Horas críticas

Wes Anderson y la caligrafía de los detalles

– ¿Qué es eso que haces, el silbido con chasquido?
– Ese es mi sello personal.

El cine del norteamericano Wes Anderson (Houston, 1969) podrá gustar más o menos, pero cualquiera que haya visto al menos dos de sus películas podrá apreciar su sello personal, su marca de la casa, a poco que preste atención. Muchas de sus señas de identidad están presentes en otros directores, incluso provienen de ellos, pero la conjunción de todas hace que podamos adivinar su autoría al instante. Basta con acudir a YouTube para ver la cantidad de análisis que su depurada puesta en escena ha provocado entre la cinefilia de medio mundo. Incluso hay numerosas recreaciones de cómo luciría en manos de Anderson un programa de cocina, un episodio de Los Simpsons o films tan diversos y a priori alejados de su estilo como X-Men o Midsommar. Hasta existe un exitoso perfil en Instagram que se dedica a recopilar escenas de inspiración andersoniana procedentes de todos los rincones.

Rastrear los ingredientes de esa poción mágica y entender al genio —porque aunque pueda estar mal visto hoy día llamarlo así, es un genio— que ha dado con ella son algunos de los propósitos del libro Wes Anderson, que ha editado de forma reciente y primorosa Libros Cúpula. Firmada por el reputado crítico cinematográfico Ian Nathan, se presenta como una guía de viajes al universo del director texano, con todos los consejos prácticos que eso conlleva, al mismo tiempo que un concienzudo estudio de aquello que lo hace, a sus 10 películas, merecedor (para empezar) de un libro como este, además de las muchas nominaciones y algún premio cosechados en su carrera, que sin duda no ha obtenido de la industria el debido reconocimiento. Justamente coincide el lanzamiento con:

a) su 52 cumpleaños, un número no tan redondo en comparación con…
b) los 25 años del estreno de Bottle Rocket, su debut
c) el anuncio del estreno en Cannes de su décimo film, The French Dispatch

Foto de rodaje de «Bottle Rocket» (1996), largometraje de debut de Wes Anderson.

Pero más allá de las efemérides que la rodean, la publicación de este precioso libro tiene la capacidad de hacernos evocar todos los recursos que definen a un verdadero auteur: desde la proverbial simetría absoluta de sus planos hasta las cuidadas gamas cromáticas de sus imágenes —con predominio de los colores pastel-nostalgia y la paleta del amarillo—, pasando por el pulso de cirujano en sus movimientos de cámara, con esos característicos barridos de 90 grados, sus elegantes t r a v e l l i n g s con dolly, la cámara lenta aplicada a momentos poco épicos (pero significativos para sus personajes) y los fascinantes e inconfudibles planos cenitales sobre objetos colocados de modo armónico y esmerado. Distintivos que tanto han influido, no solo en el cine sino en casi todos los campos de la imagen, durante las últimas décadas.

Sobre esa faceta visual del arte de Wes Anderson es interesante conocer que su primera vocación fue la de arquitecto, algo que encaja como un guante en su meticulosa planificación geométrica sobre los espacios y con la presencia central de los edificios y las habitaciones en sus películas, habiendo llegado incluso a construir estancias y estructuras a tamaño real (como el submarino de Life Aquatic) antes de crear verdaderos mundos en miniatura para sus films de stop-motion con técnicas artesanales. Por eso no resulta de extrañar que la crítica haya comparado a menudo sus propuestas con casas de muñecas, si bien el propio director las equipara con las icónicas muñecas Matrioska, en el sentido de que cada una de sus imágenes contiene otras y lo que suele variar es, volviendo a la arquitectura, la escala. En cualquier caso, el control total que ejerce sobre estas piezas de cámara —en las que ha ejercido de escritor, productor y actor de voz, además de realizador— se evidencia sobre todo en su caligrafía de los detalles, pues como señala Nathan, «hace películas en un nivel molecular». También este libro está repleto de jugosos detalles, gráficos y biográficos.

Foto de familia de «Los Tenenbaums» (2001), la primera nominación de Anderson a los Oscar

Alguno de ellos le podrán sonar al fan de Anderson, como el hecho de que el trauma que sufrió a consecuencia del divorcio de sus padres lo convirtió en «un niño sensible y complejo»; bendito divorcio, pensaría hoy uno, de forma tan egoísta como algunos de sus míticos y perfectamente imperfectos personajes. Con la familia y los antihéroes de sueños imposibles y cruzadas innecesarias (las que más merecen la pena) como piedras angulares de sus tragicomedias, nos hallamos ante un autor a su vez obsesionado con «una serie de personajes extremadamente confundidos en películas extremadamente ordenadas». Quizá ese lenguaje tan minucioso sea la única forma de no verse desbordado por el entusiasmo que, por otro lado, es manifiesto en toda su obra. Cuesta no pensar que esa mezcla de ilusión y patetismo con la que avanzan en la vida muchos de sus protagonistas no estuvieran en la raíz de su trayectoria. Al menos en esos primeros pasos junto a su amigo de la infancia, el actor Owen Wilson, con el que empezó a escribir sus primeros (tres) guiones, inspirados a partes iguales por el cine estadounidense alternativo y el europeo de las décadas de 1950 y 60, que devoraban en la oscuridad de la filmoteca universitaria. Aquí es donde uno añora aquellos años en la Facultad de Ciencias de la Información de Sevilla; pero claro, ni uno es Anderson ni su mejor amigo es Wilson, quizá para bien.

