Laura Fernández (Terrassa, 1981) aparece en la primera planta de la librería Caótica, en el centro de la casi siempre apacible Sevilla, luciendo un precioso abrigo amarillo. Se deja caer sobre un sillón del mismo color en el que casi se camufla y comienza a hablar de su mejor libro hasta la fecha, La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House, 2021). Parece algo cansada del trajín de viajes y entrevistas, pero los signos de agotamiento se esfuman cuando explica apasionada la quijotesca empresa en la que se enroló hace cinco años y de la que ha salido, más que airosa, consolidada como una grandísima narradora.
En el malabarismo que le permite compaginar su maternidad con el periodismo y la literatura, la autora ha logrado, escribiendo una página diaria durante cinco años, la historia que termina definiéndola como una de las voces más originales y portentosas de su generación, una rara avis de fantasía desbocada y exuberante, capaz de crear aquí un pueblo entero, el siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, habitado por una pléyade de personajes que parece surgida de una mesa de guionistas de la HBO. Una localidad que alcanzó su fama y su condena por el éxito de otra novela que lleva el mismo título que la de Fernández, y que le sirve a la escritora para abordar con valentía temas como la maternidad, el origen, el precio y el sentido de la ficción, y el cambio.
Dotada con una memoria prodigiosa, Fernández ha sido capaz de urdir un universo completo encerrado en una bola de cristal con nieve, un mundo del que todos anhelan escapar y no pueden, un paisaje dominado por decenas de inmovilistas que tuvo que idear para asumir los cambios de su propia biografía, para contarse a sí misma que no es terrible que la vida mute, para aceptar que nada, y sobre todo en lo que respecta a la crianza de un hijo, puede tenerse bajo control.
Admite que esta novela ha sido la más difícil de las que ha escrito. No me extraña. Es un ejercicio de imaginación y de memoria muy ambicioso.
Lo peor de todo es lo de mi memoria, tengo demasiada, no anoto nada. Para mí, la novela es abrirme camino en un territorio inexplorado del que tomo nota a medida que avanzo. Es como un continente inexplorado en el que voy diciendo: «Mira, ahí están los animales; ahí, los bosques». No tengo una lista de personajes, la llevo en la cabeza, los utilizo indistintamente. Con la escritura de este libro, las situaciones se sucedían solas, estaba escrito antes de escribirse y todo iba encadenándose de una forma orgánica. Le he dedicado cinco años y cada día iba añadiendo una página. Por primera vez, además, llevé un diario de la novela, y esto ha amplificado toda esa memoria y la ambición, porque me permitía cada noche volver mentalmente al punto en el que lo había dejado, tener presente todo lo anterior. Con esta práctica he logrado que la historia se expanda como no lo había experimentado antes, cuando escribía de forma más acotada, en universos más estrechos. Respecto a los personajes, van apareciendo porque mis libros son acción, en ellos la gente siempre habla, pero, a la vez, en esta novela he añadido bastante descripción temática y de sentimientos. En Connerland incluí ya ráfagas de una tristeza que aquí es más honda, está muy asentada.
Iba a tocar más adelante el tema de la tristeza, pero ya que lo menciona, vamos allá. Vivimos en una pandemia, usted acaba de cumplir los 40… no sé si todo esto tiene que ver con que su literatura, sin abandonar el humor, despliegue aquí un poso más serio, más melancólico.
Estos últimos años han cambiado mi manera de ver el mundo. Muchos narradores, cuando los entrevisto, me confiesan que escriben, como me ocurre a mí, con años de delay. Hace 13 años que soy madre, pero con esta novela he empezado a ser consciente de lo que supone crear tu obra más importante, la más incontrolable: una persona. Es también por eso una novela sobre cómo es ser hijo, sobre cómo afectan las expectativas que depositan sobre ti. Quería comprimir todas estas ideas en capítulos largos que funcionaran como muñecas rusas. Esto al principio fue divertido y luego cada vez más duro, porque entraban más personajes a cada momento.
