Ficción

Demasiado tarde, siempre

 

Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciésemos tantas veces el amor la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la inmovilidad. (…) pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota.

JULIO CORTÁZAR, Rayuela

La tinta que tots dos vam estalviar-nos
la gasto ara per dir-te
que plou, que fa fred,
que res no abriga prou,
que l’hivern és com equivocar-se.

MANUEL FORCANO, Corint

 

De la foto de Carol tendría que haber hablado después de otras cosas que le dieran más sentido, aunque tal vez por algo asomó así, sin quererlo, al colocar los libros en la estantería tras la mudanza. Acababa de trasladarme a París y el apartamento de la rue Martel era como lo recordaba de aquella tarde a principios del 83, aunque no podía asegurar que mi memoria fuese más fiel a lo vivido que a las instantáneas que tantas veces había revisado desde entonces. La foto —que había tomado en la Gare de Lyon la primera y última vez que nos vimos— la tenía extraviada desde hacía tiempo y dejé de buscarla al darme cuenta de que no me hacía falta, puesto que la recordaba con detalle y sin hacer ningún esfuerzo. Nada en ella revelaba los treinta y uno que calculo que Carol había de tener en aquella época; incluso al enfrentarse a la muerte, pocos años después, debió de seguir pareciendo un chiquillo: el pelo corto, el cuello largo, la mirada traviesa de ojos risueños, la sonrisa franca pero reservada, el adiós, gracias por todo en la punta de la lengua. Soñé varias veces con aquella joven del hoyuelo y sigo haciéndolo ahora cuando, sin proponérmelo, algo me advierte de que peligra el recuerdo de sus pómulos altos, la nuca despejada, el entusiasmo en la voz, el cuerpo menudo que me hubiese gustado levantar en volandas para comprobar si era tan liviano como se me ha antojado siempre desde entonces.

Había coincidido la llamada de la que sería mi casera con una situación sin futuro en Barcelona. El piso estaba, por fin, desocupado; tenía, eso sí, no más de un par de días para decidirme: debía entender aquello como una deferencia por su parte porque me había tomado cariño a pesar –o quizá a causa– de mi infatigable insistencia. El precio me pareció muy por encima de lo razonable; aun así, cancelé mis clases sin dar explicaciones, regalé lo superfluo, metí los libros en cajas –a excepción de los más queridos, por los que pagué en el aeropuerto el impuesto revolucionario del sobrepeso– y me preparé para cerrar mi casa hasta nueva orden.

8 de enero de 2014

Estoy viviendo todavía en un piso vacío. La mayoría de libros están por llegar; las paredes no han aprendido a amortiguar el ruido de mis pasos.

Despierto con la luz que entra por los ventanales aún desprovistos de cortinas. Al principio todo marcha bien; nada hace presagiar la broma cínica que ha empezado a gestarse en mi interior y acecha para dejarse caer pasados unos segundos de gracia. La conciencia despierta como un cuerpo apaleado: permanezco inmóvil, incapaz de zafarme de los pensamientos que se presentan como hienas a traerme un vacío en el estómago que casi da vértigo. He vuelto a entregarme a la evasión del sueño cerrando los ojos a sus efectos secundarios, a la dolorosa constatación de las mañanas, al peso de una huida que no me enorgullece. Y he caído, de nuevo, en la trampa: no hay horas de vigilia peores que esos segundos de realidad agolpándose. El sol de invierno entibia tu almohada intacta y le confiere el calor de un cuerpo ausente. El edredón pesa como una manta empapada.

Las mañanas se sienten frías. Ayer compré una cafetera para el desayuno y algunos utensilios de cocina que han de servirme para lo más básico. Cocinar ayudaría, lo sé bien; hay un mercado no muy lejos. Tal vez lo visite en el futuro.

10 de enero de 2014

Me he aficionado a dar paseos literarios. Camino para no tener que usar el metro; el hedor a orines me obliga a respirar a través de la bufanda y me siento vencer por la claustrofobia en los pasillos angostos. Hace un par de días tracé una ruta que podría acabar convirtiendo, precisamente, en rutinaria: de camino al Boulevard Saint-Germain entro en La Hune para sacudirme el frío que arrastro desde el Pont des Arts. Paso luego por L’Écume des Pages antes de acercarme a Gallimard, donde la calefacción está siempre tan alta que uno tiene que quitarse el abrigo. Curioseo entre las novedades y me dirijo a Saint-Sulpice haciendo un alto en Pierre Hermé, cuya pastelería ha demostrado ser un antídoto contra las nostalgias. Elijo un banco y me siento a inventariar la vida emulando a Perec, cubierto de migas de un croissant de mantequilla que me lleva a olvidarme de ti por un momento. A veces me siento a esperarte en la plaza, leyendo-un-libro-más. Otras sigo andando sin buscarte, como si de verdad supiese que voy a encontrarte delante de una vidriera, al doblar una esquina, en esta ciudad a la que ni siquiera perteneces.