Una cosa tenemos en común, y es la pasión. Pasión por la cultura, por las artes, por las imágenes y por el movimiento. Anderson también es, según Nathan, un apasionado de los libros de cine, y hay que decir que a cualquier apasionado de ellos le encantaría este libro. Al parecer, ya de niño leía libros sobre cine y de muy joven, las críticas de la legendaria Pauline Kael, a la que llegó a visitar para recabar su opinión sobre uno de sus primeros largometrajes. Por eso tampoco sorprende en exceso que se haya convertido con los años en un bibliófilo coleccionista de primeras ediciones, con especial veneración por autores como J.D. Salinger, Stefan Zweig o Roald Dahl. Todos ellos (y muchos más) están presentes de forma más o menos explícita en sus películas, donde también hay referencias a muchas otras películas, a otros directores. En cuestión de citas, el cineasta podría responder al estereotipo del hípster cultureta, al sabihondo que, sin embargo, no va de listillo.

Un fotograma de «The French Dispatch» (2021). / Searchlight Pictures © Twentieth Century Fox Film

Al final, todas esas influencias reconocidas son una prueba más de que Anderson es un cineasta dominado por la pasión. «Su estilo es tan difícil de describir como los de todos los mejores», dice de él Peter Bogdanovich, que es a su vez uno de sus referentes. Uno de los muchos que salen a la luz en estas páginas, en un listado que podría ser infinito: Scorsese, Truffaut, McCarey, Renoir, Powell y Pressburger, Welles, Keaton, Tati, Fellini, Antonioni, Ozu, Ray (Satyajit), Loach, Waris Hussein, Hitchcock, los Coen, Lubitsch, Lang, Wilder, Ophüls, Kurosawa, Ashby, Malle, Mann (Michael), Godard, Clouzot… Pero sería injusto quedarse en el cine, pues muchos otros dispares nombres del arte surgen cuando se analiza su obra: Robert Frank, Charles M. Schulz, Edith Wharton, The Beatles, David Hockney, Booth Tarkington, Maurice Ravel, Holbein el Viejo, Francis Scott Fitzgerald, David Bowie, Bronzino, Dawn Powell, Andy Warhol… Y sin embargo, el genio de Anderson no puede enfrascarse y etiquetarse en base a quienes lo inspiraron. Se menciona en este libro que, al preguntarle de dónde saca sus ideas, a menudo responde «nunca de una sola cosa», lo que en realidad también es una cita al dramaturgo Tom Stoppard.

Como resultaría poco soportable seguir desgranando, en paralelo al libro, los detalles que hacen de su filmografía una de las maravillas del séptimo arte, diré solo que, quizá por pura nostalgia, me ha hecho recordar aquellos primeros visionados de sus películas (en el cine o en descarga; no había llegado aún la era del streaming): Bottle Rocket, de la que Scorsese subrayó que «es una película sin rastro de cinismo» —¿acaso hay elogio mayor?—; Academia Rushmore, que ahonda en los personajes con ambiciones poco realistas y, por tanto, de lo más loables; Los Tenenbaums, donde la familia (de Anderson) crece y donde el actor indio Kumar Pallana apuñala con navajita suiza a Gene Hackman al grito de «¡hijo de puta!»; y Life Aquatic, «una sinfonía del absurdo humano» que describe la aventura de hacer cine y que fue su película más cara y ambiciosa, así como aquella en la que Bill Murray se puso definitivamente a los mandos. De las siguientes, la que conservo más fresca en la memoria es Fantástico Sr. Fox, que siempre he considerado una obra maestra y a la que pertenece la cita (sí, yo también cito) con la que comienza este artículo.

El cineasta texano junto al protagonista de «Fantástico Sr. Fox» (2009).

Y, como de citas y de libros va la cosa, concluiré con una de este que nos ha regalado Ian Nathan: «Anderson retrata el mundo con toda la afectación de un teatro de juguete, pero, por otro lado, pocos cineastas como él para iluminar las verdades humanas. En un primer visionado, sus películas son muy divertidas. En el segundo son desgarradoras. En el sistema de estudios, Anderson cultiva un rincón dedicado al servicio exclusivo de sus propios caprichos, pero es un espacio abonado por un panteón cinematográfico que va de Satyajit Ray a Michael Mann». A eso me refería yo con lo de sello personal: un silbido con chasquido, y ya sabemos de quién estamos hablando.

 


Wes Anderson. El mágico mundo del director más singular del cine norteamericano
Ian Nathan
Traducción de Rocío Valero Lucas
Libros Cúpula
(Barcelona, 2021)
176 páginas
29,95 euros

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