Horas críticas

Libros de la semana #62

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik y Santiago Caruso (Libros del Zorro Rojo)

El próximo mes de septiembre se cumplirán 50 años desde que Alejandra Pizarnik se quitara la vida a base de Seconal, rodeada de aquellos versos en forma de sintética despedida: «no quiero ir / nada más / que hasta el fondo». La recuperación de uno de los textos clave en su obra, este relato elaborado a partir de una novela homónima de la surrealista francesa Valentine Penrose que narraba la leyenda de Erzsébet Báthory, supone una excelente forma de celebrar la efeméride y su escritura. En este caso, además, su estilo lírico deriva hacia una prosa fascinante —en un singular limbo entre el reportaje literario y el poema— mediante la cual las atrocidades de aquella condesa húngara del siglo XVII, célebre torturadora y asesina de más de seiscientas jóvenes en pos de su sangre, subyugan y horrorizan a partes iguales: «Y ahora comprendemos por qué solo la música más arrebatadoramente triste de su orquesta de gitanos o las riesgosas partidas de caza o el violento perfume de las hierbas mágicas en la cabaña de la hechicera o —sobre todo— los subsuelos anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en los ojos de su perfecta cara algo a modo de mirada viviente». Pero si el imaginario cruento y escarlata de la autora argentina cobra aquí una segunda vida —una segunda muerte— es gracias a las ilustraciones de Santiago Caruso (Buenos Aires, 1982), un habitual del género fantástico y de verter en imágenes los clásicos siniestros de Lovecraft, Bierce o Chambers. Para esta ocasión bebe de la estética del romanticismo y de ciertas iconografías del medievo para esgrafiar esa «belleza convulsiva» del personaje que señala la propia Pizarnik en sus primeras líneas. También su «estilo de torturar monótonamente clásico» en una serie de escenas pesadillescas; doce pasajes de un itinerario por el sadismo y la insania, que realzan más si cabe lo grotesco, lo perverso y lo plástico del texto original. La cita de Sartre con la que inicia este cuento macabro («El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza»), alineada con la predilección por el malditismo de su creadora, nos sirve para entender lo que la escritora argentina veía en Báthory, aun no queriendo mitificarla ni darle una pátina cool: «Entonces, ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. Solo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable». La bella edición de Libros del Zorro Rojo se complementa con el brillante epílogo de María Negroni, auténtica especialista del universo Pizarnik, que revela en esta obra «una reflexión alucinatoria sobre el acto de escribir» así como «una política del deseo que coincide con una ética del desastre». Del mismo modo, concluye Negroni, este texto nacido de un encargo de la revista Testigo en el año 1966, se revela como la mejor forma de acercarse a su concepción de la muerte y el malsano vínculo de esta con su idea de escritura: «No poder querer más vivir sin saber qué vive en lugar mío / ni escribir si para herirme la vida toma formas tan extrañas», expresaría en aquel 1972 en el que su cuerpo acabó siendo, al fin, sacrificado.


Monstruos del mercado, de David McNally (Levanta Fuego)