Respecto a mi biografía, en estos años han cambiado mis expectativas. Mientras escribía la novela, recibí una noticia que le dio un giro más profundo a mi trabajo. La trama gira alrededor de la necesidad de cambiar, de poder ser otras cosas. Cuando eres madre, piensas que tus hijos serán una obra controlada y perfecta, pero con este acontecimiento todo mutó, se hizo más desconocido. Y luego está toda la situación de incertidumbre con la que convivimos. En el libro, el pueblo quiere que nada cambie, como me sucede a mí, y he probado a crear una historia en la que todo tiene que cambiar. Me estoy diciendo a mí misma que no pasa nada porque las cosas varíen, que pueden ser incluso mejores si eliminamos lo que creíamos que iba a ser, la narrativa que construimos de nuestras vidas. Yo soy todos los ciudadanos del pueblo que ejercen esa resistencia al cambio. Me he tenido que construir un pueblo entero para decirme que no pasa nada por mudarte de casa, por ejemplo. Es una novela sobre cómo se estrecha el camino cuando tomas decisiones, pero también sobre cómo cuando no las has tomado, no eres nada, solo una hoja en blanco. Mantienes vírgenes las posibilidades, pero no las vas a pisar, estarás en un limbo que no te permite existir. Tenemos una edad en la que hemos dado una serie de pasos sobre los que no puedes volver, pero que no te impiden dar otros muy distintos. En ese punto están los personajes.
«Con este libro me digo a mí misma que no pasa nada porque las cosas cambien, que pueden ser incluso mejores si eliminamos lo que creíamos que iban a ser, la narrativa que construimos de nuestras vidas»
Con la lectura, empecé a ver su villa inventada como esas bolas de cristal con nieve de las que sus personajes no pueden salir.
Sí, luego me di cuenta de eso. Todos los protagonistas están intentando escapar del pueblo y de sí mismos bajo esa cúpula de nieve. Al comienzo, todo va muy deprisa, todos corren, como si la propia novela huyese de sí misma y, más adelante, todo se asienta y lo empiezas a entender, cada uno encuentra su lugar. Es también un libro sobre hacerse mayor aunque no quieras, aunque conserves intacta, como yo procuro conservarla, la pasión infantil. Pero la vida adulta te da cada revés… lo que mantiene el fuego encendido es ficción en general, los propios libros. Los personajes son todos como Don Quijote.
De hecho, diría que Cervantes está muy presente. No solo en este ímpetu quijotesco de sus protagonistas, sino también en la propia estructura, o en las frases con las que resume los capítulos cuando comienzan… y en la misión, igualmente quijotesca, en la que se ha adentrado como escritora con un libro de estas dimensiones y características.
Todos los personajes son Alonso Quijano, utilizan la ficción como una guía para la vida. De hecho, el pueblo entero intenta encontrar su lugar en el mundo a través de una pantalla, obsesionado con la serie Las Hermanas Forrest investigan. Están todo el rato saliendo de sí mismos para darse forma, para volver a entrar. La idea de que los capítulos fueran pequeños relatos no vino directamente del Quijote, pero todos los posmodernos en los que me miro son deudores de Cervantes, él siempre está ahí.
Volviendo a la idea de envejecer, me gusta la cita de Pynchon que abre la novela, eso de que cada vez nos parecemos más a una sala llena de gente.
Hay un momento en el que te llevas contigo a todas partes, por eso no echas de menos nada, te llevas a ti misma en todas las etapas de tu vida, eres tu propia muñeca rusa en constante construcción. Todo el tiempo me aparecen personajes de historias que escribí o leí cuando era pequeña, distintos momentos de mi vida, o lo que estoy leyendo ahora. Están en mi cabeza, conforman un Frankenstein en el que entra todo, la alta y la baja cultura, a cuya división no le veo ya ningún sentido.
Usted es, además, una militante en eso de borrar las soporíferas líneas que aún se empeñan en separar el caviar de las hamburguesas.
