Horas críticas

Ese otro silencio que no es silencio

János es un muchacho húngaro de dieciséis años que vive en París con su familia. Han podido huir de Budapest, pero algunos familiares y amigos no han tenido la misma suerte. Desde un apartamento de Montparnasse, el joven explora la ciudad, memoriza sus nombres en francés y observa con atención cada rincón de la vida. En su intento por adaptarse a la nueva realidad, aprende el oficio de la cerrajería junto a su padre y, gracias a ello, conoce a la señorita Germain, una profesora de piano que le conducirá hasta sus primeros libros en francés. Es entonces cuando el arte, la música, la amistad o la literatura comienzan a convertirse en un refugio donde aliviar el peso de la memoria. Como consuelo, o acaso también como promesa, a la topografía emocional de París se suman ahora el Louvre, que János frecuenta presa de un extraño magnetismo por una diosa sin brazos, la Victoria de Samotracia, o el Jeu de Paume, donde siente una profunda conmoción al contemplar los Acuchilladores de parquet de Caillebotte. Así, poco a poco, va enriqueciendo con sus ojos la imaginación de un mundo que, aunque nuevo, no puede desentenderse de su pasado. Y es por ello que, tres años después de haber llegado a París, lo deja todo y, con el petate vacío y la conciencia llena, emprende una misión que cambiará su vida: regresar a Budapest para encontrar al tío Gábor, la persona que le enseñó el valor de tantas cosas. Entre los recuerdos de su tío aparecen las Meditaciones de Marco Aurelio y algunas frases que no cesan de repicar en su corazón —«El Duna tiene memoria», «La tierra nos sobrevive», «Los buenos libros son como la buena tierra, Jani, la vida crece en ellos»—, recuerdos por los que Gábor se convierte en una especie de símbolo celeste, ora un dios antiguo, ora un jefe magiar, aunque siempre, por defecto, una persona capaz de inspirar grandeza, humildad y sentido común. János idealiza a su tío porque lo ama, pero en ese viaje de vuelta el joven tendrá que descubrir a la fuerza su vida, su destino y también su condena.

A partir de ese momento, todo lo que acontece en Del silencio (Ediciones del Viento, 2021) es la vida de un desheredado —János— atravesando una Europa partida en dos mitades que, narrada en primera persona, nos convierte en testigos de una herencia que, a juzgar por lo mucho que hemos aprendido en los libros, todavía nos persigue. Es la herencia de nuestros abuelos, de muchos de nuestros padres y quién sabe si, por puro reflejo, también la nuestra propia. Era difícil imaginar que una empresa tan ambiciosa como esta —articular nuestra historia desde 1948 hasta la venida del mundo moderno tal como lo conocemos hoy— se pudiera llevar a cabo de una forma tan precisa, con una administración del tiempo narrativo tan sabia, con saltos temporales medidos al milímetro o una sencillez psicológica que abruma por su sofisticación. Sergi Bellver (Barcelona, 1952) ha escrito un libro imperecedero que se aleja de la complacencia de la literatura del yo y, en su lugar, lo apuesta todo a la carta de la vida. Una forma de narrar que abraza todas las contradicciones del mundo y que no se desentiende de las sombras, del peso que tiene la memoria sobre nuestra conciencia, del remordimiento moral al que nos conducen los actos miserables a los que la vida nos empuja por pura ecuación geométrica, del amor en el que a veces pueden desembocar las adversidades, del sinsentido universal de la guerra, el sufrimiento o de la separación forzosa de todo aquello que amamos, ya sean lugares o personas, porque tal vez sean lo mismo.

Del silencio es también un sonoro puñetazo sobre la mesa de todos aquellos que, con los ojos vendados, han pregonado durante tantos años «la muerte de la novela», demostrando así que la crítica literaria lleva demasiado tiempo desaparecida o, lo que es peor, está levantada sobre el humo de las pavesas de un puñado de astillas podridas al que llamamos «prensa cultural». Este libro confirma que el naturalismo sigue siendo en lo artístico la afirmación más grande de la vida, y que no solo es estilo, sino también vehículo ético, estético y moral de una forma de mirar que se pone al servicio de nuestra existencia, nunca al revés. La vida no tiene aquí pretextos que sirvan para narrar un episodio, sino circunstancias inevitables que, pasadas por el filtro de la literatura, sirven para explicarnos en toda nuestra complejidad y comprender todas nuestras heridas. En este sentido, Del silencio es un ejemplo de verdadera genealogía —voluntad de hablar con los que ya han vivido— y un recordatorio urgente de que tenemos que seguir aprendiendo de la historia, y no leyendo necesariamente más, sino leyendo mejor, y no solo hacerlo en los libros, sino también en los ojos de quienes fueron ejemplo, de quienes demostraron integridad en la desesperanza, de quienes con su vida —como Joseph Roth, como Albert Camus, como Django Reinhardt, como Bohumil Hrabal, como Pau Casals, como Yuri Gagarin, o como el tío Gábor, Omar, Věra, Jószi o tantos otros personajes de la novela— pusieron una farola en mitad de un desierto para que siempre pudiéramos encontrar el camino de vuelta. Esta invitación a la esperanza, una de las cotas más altas a las que puede aspirar la literatura, es la misma evidencia por la que muchos cínicos juzgarán este libro como una debilidad y, tal vez, quién sabe, uno de los motivos también por los que el mercado editorial es capaz de mantener arrinconadas historias tan luminosas y verdaderas como esta, tan extrañamente hermosas que revelan hirientemente la banalidad emocional en la que nos encontramos actualmente. Si Baudelaire llevaba razón cuando decía que el mundo cambia cuando irrumpe una nueva sensibilidad, sabemos que el mundo ha cambiado; lo que no sabemos es si habrá servido para algo si una historia como esta no ha dado ya la vuelta al mundo ochenta veces.