En los últimos años, la figura del monstruo se ha proyectado, como una plaga, sobre buena parte de la cultura de masas, con los zombis y los vampiros como epítome de las transformaciones y las condenas a las que somete el mundo de hoy a la humanidad. Contrariamente a esa omnipresencia, reflexiona el autor de este libro en sus primeras páginas, «la perversidad del engendro capitalista se halla en su invisibilidad, en cómo la monstruosidad puede ser normalizada y naturalizada gracias a la colonización de las estructuras básicas de la vida cotidiana». Es algo que supo atisbar el visionario George A. Romero, especialmente con su Dawn of the Dead (1978), ambientada en un centro comercial que funciona a modo de epicentro del consumismo, en una sencilla pero efectiva metáfora que se ha extendido hasta nuestros días: los muertos en vida seguimos yendo cada semana de compras, para mantener la apariencia de que algo late bajo nuestro concienzudo outfit. La ominosa sombra del capitalismo —en su vertiente global de hoy— se cierne sobre las páginas de este sorprendente ensayo sobre su poder siempre sediento de sangre, una «monstruología» de los mercados a partir del recorrido por los relatos pasados y presentes «que manifiestan ansiedades recurrentes en torno al desmembramiento corporal en sociedades en las que la cosificación del trabajo humano —su compraventa— se va haciendo generalizada». David McNally (Ontario, 1953), director del Center for the Study of Capitalism además de reputado ensayista y activista social, nos brinda un lúcido análisis que abarca desde la tradición de los anatomistas ingleses y sus disecciones, plasmada en el Frankenstein de Mary Shelley, hasta las leyendas actuales de vampiros y zombis en el África subsahariana, pasando por una relectura de las metáforas de Marx a través de los mitos y folclores del terror que facilita una crítica de los desalmados modos de producción económica, así como de un sistema que «genera imágenes horripilantes en torno a una acumulación hechizada y a fuerzas ocultas que explotan el trabajo zombi». A través del enfoque del «marxismo gótico» (replicamos la genial etiqueta propuesta por Levanta Fuego), el autor canadiense supo desencriptar el relato de terror oculto, aunque cada vez menos, en una historia de violencia —que diría su compatriota Cronenberg— en la que el afán por enriquecerse a costa de otros cuerpos, sometidos a la más despiadada explotación/extracción de recursos (humanos), pronostica que habrá sangre —siguiendo, en este caso, el título original del film de Paul Thomas Anderson—; algo que también ha aplicado a la ficción, por ejemplo, la argentina Mariana Enriquez. McNally, que apela a la «sabiduría poética» de Shakespeare, Dickens o el nigeriano Ben Okri, nos obliga a pensar en la etimología de la palabra monstruo (del latín monere: advertir) para reparar en que los monstruos son advertencias no solo de lo que podría pasar sino de lo que ya está pasando: «Necesitamos de esta sabiduría, revisada de un modo dialéctico, no únicamente para comprender el mundo en el que vivimos, sino para dar cabida a los recursos críticos con los que transformarlo», sentencia.


Estados Unidos de Amazon, de Alec MacGillis (Península)

En 1937, el muckraker y activista Upton Sinclair publicó la novela The Flivver King con el subtítulo A Story of Ford-America, en la que criticaba a la famosa y millonaria empresa automovilística por las infames condiciones laborales de sus trabajadores. Donde la marca de Henry Ford servía de sinécdoque para señalar la realidad de todo el territorio norteamericano, la ingente corporación de Jeff Bezos opera del mismo modo en el libro que nos ocupa; con la diferencia de que el modus operandi de Amazon afecta a todo un planeta, tal y como propicia hoy la economía globalizada. Periodista y miembro de la agencia de noticias independiente ProPublica, Alec MacGillis traza un amplio ensayo-reportaje en torno a quienes se hallan asfixiados bajo el peso de tanta «disrupción», dedicando estas páginas a eso que hoy día se denominaría (de forma más bien vaga) «historias de vida»: el retrato —descorazonador— de las personas machacadas por los efectos del one-click para todo, pero también por la connivencia de gobiernos que anteponen la sacrosanta economía al bienestar de sus ciudadanos, pegándose continuos tiros en el pie. Sin embargo y pese a lo que pueda parecer, no estamos ante la enésima diatriba contra la empresa de la flecha sonriente y el acartonamiento; más bien supone una exploración de cómo la red creciente de Amazon se extiende a lo largo y ancho de todo el continente, dividiendo entre regiones ganadoras y perdedoras. MacGillis recorre los escenarios de la expansión amazónica y las secuelas de su desembarco: desplazamientos de barrios racializados, impactos ambientales de sus centros de datos, control de las compras gubernamentales, reemplazo de históricos negocios industriales por sus omnipresentes almacenes. La concentración de la riqueza en Estados Unidos (en 2018 el desquilibrio de ingresos fue el mayor registrado en cinco décadas), demuestra su investigación, no es en absoluto casual, como no lo es que la de sectores enteros se concentre en unas pocas empresas. En Amazon, ese cruce de datos es particularmente elocuente si atendemos a los bajos sueldos, las deficientes condiciones en los lugares de trabajo, la desintegración del tejido cívico y, al mismo tiempo, su enorme influencia política. La pandemia, en tal escenario, no hizo sino aumentar su poder: «Para decenas de millones de estadounidenses, el sistema de consumo del que Amazon llevaba un cuarto de siglo siendo emblema había pasado de conveniente a necesario y de repente era, por decreto, esencial». Desde el punto de vista de MacGillis, la crisis desencadenada por la Covid-19 ha sido la prueba definitiva de los ya evidentes síntomas de desigualdad de una sociedad enferma, del abismo insalvable entre las grandes fortunas y las masas de consumidores en zapatillas en que nos hemos convertido. Bezos, que oportunamente dejó su cargo de CEO tras 27 años, en julio del pasado 2021, había anunciado en 2018 (con todo el cinismo del que es capaz) que un día Amazon fracasará y quebrará: «Si observas a las grandes empresas, su vida útil suele ser de más de 30 años, no de más de 100». Parece que a la mayoría se nos van a hacer largos.