Todo es tan complejo que no tiene sentido distinguir lo que hacen los Beatles, o la altísima cultura que despliega una dibujante como Alison Bechdel, de las grandes novelas. Para mí Philip K. Dick es alta literatura, como Borges. Todo es narrativa posmoderna y todo está recosido con retazos de historias. Quedarte con una sola parte es no asistir a la grandiosidad de la ficción.
Al hilo, siempre me hace mucha gracia que en sus entrevistas le pregunten acerca de su querencia por los géneros, como si fuera necesario defender ese tipo de literatura después de más de un siglo empadronados en la cultura de masas.
En esta novela se habla de Nathanael West, el personaje que patina, a la vez que de los Gremlins, que le dan nombre a los protagonistas. O los Benson, escritores de novelas de terror, que salieron de un capítulo de El asombroso mundo de Gumball. No hay una distinción entre lo que consumo como lectora voraz o lo que veo, escucho… todo me forma constantemente como narradora. El nombre de la propia Señora Potter, sin ir más lejos, viene de una canción de Counting Crows, Mrs. Potter’s Lullaby, que para mí es un relato, un estado mental.
«Hay un momento en el que no echas de menos nada porque te llevas a ti misma en todas las etapas de tu vida, eres tu propia muñeca rusa en constante construcción»
Y, como homenaje al interminable mundo de retales de lo leído que hilvana sus obras literarias, ha creado una novela cuya trama parte, precisamente, de la creación de una novela.
Sí, una novela dentro de la novela, un texto que ha creado su propio mito. Es también un personaje de la historia, y esto me encanta, es muy quijotesco. Para mí, las novelas son personajes, nunca me siento sola cuando voy acompañada por una de ellas. Hay una contraposición entre las maternidades de la autora, Louise Cassidy Feldman, y la de Madeline Frances. La segunda ha creado a un ser humano que la está haciendo desaparecer en la familia, y Louise ha desaparecido como autora porque su criatura literaria, La señora Potter no es exactamente Santa Claus, es más grande que ella. Es alguien que no importa ya lo que escriba, porque siempre va a ser la autora de un libro que la ha matado, de una obra que urdió para sentirse reconocida por sus padres. Luego, ella misma es la que no reconoce a su hija. Es un juego dentro del espejo de la ficción.
Sí, la novela, de hecho, queda descrita casi como un arma de destrucción masiva. ¿Cómo ha escapado usted de esta?
Me ha costado. Las anotaciones finales del diario son terroríficas. La última dice: «Se acabó. No puedo parar de llorar».
Siempre he mirado con admiración, pero también con cierta envidia, su capacidad para asumir el periodismo, la escritura y la maternidad. Leo que lo logra escribiendo al menos una página de ficción al día.
Para mí la escritura es una enfermedad. Si no escribo, es como si ese día no hubiera existido. Siempre tengo que estar en contacto con ese otro mundo que alimento a diario. Lo que hago es vivir muy poco: leo, escribo, soy madre de mis hijos y mujer de mi marido, no hago cosas que la gente normal hace. La página diaria es mi zona de juego, como subir a por aire, el tiempo que otros dedican, no sé, a pilates.
¿El periodismo es ayudante u oponente cuando se mete una a novelista?
En mi caso, ser madre ha separado esa parte inicial de curro, hasta las 4, 5 o 6 de la tarde, de la parte de la noche, que es para mí la de jugar. Entre una y otra, estoy con mis hijos. Por otro lado, el periodismo me ha permitido asistir a clases particulares con escritores, porque además siempre les pregunto por sus técnicas. Es un oficio que te expone a un montón de situaciones privilegiadas, a una vida que de otra forma no tendrías. Es algo que he echado de menos con la pandemia…
«Para mí la escritura es una enfermedad. Si un día no escribo, es como si ese día no hubiera existido»
La pena es que no es solo la pandemia ya. Estamos cada vez más abocados a un periodismo de mesa de camilla. Y vaya si pierden las entrevistas cuando no son en persona.
Se pierde todo. Y los mails ya son la antientrevista, es como no haber estado con nadie. Retomando lo de antes, entiendo lo que dices de que el periodismo ocupa mucho espacio. Es tan fascinante lo que has hecho un día cualquiera, o de pronto ha pasado algo a última hora que te ha comido el final de la tarde… Es cierto, la literatura es algo que dejas para después, pero te está esperando siempre como un perrito faldero pase lo que pase.
