Se cuenta que el propio Francisco Franco, tras asistir a la proyección de El verdugo, habría dicho en consejo de ministros: «Ya sé que Berlanga no es comunista; es algo peor, es un mal español». El próximo 12 de junio se cumplirá un siglo desde que nació Luis García-Berlanga (1921-2010), y por eso el museo de la diputación de su tierra le dedica una exposición que representa el primero de los actos contenidos en el bautizado como Año Berlanga. Hasta septiembre podrá visitarse en el Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat (MuVIM) ¡Viva Berlanga! Una historia de cine, tributo a su obra cinematográfica que, de paso, sirve para que sigamos pensando a través de ella en eso de la españolidad o el españolismo; una cuestión que nunca parece pasar de moda en este país, y que al menos la clase política sigue agitando un día sí y otro también.
Desde Esa pareja feliz (1951), junto al también grande Juan Antonio Bardem —¿Tendremos el que viene un Año Bardem, o se pasó de comunismo? Mejor no preguntar—, en la que inauguraban un nuevo cine español cuyos rostros visibles pasaban a ser un obrero con mono de trabajo y una ama de casa con su máquina de costura Singer; hasta París-Tombuctú (1999), una defensa de la ácrata independencia del artista, todas sus películas tienen cabida en la muestra. Entre ellas quedaron obras inmortales como Plácido, que iba a llamarse Siente un pobre a su mesa, como el lema de la campaña de caridad que aparece en la película, hasta que se topó con la censura. También la citada El verdugo —dentro de un lustro, Año Azcona—, de la que podemos leer un extracto del informe de la censura y las advertencias por las cuales sufrió 14 cortes: «Suprimir la sonrisa del verdugo con los guardias civiles».
Apenas unas semanas antes de su estreno en Venecia se había ejecutado por garrote vil a dos jóvenes anarquistas, un método que continuaría en vigor hasta mediados de los 70. La exposición del MuVIM, por tanto, es también un acercamiento crítico a nuestra historia reciente (más de lo que parece), además de la celebración del aquí considerado «último de los ilustrados» y que se pretende hacer extensiva a las generaciones que no vivieron aquellas cuatro décadas trascendentales para el país. Se recogen en este proyecto museográfico anécdotas tan significativas como la de los dólares que, tuneados por Jano con las caras de Pepe Isbert y Lolita Sevilla, sirvieron para promocionar Bienvenido Míster Marshall en Cannes, donde se alzaría con dos premios. O sus impredecibles maneras durante los rodajes, que lo llevaban a que el «corten» de final de escena mutase a menudo en su legendario «¡Vaya cagada!».
La exposición se basa, por un lado, en una magnífica reunión de carteles de cine y materiales de difusión —en buena medida gracias a la cesión de colecciones tan ricas como la de Santiago Castillo París—, con ejemplos en todos los formatos e idiomas que dan cuenta de los estilos de diseño gráfico y tipografía de las diversas épocas; y, por otro, en una cuidada escenografía compuesta a partir de objetos donde, más allá de la referencia a las obras de Berlanga, se cifra la memoria de aquel tiempo: desde una vetusta cámara cinematográfica a un tractor o un motocarro. También su vinculación con Valencia y, en concreto, una maqueta de la provocadora falla berlanguiana Història d’una mamella (2007) que, junto al libro Berlanga: fallas de celuloide, documentan aquella última aventura local poco antes de que su salud empezara a irse al traste.
Numerosos creadores y cómicos se han mostrado deudores de su humor, hijos de aquella teta berlanguiana que alimentó las ansias de libertad de una sociedad que, incluso tras la llegada de la democracia, se mostraba acomplejada a la hora de reír
En el año 2010, Andrés Iniesta marcaba el gol que haría a muchos cantar aquello de «yo soy español, español, español» (antes del «muy españoles y mucho españoles» de Rajoy), y unos meses más tarde el cuerpo de Luis García-Berlanga decidió apearse de este mundo. Ambos genios, el futbolista y el cineasta, coincidirían de alguna forma en una campaña solidaria de Médicos Sin Frontera, la que sería última aparición del valenciano en pantalla; esta vez delante de ella. Ya antes de su muerte, pero también en esta década posterior, numerosos creadores y cómicos se han mostrado deudores de su humor, hijos de aquella teta que alimentó las ansias de libertad de una sociedad que, incluso tras la llegada de la democracia, se mostraba acomplejada a la hora de reír. Su costumbrismo era mordaz por apoyarse más en la tragicomedia y el humor negro que en los chistes bobos y autocomplacientes. Y por ello sus mejores largometrajes siguen ajenos al paso del tiempo, llenos de valores que tienen mucho que ver con la tolerancia, ese bien escaso en la España de hoy.
Decía el autor de la trilogía nacional en el libro —reeditado a finales del pasado año por Alianza— El último austrohúngaro. Conversaciones con Berlanga: «Yo quiero partir de que el individuo participa de todos los defectos, de todos los virus que hacen que la bondad sea imposible e irreconocible en la sociedad». Esa honestidad es la que mantiene vigente su obra. Y hablando de virus, su biógrafo ha asegurado que Berlanga haría una gran película con la pandemia de fondo, en concreto sobre sobre «las vacunas y la gente que se ha colado». Habrá quien diga que eso lo habría convertido también en un mal español. Pero una buena porción de quienes visitemos la muestra del MuVIM nos sentiremos más cercanos a la patria berlanguiana que a ninguna otra.
¡Viva Berlanga! Una historia de cine Comisariada por Joan Carles Martí Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat (MuVIM) Hasta el 19 de septiembre de 2021 |
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