Una curiosa historia del sexo, de Kate Lister (Capitán Swing)

Podría pensarse que, con el paso de los siglos, las prácticas sexuales han evolucionado y se han transformado de forma notoria. Y sin embargo, curiosamente —como el título de este libro—, en muchos aspectos las cosas no se han alterado demasiado: «Penes, lenguas y dedos han ido probando bocas, vulvas y anos en busca del orgasmo desde que los humanos salieron arrastrándose por primera vez del lodo primordial. Lo que cambia es el guion social que dicta el modo en el que se entiende culturalmente el sexo y la manera en la que se practica». La historiadora, docente y ensayista Kate Lister (Ulverston, 1981) lleva años investigando y desarrollando una intensa labor como activista contra la estigmatización de las trabajadoras sexuales a través del proyecto Whores of YorePutas de Antaño—, que ella misma comisaría y que ha alcanzado una enorme popularidad online. De ahí surge este volumen en el que, igualmente desprovista de complejos y de vergüenza (lo que en este caso en sin duda una ventaja), explora solo algunas de las extremadamente diversas modalidades y particularidades del sexo desde que el mundo es mundo, apuntando su ojo pervertido hacia algunas de las más insólitas y extravagantes. La autora inglesa vuelca su ágil e ingenioso verbo en frases tan explícitas y provocadoras como la que sigue: «La abeja reina se acuesta hasta con cuarenta parejas en una sesión y vuelve a su colmena empapada de semen, con las pollas cortadas de sus conquistas, pero ni un solo zángano la llamará puta». Por el contrario, señala la autora inglesa, «la culpa que sentimos los humanos por nuestros deseos puede ser paralizante, y se infligen severos castigos a aquellos que rompen las reglas». He ahí una de las claves fundamentales de su análisis y es que, si en algo nos hemos mantenido firmes los humanos a lo largo de la Historia, es en presentarnos como los únicos seres que condenan determinadas formas del sexo: «Hemos convertido el sexo en un asunto moral, desarrollando complejas estructuras sociales para regular nuestros impulsos», sostiene. Su enfoque crítico se pronuncia sobre cuestiones espinosas vinculadas al género, la raza, la belleza e incluso el lenguaje que circunda a la sexualidad. Desde las pruebas de virginidad al aborto en la Gran Bretaña del siglo XVIII, del trabajo sexual masculino a las duchas vaginales, de los anafrodisíacos a los burdeles de muñecas sexuales (sic), el conocimiento de la materia que exhibe Lister denota un arduo empeño documental —que se vierte también en el aspecto gráfico del volumen—y sus niveles de tolerancia resultan refrescantes en un conjunto que se sitúa entre lo divulgativo y lo asilvestrado, pero siempre más allá del mero divertimento o el morbo. Reconoce, eso sí, la práctica imposibilidad de considerar las actitudes hacia el sexo de una forma global, pues varían drásticamente en base al contexto. Y aunque creamos que Occidente está libre de restricciones, «como os dirá cualquiera que haya pasado más de dos minutos en las redes sociales, los debates modernos en torno a la sexualidad y el género son feroces, y a menudo tóxicos», por lo que el asunto dista mucho de haberse superado.

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