Aprecio de su novela la presencia de la propia autora a través de interrupciones, paréntesis, cursivas, corchetes… Un recurso que, a la vez, hace al lector más partícipe y poderoso.
Tengo cada vez más la sensación de que hay una música interna en la literatura, le veo un sentido a la narración, es como un baile. La idea de los paréntesis me encanta, el relato con ellos se autointerrumpe, es dudoso… Todo esto viene de los autores que me gustaron desde los inicios, Bukowski, Robert Coover… y el propio Stephen King juega mucho a ser un narrador que como lector te da algo más, te marca una frase en cursiva antes de exponerte la realidad. Esa dinámica lúdica es divertida para mí como escritora y como lectora. Es el disfrute de verte dentro de la historia, de sentir que no solo estás mirando sino creando, porque el mismo hecho de que no haya nada real, te obliga a imaginarlo, a ser muy activa.
Asistimos hoy a un torrente de narrativa sobre la maternidad. Me gusta mucho el enfoque que le ha dado al tema. Lo primero que somos en la vida es el hijo o la hija de alguien y en su obra hay mucha reflexión sobre este asunto, sobre cómo nos marca el origen, y también sobre cómo anhelamos escapar de los orígenes. A la vez, tiene este libro una vocación de entender a los padres para perdonarlos y, desde ahí, perdonarnos.
De hecho, la novela fue al comienzo una historia sobre cambiar el origen. Lo que le pasaba a Billy es que recibía la casa de su tía en herencia. Ella era una persona a la que había querido más que a su madre, y con ello él está manifestando un deseo de querer cambiar su origen. En todo el libro hablo de quiénes somos según el punto del que partimos. Tú lo has dicho, cuando apareces en el mundo estás en deuda con tus padres. Es una historia sobre la necesidad de que los padres te reconozcan y te respeten. Y La Señora Potter…, como novela, también lo es.
«Cuando apareces en el mundo estás en deuda con tu origen. Esta es una historia sobre la necesidad de que los padres te reconozcan y te respeten»
Al final, lo que esperas del dios que te ha creado es que te diga: «Estupendo. Seas lo que seas, soy feliz con lo que vas a ser». Es un tema recurrente en la ficción, lo he visto en Richard Ford, por ejemplo, pero también en otros formatos, como la serie televisiva Las chicas Gilmore, que habla de dos tipos de madres muy distintas, y que está muy presente en mi libro. Una madre que espera mucho de la hija y que convierte a esa hija en una persona insegura, y luego esa otra hija que, al ser madre, quiere irse al polo opuesto y acaba creando una hija que es más responsable que ella misma. Es fascinante cómo ella es hija para su propia madre y para su propia hija. Alison Bechdel también lo explica muy bien en ¿Eres mi madre? Es un tema que se ha tratado poco y que me interesa muchísimo, porque el primer lugar que ocupamos en el mundo es en relación a nuestros padres y esto nos marca en todas las relaciones que establecemos en la vida, todo está muy vinculado a lo que han esperado de nosotros desde niños y a si nos han respetado o no. A veces te revuelves contra eso; otras, te mantienes sumiso, y entonces te quedas atrapado como algunos personajes de la novela.
Quería por último preguntarle por la idea del pueblo, del microuniverso encerrado en Kimberly Clark Weymouth. De Amanece, que no es poco a las propias Chicas Gilmore o el Springfield de Los Simpsons… Es un recurso muy agradecido el de la localidad convertida en personaje, el del lugar donde cada uno tiene un papel.
Llevo 14 años residiendo en un pueblo y se nota que vivo condicionada por el espacio que ocupo y también por la idea de aldea global en la que vivimos. Ojo con la redes, que son un pueblo donde todo el mundo sabe de todo el mundo. Todos piensan cosas de ti, te prejuzgan mucho más…
Pingback: «Damas, caballeros y planetas», de Laura Fernández