12 de enero de 2014

Hay en París un puñado de librerías abiertas en domingo, mañana y tarde. Me pregunto si existe algún estudio —hoy en día existen estudios para todo— que demuestre hasta qué punto son más efectivas contra la angustia dominical que cualquier teléfono de la esperanza.

Alguien debería subvencionar a esos libreros.

16 de enero de 2014

Salí en busca de placas conmemorativas. Algunas estaban ya en la ruta que había trazado mentalmente —el portal de Scott y Zelda, la buhardilla de Duras y Vila-Matas, en el 5 de la rue Saint-Benoît, el discreto jardín interior del edificio donde Toklas preparaba para Stein su dulce de hachís en las tardes lluviosas— y otras iban apareciendo como por casualidad, alimentando sin querer el entusiasmo de la mitomanía. A cada nuevo descubrimiento me asaltaban las ganas de llamarte a Barcelona (¿Què feies? ¿Com estàs?) olvidando que ha pasado ya demasiado tiempo como para fingir que no ha ocurrido nada.

Por la tarde me he acercado al barrio latino. Todavía llevo mapa; me muevo como un turista pese a querer sentirme residente. Busqué la buhardilla de Hemingway —L’important, habías dicho un día, no era el lloc on vivia, sinó el que veia des de la seva finestra— y fotografié para ti el edificio al otro lado de la calle. Me colé en el callejón que conduce al portal de Joyce antes de sentarme a comer en el edificio donde Verlaine, donde Hemingway. Busqué sin suerte la casa donde Sartre. Volví al Boulevard Saint-Germain y me senté en el Flore por matar la tarde. Per què no véns, Neus; passem aquí els dies que ens queden. Al llegar la cuenta comprobé que debo buscar la forma de empezar a generar ingresos. Al fin y al cabo, París es mi nuevo hogar.

21 de enero de 2014

Encontré Rayuela, en español, en la caja de latón de una bouquiniste del Sena; lo compré sin dudarlo y decidí dar un rodeo antes de volver a casa. Anduve la rue de Babylone —todos los edificios pudieron haber albergado El Club de la Serpiente— antes de volver, convertido en un híbrido de flâneur e intelectual de sobaco que acaso te hubiese hecho reír, por la rue de Seine hasta Quai de Conti. No encontré a la Maga, ni a Carol, ni tampoco a ti, que desde que te adelantaste a la quimioterapia cortándote el pelo à la garçonne te convertiste en un chiquillo casi igual que ella.

A Carol la invité a tomar un café en la misma Gare de Lyon el día en que la conocí. Habíamos pasado parte del viaje sin mediar palabra, ella empleando el tiempo en corregir unas cuartillas y yo simulando leer a Borges mientras trataba de atisbar algo por encima de su hombro. Cuando finalmente me atreví a preguntarle aclaró que no escribía —»al menos para publicar»— y que el texto pertenecía a su compañero, un escritor con quien luego supe que llevaba viviendo algunos meses. Congeniamos enseguida; un amigo debía recogerme en la estación algo más tarde y, aunque pareció dudar al principio, acabó aceptando la invitación para sentarse conmigo y acompañarme en la espera. En aquel café le tomé la fotografía poco antes de su partida. No reparé en su bolsa olvidada hasta mucho más tarde, al levantarme para saludar a Étienne; por alguna razón decidí entonces actuar como si fuese mía y evitar explicaciones. Ya en la buhardilla que ambos compartíamos, vacié su contenido con la esperanza de encontrar alguna pista para dar con su dueña. No había más que el billete de tren, un boli barato, una cajita de pastillas de regaliz y una carpeta verde con cantoneras metálicas, ceñida por una goma naranja. En su interior, las hojas mecanografiadas que había visto aquella tarde, corregidas con la caligrafía pulcra y redondeada de la mujer que no volvería a ver.

