Ese día, como todos los otros, Franz Kafka había salido a pasear por las calles de Berlín, la capital de un país herido por la derrota dura en la Gran Guerra. Hacía solo cuatro años que más de cincuenta países se habían reunido en Versalles para firmar un tratado en el que decidieron que los costos de aquellos 60 meses de lucha debían ser pagados por el gran perdedor, Alemania, que además tendría que indemnizar a los ganadores. Era el pueblo alemán el que debería pagar con su trabajo, su hambre y sus billetes sin valor.
En 1919 podía comprarse una libra de pan por 0,28 marcos; para 1923, en cambio, había que juntar 220.000.000 de marcos para conseguir lo mismo. Y no siempre se lograba. No sabemos qué producía en Kafka la irrealidad vertiginosa de esos doscientos veinte millones porque los diarios que escribió durante ese tiempo se los llevó la Gestapo y nunca se encontraron, pero es probable que no hablara del costo de la libra de pan; después de todo, el mundo exterior nunca le interesó como tema.
Así estaba Alemania por esos días de 1923 cuando Franz Kafka se puso uno de sus trajes hechos a medida por un sastre, colgó con cuidado su reloj —el único objeto mecánico que no solo soportaba sino que amaba— en el bolsillo, enderezó la corbata, se caló el sombrero y salió a dar un paseo por Berlín. A poco de andar, mientras cruzaba en diagonal el parque de Steglitz, escuchó un llanto triste y fue hacia él: era una niña que, entre hipos, le contó que había perdido a su muñeca. La había buscado acá y allá y nada, no hubo caso, no aparecía por ninguna parte. Kafka se sentó a su lado, la escuchó y la vio indagar con la mirada sin apartar la vista de ella, porque él sabía dónde estaba:
— Tu muñeca tan solo está haciendo un viaje. Lo sé. Me ha enviado una carta.
— ¿La has traído?
— No, la he dejado en casa, pero mañana te la traeré.
El hombre del sombrero volvería al otro día a la misma hora para mostrarle la carta que la muñeca le había escrito a la niña, que ahora estaba más curiosa que apenada. Entonces postergó el paseo, volvió sobre sus pasos y se apuró todo lo que pudo para llegar a casa porque tenía una tarea.
Hace apenas unos meses que está viviendo aquí, en Berlín, que es una ciudad devastada pero es también la ciudad de sus sueños. Todos sus años en Praga, todos sus cuarenta años de vida, Kafka los había pasado añorando irse de ahí; no era que la odiara, pero Praga era para él la ciudad de su familia y de ese padre del que no se podía liberar. Quería viajar. Después de todo, el viaje como utopía y la idea de otro lugar como el paraíso al que queremos llegar es una constante de nuestra especie, y Kafka siempre fue o quiso ser un tipo común. Muchos años antes había fantaseado con un extranjero más radical: quería irse a Brasil o a Venezuela, quería experimentar esa sensación de sentirse fuera de lugar. Pero Berlín es otra cosa, es la ciudad que había elegido como casa propia, así como había elegido el idioma alemán para alojar su escritura; por eso, cuando en 1922 por fin se jubiló en la empresa de seguros en la que trabajó toda su vida, lo primero que hizo fue irse de Praga y un día, en una playa, conoció a Dora. Ella tenía 25, él 40, y a los tres meses se instalaron juntos en Berlín. Dora y Berlín eran su oportunidad de ser lo que siempre había soñado: un hombre normal que escribe.
Durante los primeros meses en que vivieron juntos, Dora y Franz fantaseaban con la idea de irse a vivir a Tel Aviv para abrir un restaurante. El destino y el comercio eran idea de Dora, quien finalmente terminará abriendo una casa de comidas en Londres pero eso será mucho después, cuando la Segunda Guerra termine y Kafka lleve más de 20 años muerto. Las expectativas de él, en cambio, estaban centradas en la mirada de escritor: iba a ser camarero en el local, iba a observar a la gente sin ser visto, iba a estar en medio de una vida cotidiana, iba a ser por fin un tipo normal que por las noches vuelve a su casa y se sienta a escribir. Porque si Franz Kafka no está escribiendo, siente que le falta el aire.
