Si reflexiono sobre creación y locura, diría que una cosa lleva a la otra. ¿Son conceptos sinónimos? No, pero casi. Les falta un pestañeo, pero se guiñan el ojo. Cuando escribimos, ¿quién no se vuelve loco? Utilizamos el folio en blanco para desperdigar locura (o así tendría que ser), pues eso es lo que pide el vacío: sobredosis humana, es decir, delirio y extravagancia. O expresado de otro modo: ganas de alterar lo robótico o sistematizado.
La idea de la creación se sustenta en esparcir sensaciones (recrearlas, transformarlas) o hablar de lo que no entendemos. De actuaciones que no cuadran y resquebrajamientos. De los sentimientos, que tienen su propio espacio aéreo, como los aviones: fluctúan en un cielo ajeno de aquí para allá. Se chocan. Explosionan. Las personas formamos capas de materia, energía y viento a la vez, y toda esa euforia deriva en nada: cenizas y tumbas.
Y en un grito: nos queríamos tanto (aunque no sabíamos cómo expresarlo).
Hasta en el pueblo más pequeño de España, te encuentras con un cementerio. Y con un hospital. Siempre me ha parecido que las tumbas tienen boca y se relamen.
La verdad última (teniendo en cuenta que verdades hay muy pocas) es que tenemos fecha de caducidad y aguantamos unos años más gracias a la medicina: lo mismo que un yogur en el frigorífico. La condición humana se desborda en un charco que es cada vez más grande y fangoso. Lo que permite la creación (mezclada siempre con la locura, pues no hay escritores cuerdos) es dejar que el torrente de lo indecible fluya. Ser un pez saltarín o una medusa agónica en un mar cambiante. En eso consiste la creación: en desparramarse en lo desconocido.
La charca pantanosa es un papel en blanco: suciedad y limpieza en un mismo lugar.
Cuando acabo de escribir una idea buena —pongamos, una metáfora original—, intento no ducharme. Quedarme enfangada y estática. Me gusta estar pringada de barro y poesía. Y, mientras escribo esto, me imagino que soy una especie de animal metafísico, ¿una niña?, que resbala continuamente y se enfrenta a la basura del mundo.
Me atrae lo orgánico y quiero saber más sobre el big bang.
Decía la escritora Kate Millet sobre el manicomio: «El mismo manicomio es una insensatez, una anomalía, un cautiverio aterrador, una privación irracional de todas las necesidades humanas; conservar la razón dentro de un lugar así supone una lucha abrumadora. […] El mismo propósito del manicomio y lo que todo el mundo entiende por ese término afirma la locura. Permanecer cuerdo en un manicomio es desafiar su definición».
Bien, pues escribir con cordura y racionalidad ante un folio en blanco es derrotarlo. Se muere el folio nada más empezar y nos morimos los escritores detrás.
Somos seres de colores que comen pipas al atardecer.
Somos individuos indómitos que miran a los ojos a un camello y se derriten de pena.
Nos topamos con una cascada y deseamos ser el centro de la cascada. El ímpetu y la caída.
Buscamos destellos en jarras de cerveza.
Nos atamos los cordones del zapato en mitad de una tormenta tropical.
Posiblemente, pues cada vez me fijo más en las conductas de los niños, el folio en blanco pida viveza, garabatos, fantasmas, frescura y miedo. Los niños lo hacen así con sus manos pequeñas y en construcción: agarran fuerte la cera de colores y pintan con desgarro. Tienen una duda encima de la cabeza y una emoción pegada a la espalda. En cada una de sus vértebras, se calcifican gramos de euforia y futuro. Todo está por venir, no hay imaginario posible ni edificación previa de cómo les va a quedar el dibujo, el cuento, la melodía. El asombro por lo que han pintado se queda ahí, sobre su dibujo, dando vueltas a modo de constelación de estrellas.
Vida tormentosa y bellísimamente loca, acude a nosotros.
Esa es la plegaria primera (y casi última) de cualquier escritora o escritor.
También se reza mucho cuando se escribe, o al menos, se habla con el aire. La religión es la locura más estrambótica que ha creado el hombre. Las catedrales parecen una invención de Peter Pan y el Capitán Garfio en momentos filosóficos de tregua.
Durante el proceso de escritura de Fármaco (Literatura Random House, 2021) estaba totalmente medicada. Tomaba dosis altas de Venlafaxina. Pastillas para dormir. Valeriana. Antipsicóticos. Me mordía las uñas hasta el final de los dedos. Me chupaba el pelo y me encontraba con canas que me recordaban a la muerte y al final de las historias (puesto que estando tan obsesionada con la literatura, veo principios y finales por todas partes). Me miraba al espejo e imaginaba una escena cinematográfica. Si me hubieran ofrecido drogas en la calle, estaría enganchada a ellas. Agradezco la educación que me dieron mis padres, con su sentido (ahora pleno, lo veo y lo entiendo) de límite y sensatez. Estoy segura: soy una adicta a la emoción. Quiero todos los mundos posibles y el espectro alucinatorio me atrae considerablemente. Las palabras y sus matices. El poder ampliar y ampliar la realidad. Ser como el mar y esas cosas que rugen salvajes y viven en los acantilados. Quiero experimentar el triple de lo que nos está permitido y eso ya es una artista, creo. Que se haga material y palpable ese temperamento, o no, es otra cosa.
