz Jennifer Lawrence, en la película «Gorrión rojo» (2018). © Chernin Entertainment

Otra que lo dejó, aunque en este caso digamos que el cine y ella se dieron un tiempo, fue Jennifer Lawrence (Indian Hills, 1990). En puridad, lo suyo podría considerarse un año sabático que tuvo lugar entre 2020 y 2021, lo que por otro lado coincidió con la pandemia y con su embarazo. Pero ya en varias ocasiones y con su habitual genio humorístico, la actriz había comentado en medios su intención de parar el carro y, en cierto modo, reorientar su carrera hacia algo más sostenible. Aun de forma lejana, su caso tiene alguna coincidencia con el de Haenel. Como ella, Lawrence sobresalió en la gran pantalla desde muy joven: con Lejos de la tierra quemada (2008), de Guillermo Arriaga, ya ganó un premio en Venecia, y con la estupenda Winter’s Bone (2010), de Debra Granik, tuvo su primera nominación al Óscar, que luego ganaría por El lado bueno de las cosas (2012), de David O. Russell, el cineasta que más ha confiado en ella junto a Adam McKay. Claro que lo que realmente le dio fama mundial fueron sus papeles en las sagas Los juegos del hambre y X-Men, lo mismo que —suponemos— ha hecho que tenga una de las cuentas bancarias más abultadas de la meca del cine. Y aun así decidió dejarlo todo, al menos por un tiempo, parece que con la idea de empezar a escribir sus propios guiones y elegir sus personajes más concienzudamente. Con Haenel comparte, además, cierta conciencia política, pues ese año fuera del mercado lo pasó prestando su sensatez a una organización contra la corrupción.

Sé lo que están pensando. Los tres ejemplos que llevamos hasta ahora responden al mismo retrato robot: actrices bellas, rubias, inteligentes y jóvenes en el momento de su decisión. También, probablemente y por tonto que pueda sonar, esos fueran factores que añadieron presión extra a una carrera que ya de por sí suele ser frenética. A los actores solemos verlos como seres privilegiados, pero a menudo olvidamos la condición maldita de poner en venta su cara, sus gestos y su voz cada día de rodaje y ante la mirada de miles de millones de espectadores en todo el mundo; a un precio alto, de acuerdo, pero que también les suele pasar factura. Con todo, no siempre han sido mujeres de ojos azules las que han abandonado este arte. Como ejemplo reciente tenemos al irlandés Jack Gleeson, el chico vozdevieja que encarnó al sádico Joffrey Baratheon en Juego de tronos. Aquel odiado personaje y la tendencia del público a llevar la ficción al terreno de lo personal colmaron el nivel de presión que estaba dispuesto a aguantar, y Gleeson se dedicó a graduarse en Teología y Filosofía y acercarse, de algún modo, a una vida más contemplativa, alejada de las puñaladas y los envenenamientos sociales.

Por su precocidad (su primera actuación en el cine fue a los diez años), el caso de Gleeson hace pensar de forma inevitable en uno de los retiros más célebres de esta industria, el de la niña prodigio Shirley Temple, que a los seis años ganó un Óscar y con apenas 21 abandonó las pantallas para acabar dedicándose a las relaciones diplomáticas en países como Ghana o Checoslovaquia. Otro actor legendario que ha hecho mutis por el foro antes de tiempo —o, al menos, antes de lo esperado— es Gene Hackman, quien en 2008 decidió cambiar el cine por la literatura, escribiendo tres novelas y dedicándose a otras aficiones privadas. Recuerda a la jubilación anticipada o no, según se mire, de Sean Connery, tras participar en La liga de los hombres extraordinarios y despotricar sobre los «idiotas que actualmente producen películas en Hollywood» (hombres nada extraordinarios, al parecer). A esa altura podría situarse a Daniel Day-Lewis, quien a sus 65 años y con tres Óscar en la buchaca parece haberse alejado definitivamente de la cámara tras su sobrecogedora interpretación en El hilo invisible de Paul Thomas Anderson. Recordemos que, en su día, hasta Greta Lovisa Gustafsson, más conocida como Greta Garbo, se hizo la sueca —perdón— en la cima de su popularidad.

Emma Watson, a la izquierda, junto a las protagonistas de «Mujercitas» (2019). © Columbia Pictures

Aunque puestos a emparentar la decisión de Adèle Haenel con la de otra actriz contemporánea, quizá la que mejor encaje en el perfil sea Emma Watson, también parisina aunque británica de nacionalidad, y con la que apenas se lleva un año. Watson, que desde los nueve años encarnó a la famosa Hermione Granger en la saga de ocho películas —ocho— de Harry Potter, no ha llegado a apartarse del todo de los focos, pero sus apariciones en el cine han sido pocas en la última década, la última de ellas en la magnífica versión de Mujercitas de Greta Gerwig. Además de estudiar literatura inglesa, la joven actriz empezó a ser el rostro para grandes marcas de moda y luego se ha ido poniendo al frente de varios proyectos de sostenibilidad, justicia social y feminismo. Un nivel de conciencia y compromiso muy por encima de la media en una industria aparentemente tan superficial como la del cine, cuyas integrantes no obstante demuestran, de vez en cuando, que no solo tienen los pies en el suelo sino que pretenden conservar la cabeza bien alta, junto a la de muchas mujeres y sectores sociales vulnerables, en un sistema donde la imagen lo es todo y al mismo tiempo acaba vaciada de significado. Adèle Haenel lo ha vivido de cerca, y no parece dispuesta a seguirle la corriente a quienes mueven los hilos de semejante entramado.

En su entrevista de despedida, la actriz francesa cita a Foucault y la jerarquía de los relatos para hablar de la necesidad de cambiar la manera de mirar el mundo —¿la pantalla?— y las relaciones de poder, así como de reescribir la historia y las historias: «Lo que quiero decir, sobre todo, es que su forma de hacer cine es solo una forma de hacer cine». A partir de ahora, si quieren seguir haciéndolo así, no cuenten con Adèle Haenel.

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