30 de enero de 2014

Llueve a gritos; llegué a casa empapado. Quise gritar también tu nombre, dejar que se mezclase con el agua, fingir que ignoro que me separa de ti una triste llamada telefónica.

5 de febrero de 2014

Repican las campanas de Saint-Sulpice (a rebato, sin duda). Seis palomas se arremolinan en torno a las migas que acabo de sacudirme. Dos ancianos discuten un par de bancos más allá. Una mujer de pelo negro y raíces canas ha dejado la compra en el suelo (el contenido de las bolsas se desparrama un poco) mientras conversa con otra.

Empieza a caer una lluvia fina que no empapa (un abuelo y dos mujeres con paraguas, ninguno de ellos abierto; catorce personas sin paraguas).

De la panadería llega olor a pan recién horneado. Suena una sirena de bomberos. Dos clochards, un músico callejero cantando Imagine. Varias monedas de cincuenta en la funda raída de la guitarra, algunas monedas de diez y de veinte; un par de euros, un billete de cinco que estratégicamente ha colocado el músico al llegar.

Hace frío. Saint-Sulpice sería un lugar ya agotado si no fuese por los croissants glaseados de rosa con relleno de frambuesa y pasta de almendras.

(Cada día te pareces más a Carol: aun sin volver a verte puedo estar seguro.)

Fue a raíz de la muerte de Carol cuando conocí su relación con Cortázar. Étienne me enviaba revistas literarias a través de un amigo común; hojeándolas, una tarde, me topé con un artículo sobre Los autonautas de la cosmopista. Mostraba una foto, que aún conservo, de la pareja sentada en un sofá; ella mirándolo, él con barba de guerrillero en lucha y los ojos fijos en algún punto del pavimento, sorprendido en plena explicación. Su brazo por detrás de la nuca de ella, las manos izquierdas entrelazadas.

Al reconocerla en la foto el corazón me dio el vuelco de las situaciones sin remedio. Solo alcancé a leer el titular. Lloré y salí a la calle sin chaqueta y dando un portazo, o quizá no lloré, quizá solo tuve ganas y no supe cómo hacerlo. Volví a casa helado, ya de noche, para descubrir, con la lectura del artículo, que la muerte de Carol había sido consecuencia de una penosa enfermedad. Había emprendido un viaje con Julio que pensaban convertir en libro; tuvo que terminarlo él después de su muerte.

Compré un billete para París pocos días después. Tenía entonces 25 años; Julio estaba casi en los 70. Sylvie —una amiga de Étienne de sonrisa diastémica a lo Birkin, a quien empezaron a parar por la calle en cuanto copió el flequillo de la actriz— había conseguido averiguar su dirección; Étienne, que por entonces vivía en Grenoble, me había llamado la noche anterior para darme sus señas. Una tarde de principios de diciembre —sin imaginar que iba a pillarlo por los pelos, pues luego supe que en esos días tenía planeado volar a Argentina después de un exilio de años— me presenté, con el estómago vacío y el valor justo, en la puerta del inmueble de la rue Martel donde ahora vivo. Llevaba horas deambulando por las inmediaciones del Canal Saint-Martin, esperando algo que sabía a ciencia cierta que no iba a suceder: que la casualidad hiciese aparecer a Cortázar al doblar cualquier esquina. El tren de vuelta salía esa misma noche; recuerdo haber apurado el tiempo hasta que fue preciso decidirse.

Tardé varios minutos en atreverme a llamar. Al otro lado de la puerta sonaba la trompeta de Satchmo en Don’t you play me cheap; yo me decía que tenía que calmarme mientras notaba el pulso desbocarse a sus anchas y un temblor extendiéndose hacia las extremidades que se incrementaba al tratar de bloquear las articulaciones. Cesó la música; resolví enseguida, por si acaso, aprovechar el momento de silencio para tocar el timbre. Empezó otra pieza mientras oía descorrer el cerrojo. Acerqué la carpeta al cuerpo para evitar que delatara mis temblores.

Abrió un hombre de extremidades excesivas, como una Alicia que hubiese mordido una seta mágica. Me traicioné, saltándome el discurso que tanto me había repetido, y le solté mi historia sin orden ni concierto, mientras temía lo peor. Reconoció la carpeta y me invitó a pasar. Me ofreció un butacón de terciopelo verde que conservaba todavía el calor de su cuerpo; ocupó él la silla giratoria situada frente a la mesa de trabajo.