Todo está en el carácter.
El folio en blanco es una provocación y el tiempo (en su cuarto de juguetes) no para de agitarnos hacia lo inesperado. Las manos me arden cuando siento y expreso lo que me pasa. Diez mecheros, uno por cada dedo, y en la cabeza un fulgor. Escribí Fármaco firmando mi última voluntad. El contrato de mi vida. Mi ficha de nacimiento y mi seguro de vida.
Un pacto de paz conmigo misma. Si los libros no son eso, ¿qué son? Una pequeña tregua entre dos experiencias.
A pesar de que no lo parezca y el mundo se ordene en compartimentos y huellas dactilares con fruición y se dé una imagen de orden en el siglo XXI, el caos reina e impera en las últimas décadas. Hay un mundo virtual que se expande; ya casi podemos estar en cinco sitios a la vez. Los niños tienen mascotas digitales. Los hologramas hacen conciertos. Volvemos a lo retro: nos compramos un vinilo. Un podómetro automático funciona en nuestro bolsillo. Nos tomamos el puchero de la abuela a la vez que subimos un reel o grabamos un vídeo para TikTok. Echamos de menos los años ochenta y no soportaríamos volver a ellos. Sentimos nostalgia del Technicolor pero vivimos en el filtro Valencia. Nos despierta Siri por las mañanas. Nuestro novio teletrabaja y los niños se paran ante el espejo y empiezan a restregar los dedos para mover el cristal como si fuera una pantalla táctil. Estamos contemplando una guerra por televisión. Para olvidarnos de todo, tenemos Neftlix y unos mensajeros que van con una mochila refrigerada y cuadrada por las calles. Una pizza en un minuto. Si todo eso, en tan pocos años, no nos ha obligado a reestructurar la cabeza en tiempo récord, no lo entiendo. Es como estar en una realidad paralela. La infancia parece un cuento. De hecho, creo que la niñez es un tema candente por tener un halo de irrealidad potentísimo. ¿He sido niña alguna vez? ¿Son verdad esas fotos sin móviles con una pelota de Nivea azul en una piscina sin motor?
La literatura de los últimos años es la de la confirmación. Literatura del Usted está aquí. La de la cabeza rodante y el desconcierto. Posiblemente, los escritores ahora estemos buscando un botón antiguo de Pause y el temblor continuo de sabernos vivos en mitad de la revolución tecnológica y el agua radioactiva.
Escribo esto y se está derritiendo un glaciar.
Escribo esto y nace un niño biónico.
Escribo esto y alguien barre la hojarasca.
¿Y si la locura es connatural a los seres humanos?
En todas las grandes obras literarias, hay rayos de trastornos y de inestabilidad mental. Siempre se vuelve al Quijote: la noche y el verano son el mejor ejemplo. La mayor parte de nuestro tiempo, caminamos de la mano del escarabajo de Kafka. Nos agarramos fuerte al humor y a la neurosis de Woody Allen. La electricidad y la bombilla de Edison son una locura maravillosa de brillo y reflejos y nuevos caminos y magnificencia. ¡Hágase la luz! La Biblia está llena de milagros: un señor camina por las aguas y en los cuentos clásicos cuentan con entusiasmo —casi autoritario— que las alfombras vuelan.
Que vivimos en otros planetas en Crónicas Marcianas. Que se acercan los tártaros y Giovanni Drogo los divisa con su mirada larga y soñadora, aunque nunca lleguen con sus lanzas y sus escudos. Godot está llegando siempre con un té frío en la mano.
Estamos rodeados de fantasmas literarios.
Virginia Woolf dijo que lo que más le pesaba era que su locura la aguantaran otros, más que ella misma. Y por eso la escribía y la publicaba, se la quitaba de encima a través de un papel. Y por eso paseaba sola y se escapaba. Y por eso se metió a un río con piedras y suspiros. Todo su impulso creativo lo generó su locura, y su muerte también.
Lo limpio y lo sucio en un mismo lugar. La admirable Woolf pasaba de la depresión a mirar el techo, de mirar el techo a su diario, de su diario a la depresión:
«La manera para volver a ponerse a escribir es la siguiente. Primero, leves ejercicios al aire libre. Segundo, lectura de buena literatura. Es un error creer que la literatura puede producirse partiendo de materiales no elaborados. […] Estoy ansiosa y excitada. Pero, en términos generales, me siento complacida […]. En mi fuero interno, no tengo la menor duda de que he descubierto la manera de comenzar a decir algo (a los cuarenta) con mi propia voz; y esto me interesa de tal manera que creo que puedo seguir adelante sin necesidad de elogios».
Escribir mirando al techo y con el aspersor de la vida encendido. Y luego, utilizar esa caligrafía ansiosa que aprendí de niña, tan retorcida, espesa e ilusionada que acababa por romper la punta del lápiz. Todo el papel lleno de minas y tachones. Mi mano en forma de letra C marcada por el furor de lo excitante.
Sudor mezclado con tinta.
De adolescente, mordía mucho los tapones de los bolígrafos.
Todo proviene de un gesto lejano. La locura y la escritura, también.
Almudena Sánchez es periodista, máster en Escritura Creativa y autora del libro de relatos La acústica de los iglús (2016) y de Fármaco (2021).