Ese día llegó a la casa y se puso a trabajar en la carta de la muñeca con toda seriedad, como si se tratara de escribir una obra, y se sentó frente al escritorio con el mismo estado de tensión que tenía cada vez que entraba en estado de escritura. Encendió la lámpara. La noche anterior había estado manipulando la mecha; era algo que siempre le gustaba hacer, ver la llama jugar, dejándose llevar por los golpes de aire mientras él la miraba y descubría nuevas posibilidades en ese hilo de luz. Esa lámpara la tuvieron que comprar cuando la casera les reprochó el uso de la luz eléctrica. «Es que Franz se queda toda la noche escribiendo», quiso argumentar Dora pero no hubo caso, la economía no estaba como para derroches: «Un litro de leche cuesta 70.000 marcos, ni hablar de una hogaza de pan»; por eso fue y le compró una lámpara de petróleo para que él pudiera seguir con la escritura nocturna, a su ritmo. Desde hace años las noches, la lámpara, una mujer y su escritura forman un conjunto incierto que lo inquieta. Cuando se carteaba a diario con Felice Bauer le había mandado un poema chino en el que una mujer le arrebata la lámpara a su esposo porque se ha hecho demasiado tarde. Kafka proyecta en esa imagen el destino de una futura relación con Felice: ella será una esposa que demandará estar con él por las noches, apagará su lámpara y le impedirá escribir.
«Una vez me dijiste que te gustaría estar sentada a mi lado mientras escribo; pero date cuenta de que en tal caso no sería capaz de escribir […] nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe […] nunca puede uno rodearse de bastante silencio […] la noche resulta poco nocturna, incluso».
Pero eso era con Felice, a la distancia. Después vendría Milena y las otras cartas famosas. Las dos —sentía él— competían con su escritura, no podía tenerlas cerca. En cambio Dora está aquí y ha salido a comprarle una lámpara a querosén para permitirle unas noches levemente iluminadas (lo más nocturnas posibles).
Franz encendía la lámpara, el reflejo era suave y estaba vivo, moviéndose, y su pluma seguía el ritmo de sus obsesiones. A veces escribía catorce días seguidos, sin parar, y eran los días completos, también con sus noches, como raptos que le venían después de un estado de introspección en el que había quedado sumido: no comía, no hablaba, deambulaba en silencio hasta que se metía de lleno en esa cueva con la que había soñado toda su vida (una cueva en la que él escribiría, así lo imaginaba, y solo le acercarían comida como hacían los familiares de Gregor Samsa, se la dejarían en la puerta para no interrumpirlo). Cada vez que salía de su cueva el gesto tenso ya había desaparecido de su cara, resurgía con una sonrisa franca y las facciones distendidas, entonces se acercaba a Dora, tal vez la besaba, satisfecho, y le leía en voz alta lo que le había llevado toda la noche o toda la semana escribir. Se reía de sus propias ocurrencias, alzaba la voz y se lo veía relajado: «¡Me gustaría saber si me he librado de los fantasmas!», decía por fin. Porque Kafka escribía para liberarse de sus fantasmas, esos espectros que lo atormentaban en Praga y que eran todo lo que había vivido antes de Berlín.
Hoy dispone de unas horas por la noche para escribir una carta de muñeca que tal vez preserve a una niña de la decepción; quiere calmarla pero también siente una compulsión escritora: le dará una historia en la que cobijarse, un orden para el caos, un sentido a la pérdida. Se puso a trabajar en su mentira para convertirla en verdad, en esa verdad que solo es capaz de nacer de la ficción. Dora cierra la puerta para dejarlo con su lámpara, lo conoce hace pocos meses pero parece entenderlo más que nadie y comprende por qué este hombre de cuerpo débil y enfermo es capaz de dedicarle tantas horas de su vida a escribir cartas de muñeca. El hombre que vino a Berlín para dejar de ser un diletante y convertirse en escritor profesional, toma papel y pluma para darle a una niña desconocida una historia con la cual vivir.
Cuando al otro día Kafka llegó al mismo banco en el parque, encontró a la niña sentada en él esperando la carta que le había enviado su muñeca y, como no sabía leer, el señor del sombrero deberá hacerlo. Ella no lo sabía, pero le estaba dando la posibilidad de hacer una de las cosas que más le gustaba: leer en voz alta. Entonces escuchó las explicaciones de su muñeca: que estaba un poco cansada de vivir siempre en el mismo lugar, que a veces las familias la agobian a una y que estaba necesitando un cambio de aire. Por eso se había ido, porque anhelaba otros rumbos aunque la seguía queriendo a ella con todo su amor de muñeca, y antes de despedirse prometió escribirle todos los días para mantenerla al tanto de su nueva vida allá afuera. El escritor estaba hipotecando algunas de sus noches. La niña lo escuchó con toda su atención, como hacía Dora cuando él le leía en voz alta cuentos de Andersen y de los hermanos Grimm, algunas veces a Goethe; como lo había escuchado tantas veces su amigo Max Brod, que no podía creer cómo Franz se desternillaba de la risa por las cosas que hacía que le pasaran al pobre señor K en sus relatos.
