Si nos preguntaran qué haremos en el esperado verano o qué libro o libros nos llevaríamos para gozar de unos días de holganza, responderíamos tajantes, como el lema que luce la camiseta que nos regaló la revista Jot Down: «Estado civil: No a todo«.
Se da por hecho lo que en verdad ha dejado de ser un hecho. A saber: que el verano es una época sensible y disfrutable y, en armonía con Vivaldi, que leemos con avidez desde la aurora hasta el ocaso cárdeno del sol. Los que hemos entrado ya en fase de melancolía huraña recelamos de todo punto común. Si acaso los libros nos ayudan a no salir del eremitorio y a creer que la infame serie El Ministerio del Tiempo no era tan mala y por eso nos ha llevado al siglo IV con los padres del desierto.
Nos gusta pensar que el verano (el del olor a higuerón, a mar, a sexo para principiantes) nos hace repensar, detener el ritmo, abrevar en nuestros adentros. Quizá hubo un tiempo en que pudimos hacerlo, tal y como quería el tuberculoso Stevenson, con solo un cielo sobre la cabeza y un camino bajo los pies. Pero el verano ha dejado de ser el verano. Escama por escama, el tiempo todo lo deconstruye. El verano ya casi no huele a nada. No hay héroes y la odisea de Homero es un burdo naufragio.
Sentimos tocar a duelo funeral cuando agosto empieza. Pero tocamos a duelo de campanas, a tañido de hierro fundido en la fragua de Vulcano. Lo hacemos porque, como todos los años, uno asocia el verano con la parca y los sepelios de familiares o allegados. Se mueren igualmente los que de algún modo han formado parte de la familia también. Los sentimos más nuestros porque nunca los hemos conocido. Falleció el profesor y crítico de arte de Diario de Sevilla, Juan Bosco Díaz-Urmeneta. Acaba uno de enterarse que ha fallecido también el erudito y editor italiano Roberto Calasso tras «una larga enfermedad». No sabemos en qué exacto momento de nuestras vidas ocurrió. Pero el verano se ha ido convirtiendo también en esto mismo, en una larga enfermedad, en un estado terminal del tiempo. «Hemos tenido nuestro verano», le dijo moribunda Marisa Madieri a su pareja Claudio Magris, en la antesala ya umbrosa de su muerte.
Que Don Claudio nos perdone, pero siempre que fallece algún escritor que nos ha acompañado durante años de lecturas, de silencios alimenticios, nos aliviamos pensando que el autor de El Danubio aún vive. Con la edad, las mesitas de noche se van convirtiendo en una especie de catafalco. Depositamos sobre ellas lo que tenemos de heredad y de regalía para los que vengan después. La Biblia, como El Danubio, figura entre los depósitos que legaremos (incluidos los orfidales).
A estas alturas da una pereza tremenda asociar el verano a la lectura. Nos obligan a escoger los libros con los que iremos haciendo la digestión de las horas sobrantes. Por aquello de la alegría que da escuchar el tañido del verano, he escogido como lectura la Enciclopedia de los muertos, de Danilo Kiš. Entre otras cosas, sentimos curiosidad por ver si figuramos en alguna que otra entrada. Como lectores desordenados que somos, seguro que daremos por muerta e inhumada a la Enciclopedia de los muertos y acabaremos atraídos por algún que otro título azaroso.
Lleva uno más de un cuarto de siglo aconsejando lecturas en suplementos y revistas culturales. Pero en el momento de la verdad ocurren dos hechos fastidiosísimos: 1) Nos fastidia que alguien en persona nos pida consejo sobre qué libro debiera leer en verano. 2) Nos fastidia elegir un libro hasta para nosotros mismos, lo que denuncia al falso consejero de libros que somos. El verano desnuda la estafa que nos ocupa el resto del año.
Debe ser verdad el otro lema que lleva a gala Radio 3 de RNE: «Eres lo que escuchas». En nuestro caso uno se diría para sí: «Eres lo que lees». Pero el problema es que a menudo no nos da la gana de compartir ni hablar de las lecturas que nos hacen ser como somos. En cambio, con la música no nos importa compartir gustos, hallazgos o redescubrimientos. La literatura, lo que tiene de intimidad y abrigo, nos resulta distinta y distante. Soy lo que leo y no tengo necesidad de compartirlo.
La melancolía huraña tiene estas cosas. Quizá sea que el verano en su apogeo de agosto nos pone de mal humor o, al menos, nos pone en alerta. Estaremos atentos al siguiente funeral, sin descartar el propio. Incluso por la carretera que con suerte nos llevará a playas huérfanas o a pueblecitos de la cansina España vacía, hallaremos mientras tanto los restos mortales de las mascotas del verano. En los arcenes veremos perros y liebres atropellados o machacados y planos como unos siniestros dibujos animados. Por el espejo retrovisor nos seguiremos fijando en los despojos, haciéndoles la autopsia, como si leyéramos algún pasaje de Intemperie, de Jesús Carrasco. Esto no significa que queramos compartir nada. Empecemos de nuevo por el principio: «Verano y libros: no a todo».
Javier González-Cotta es editor y fundador de Revista MERCURIO.
Estupendo editorial. No, el verano no es lo que era. Las lecturas, cierto, son demasiado íntimas para compartirlas. Susurran secretos que solo uno desentraña y que no apetece divulgar. Jamás, ni cuando leía Los Cinco, le he peguntado a nadie qué libro leo.