Dividida en capítulos por ciudades y cerrada euclidianamente en París (donde empieza y termina la historia), por sus páginas transcurren, además de la II Guerra Mundial, algunos acontecimientos cruciales del siglo XX como la revolución húngara (1956), el ocaso de la Primavera de Praga (1968) o el lanzamiento del Apolo 11 (1969). János se convierte así en testigo de la historia, y en mitad de cada acontecimiento no solo hallamos un relato enormemente ágil —se lee de forma diabólica, voraz, y su ritmo narrativo roza en muchas ocasiones lo cinematográfico—, sino distintas digresiones que nos empujan a comprender que, pese a todas las tinieblas que nos rodean, pese a las desigualdades históricas que acarreamos, o pese a todos esos imperios de la mentira con los que lidiamos diariamente, siempre hay un motivo por el que estar vivo en el mundo es una oportunidad de hacerlo mejor y más justo, y que si desaparecemos por desidia, agotamiento o desencanto, no habremos sino perdido la única oportunidad que teníamos de hacer justicia por los que ya no están. De ahí que el vínculo entre János y Věra no sea la enésima relación sentimental romantizada entre dos personajes estereotipados, sino una verdadera historia de amor que, lejos de los vicios plastificados tan frecuentes en este género, da sentido a la historia misma y a la nuestra propia.

La novela va enriqueciéndose con un puñado de libros y películas que, alternadas en cada momento por una razón concreta, y sumadas a la música, reflejan el itinerario estético de nuestro protagonista. Es al hilo de cada pieza cuando János aprovecha para esbozar —sin saberlo— diversas teorías del arte con las que enfrentarse al cinismo. Utiliza un veneno invencible, que es la búsqueda genuina de verdad, y lo hace sin titubeos, a cara descubierta, sin huir tampoco de ninguna contradicción: habla con la conciencia de su pasado, con la realidad de su presente y con la promesa del futuro —que es el nuestro— para firmar alguna de las páginas más hermosas de la novela. Hay avisos, advertencias, pensamientos, e incluso Dios irrumpe a veces con el traje de un artista ensimismado, pero János no deja títere con cabeza y en muchas ocasiones sus palabras se desdibujan tanto que no se sabe exactamente a quién se dirige, porque, como sucede con los lugares y las personas, presente, pasado y futuro quizá son lo mismo también.

Sobre la quimera del sistema capitalista: «Dentro de un tiempo, no demasiado, mientras la gente mira maquetas y aplaude cualquier futuro que le presenten, alguien se hará rico con el cemento, el vidrio y el plástico de las plazas de hormigón y los centros comerciales que están por venir. Como de cada una de esas ancianas del mercado, cuando ya la ha dejado seca, la serpiente del “Mundo Libre” se desprende de su vieja piel mientras sisea “progreso”, “progreso”, “progreso”, pero, en realidad, solo se lleva su cascabel a otra parte».

Sobre el nacionalismo: «Como si nuestra identidad pudiera estar en alguna otra parte que no fuera esa copa llena de lenguaje, mirada, experiencia, memoria y silencio que compartimos entre todos, de mano en mano y de boca en boca, por encima de las malditas banderas, demasiado manchadas ya de barro, de mugre y de sangre como para hacerlas ondear más delante de nadie sin que se nos caiga la cara de vergüenza».

Sobre la falsa idealización de lo rural: «Quizá por haberle retirado el velo de lo ideal a la naturaleza y ver más claras las mentiras de los hombres, que también llegan a este paisaje para ensuciarlo, ya no encuentro demasiadas diferencias entre el campo y la ciudad, pues la gente que uno se cruza por los caminos o en la calle puede ser igual de cruel o miserable. Por un pedazo de tierra o por treinta monedas de plata, por envidia o por venganza, esa gente anónima quemó vivas a mujeres en los pueblos y las capitales de toda Europa desde la Edad Media, delató a sus vecinos en Berlín para la Gestapo o la Stasi y, tal vez ayer mismo, envenenó a los perros de otro granjero o denunció a un pariente como “enemigo del pueblo” en Varsovia o Budapest».

Sobre la genealogía y el diálogo con el pasado: «Para conocer hasta dónde pueden llegar mañana la alegría o el horror en nosotros mismos, hay que escuchar de nuestros padres toda la luz y la oscuridad que ayer dejaron a su paso».