Y así fue como dedicó tres semanas a escribir la correspondencia diaria de una muñeca que estaba abandonando a una niña, fue delineando la historia y construyendo evidencia para su ficción. En alguna carta se detenía a contarle alguna aventura que estaba viviendo, incluía detalles, algunas bromas, alguna reflexión que daba cuenta de la rapidez con la que estaba creciendo, deprisa, como crecen y maduran las muñecas: fue al colegio, conoció amigos, recorrió el mundo y aun así asegura seguir queriéndola como antes. Con los días y las cartas, la niña ya se había olvidado por completo de haberla perdido, ahora estaba ansiosa por conocer el destino de una muñeca que se había convertido en su amiga; el sustituto de su juguete era un personaje tan real como cercano y cada día se quedaba con ganas de saber más. La muñeca fue comentándole las nuevas obligaciones que tenía en su nueva vida, lo difícil que sería retomar una vida en común. Mientras, la niña escuchaba y reflexionaba y comprendía que su amiga ya estaba muy grande y debía seguir su destino en otro lado.
Cada tarde, a la vuelta del parque, Franz le contaba todo a Dora y a medida que fueron pasando los días, junto con los detalles sobre los encuentros en el parque, fueron apareciendo las preocupaciones: ¿cómo terminar esa historia? Quería un final significativo, un cierre narrativo que pusiera orden al caos provocado por un juguete perdido: todo va a terminar con una gran boda. Al otro día la niña escuchó hablar del prometido, de la fiesta de compromiso y de todos los preparativos del casamiento.
Con Felice Bauer, Kafka había hechos planes de boda y los había anulado, con Milena nunca hubo planes ni casi tampoco encuentros; con Dora, ni planes ni boda ni cartas hicieron falta: llegaron una tarde a Berlín con algunos objetos y buscaron una casa donde vivir juntos. En la primera les dijeron que no podían quedarse si no estaban casados, entonces buscaron otra.
Cuando Kafka termina de leer la descripción minuciosa de la fiesta, de la casa y del esposo de la muñeca, la niña ya estaba preparada para escuchar lo último que su amiga tenía para decirle, que la quería mucho, sin embargo “Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos”.
Y así concluyó Kafka uno de sus últimos textos: una serie de cartas de muñeca. La última obra acabada de Kafka fue una historia por entregas, con una lectora única y privilegiada que la esperaba cada tarde sentada en un banco del parque berlinés. Volvió a casa y le contó todo a Dora. Durante los meses siguientes su salud empeoró, ahora es una pulmonía, y sus familiares insistieron en llevarlo a Praga, él accedió con una condición, que Dora no lo acompañe porque la quería lejos de ellos, debía preservarla de aquellos fantasmas con los que él había lidiado toda su vida. Ya en Praga, Franz le escribirá cartas diarias a Dora que tendrán el mismo destino que sus últimos diarios: la Gestapo. Después de eso el desenlace se va a precipitar: ante el avance de la enfermedad será internado en Austria, los dos se van a reunir allí y estarán juntos hasta su muerte, acelerada por una tuberculosis en la laringe que lo obligó a morir en silencio. En silencio le va a pedir a su amigo Max Brod que queme todos sus manuscritos, en silencio le va a pedir lo mismo a Dora antes de morir. Después de recordar aquel momento Dora dice:
Años después he leído a menudo los libros de Kafka, siempre con el recuerdo de cómo me los leía él mismo en voz alta. Al hacerlo, sentí hasta qué punto la lengua alemana se interponía en mi camino. El alemán es un idioma demasiado moderno, un idioma demasiado actual. El mundo de Kafka demanda una lengua más antigua.
Ella creía conocer ese «mundo de Kafka», un demasiado mundo para el idioma alemán; sin embargo él lo había elegido, así como había elegido a Berlín y a la misma Dora que, al volver a casa, tomó cada uno sus trabajos en proceso y los tiró al fuego.