Mantuvimos una conversación en la que al principio participé maquinalmente. Desviaban mi atención los detalles que conformaban su presencia física: la vibración líquida de sus erres, el cigarrillo empequeñecido por sus dedos, las manos dibujando la cadencia arrastrada de los finales de frase como los pies de un tanguero paseando por la milonga a la mujer más codiciada. Me pareció un Dorian Gray recién ingresado en los cincuenta: poco había que pudiese delatar su verdadera edad, acaso las bolsas bajo los ojos o las gafas de pasta que agrandaban su mirada. Advertí que sus ojos, muy separados y algo estrábicos, funcionaban sin tenerse en consideración: al amparo de unas cejas inquisitivas, casi continuas, preguntaban sin necesidad de articular palabra con la clarividencia de madame Léonie.

(No me costó entonces aguantar su mirada. Hoy no hubiese sabido hacerlo sin romperme: hubiese tratado de justificarme, hubiese citado a Oliveira diciendo que vale más renunciar porque la renuncia a la acción es la protesta misma y no su máscara. Hubiese querido escapar, una vez más.)

No sabía yo que el final para él era inminente, que tenía por delante dos meses escasos de vida, que la pena en la que andaba sumido pudo haber precipitado el fin. Me pareció que transitaba por las nostalgias de la rutina arrastrando una tristeza de la que escapaba en ocasiones contadas. Tal vez por ello, porque mi visita tenía algo de evasión, me había recibido con una calidez que parecía reservada a los allegados: solo un extraño podía servir en su propósito de sincerarse para soltar el lastre de la pena.

Carol había muerto hacía poco más de un año. Cortázar había vivido los últimos meses junto a ella consciente de que cada día era una prórroga ante la despedida inevitable. El viaje a Marsella había sido un intento estéril: ahora que se veía terminando solo la aventura, ya nada parecía importar demasiado. «Se me fue de entre las manos; un hilito de agua». No supe entender entonces el valor que se requiere para permanecer junto a quien tiene las horas contadas. Cortázar ni siquiera pensó en la posibilidad de la huida: hoy tengo una razón de más para admirarlo.

Me despedí sin atreverme a pedirle que me firmase Deshoras, a pesar de sentirme falto de excusas que pudiesen justificar otra visita. De camino a la calle, arrastrado por la marea de la euforia, reparé en un parterre sembrado de helechos en el patio interior del edificio. Me agaché para arrancar uno de sus tallos: la misma lluvia que un día mojó a Julio, antes y después de Carol, había alimentado sus raíces. Pensé en el engaño del verso de Eliot: el mes más cruel es el de la nostalgia.

8 de febrero de 2014

Ha nevado en París. Quise subir a Montmartre a ver la ciudad en blanco; casi me rompo el cuello al patinar en un peldaño de la escalinata que parte de la rue Ronsard. Aun así, continué subiendo hasta tener la ciudad a mis pies. La vuelta, pese a ir de bajada, se me hizo larga; la ventisca se mezclaba con el frío marmóreo de tu nombre.

11 de febrero de 2014

Mañana se cumplen 30 años de la muerte de Cortázar. Me senté a leer el cuento que hace décadas copié de la carpeta verde —correcciones incluidas— y compré dos rosas rojas de camino a Montparnasse en una floristería regentada por orientales. Fue un acierto acercarme un día antes: no quería compartir mi visita con turistas en ruta necrófila y, por un rato, pude estar en silencio junto a los dos.

De camino a la salida, con el tacto helado de sus nombres aún en las yemas de los dedos, encontré un par de guantes extraviados sobre el asfalto de la avenida principal.

4.
Creo que no te quiero,
que solamente quiero la imposibilidad
tan obvia de quererte
como la mano izquierda
enamorada de ese guante
que vive en la derecha.

(La tragedia de perder un guante, uno solo, es que el otro se convierte de improviso en tan accesorio como inútil.)

Llegué a casa. La escalera olía a comida. Bajé a la calle, me acerqué hasta el mercado y volví a subir con dos bolsas llenas. Me senté a comer, a media tarde, un plato que yo mismo preparé.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Marta Carnicero (Barcelona, 1974) es ingeniera industrial y profesora. Ha publicado El cielo según Google y Coníferas, ambas en la editorial Acantilado. En breve presentará su tercera novela en ese mismo sello.

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