Y hay muchas más; de hecho, el libro entero está granado de bombas que, con la debida distancia, o preferiblemente sin ella, deberían explotarnos en las manos. En una palabra: este libro de Sergi Bellver es un torpedo kaiten dinamitando la línea de flotación del capitalismo del siglo XXI. Intentaré explicar por qué.

El mundo literario vive hoy una realidad sin precedentes. Desde hace años, incluso décadas, el presentismo —la obsesión enfermiza por el presente— se ha apoderado de la vida y está doblegando la cultura a la odierna tiranía de la actualidad. El vértigo de la industria nos ha sometido a una producción inhumana e insostenible con tendencias endémicas. Con ello, y por supuesto con el beneplácito del establishment editorial, estamos logrando que los libros dejen de ser libros y se conviertan en fármacos de consumo inmediato para escamotear constantemente el aburrimiento, el vacío existencial de nuestro tiempo o, sencillamente, nuestra alarmante falta de necesidades reales. Más allá de su condición como objeto, el libro se está convirtiendo poco a poco en un artefacto inofensivo, en un vistoso entretenimiento, es decir, en apenas nada.

Llevo años denunciando en voz alta que ya no hacemos cosas (ni en cultura ni en tantos otros aspectos, pero sobre todo en cultura) que perduren, que nos sobrevivan o que nos trasciendan. No es una impresión personal, ni una querencia íntima, ni tampoco una grosera exhibición paternalista. Es una convicción que distingue la cultura de todos los demás productos, esencialmente porque, aunque infinidad de empresas editoriales, organismos oficiales o instituciones de todo pelaje se desgañiten en promocionarlo de ese modo y al final acaben vendiéndolo como tal, la cultura jamás ha sido un producto.

Un ejemplo. Hace pocos días vi por televisión una entrevista en la que una edil de turismo de un pueblo de Málaga, en mitad de la euforia por volver a ver las calles atestadas de turistas, decía que eran (refiriéndose al consistorio) una «fábrica de sensaciones». Una definición exacta —aunque, por desgracia para ella, sin saberlo— de la ponzoña intelectual en la que se encuentra inmersa la política cultural en la actualidad. No voy a acodarme de su nombre ni tampoco del pueblo, porque la mayoría de los conflictos que encontramos hoy en los principales canales de comunicación, me refiero a las redes sociales, están promovidos por una masa ingente de inocentes que aún no ha logrado percatarse de que poner el foco en el lugar incorrecto puede ocasionar un gran perjuicio colectivo. Las redes sociales son el ejemplo vivo de esa realidad que, en su intento por hacer desaparecer algo que no le gusta criticándolo, al final consigue el efecto contrario: que la misma realidad contra la que quiere atentar adquiera un lugar privilegiado desde el que —corte de plano— acaba fagocitándola, arruinando así, como por arte de magia, el propósito original de cualquier reivindicación. Este mecanismo reversible lleva décadas funcionando con la precisión de un reloj suizo. Los grandes medios lo han codificado, le han dado forma y lo han sofisticado. Los demás solo tenían que hacer labor de mamporrería, y parece que lo han hecho bien. Mientras tanto, apoyándose en uno de los pilares de nuestro Estado de Derecho, el de la libertad de prensa, ninguna empresa se olvida ya de incluir entre sus propósitos un epígrafe de «buenas prácticas», una fórmula adherida ya a todos los estatutos con el pegamento de la falsedad y la hipocresía.

Apuesto cualquier cosa a que Sergi Bellver siente algo muy parecido y por eso, entre otras cosas, Del silencio es literatura de primera categoría, un ejercicio honesto, explosivo y verdadero que necesita resistir ante la falsedad, el cinismo o la deshumanización generalizada. Aunque sea su primera novela, estoy seguro de que no será la mejor, porque de su trabajo —que ya hemos podido comprobar en Agua dura (Ediciones del Viento, 2013), Variaciones sobre Budapest (Línea del Horizonte, 2017) o Gavia (El Desvelo, 2019)— brota siempre una semilla noble y grande de amor por la vida que es, en realidad, un intento desesperado por aproximarse a la verdad de las cosas, huyendo sistemáticamente de esa tiranía de consumo que está sepultando el arte, la cultura, la historia y, con todas ellas, la forma en la que nos relacionamos entre todos. Si durante toda la novela János no deja de perseguir «ese otro silencio que no es silencio», leer su vida nos ayuda a saber dónde tenemos que buscarlo y, «como si no viniéramos todos del mismo silencio, de la misma cuchara en la sopa de la vida diaria, de la misma madre sedienta y del mismo espejo ante la muerte», a comprender que, pase lo que pase, nunca debemos tirar la toalla ante ningún revés de la vida. Ante ninguno. Jamás. Y eso es más de lo que puede hacer cualquier plan de rescate de la Unión Europea.

 


Del silencio
Sergi Bellver
Ediciones del Viento
(A Coruña, 2021)
352 páginas
21 €

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