Horas críticas

Libros de la semana #1

Little, de Edward Carey (Blackie Books)

Los museos de cera siempre nos han dado cosita. No hablamos ya de miedo, sino del carácter grotesco de esas caras modeladas cuya tradición arranca entre los siglos XVIII y XIX, justo la época en la que vivió la célebre Madame Tussaud. Little es una biografía ficcionada (o una ficción biográfica) sobre su figura y su anómala existencia. Marie Grosholtz nació en suelo francés pero pasó su infancia en Suiza, donde ya se habituó a presenciar lo mórbido, lo mortuorio: “Era la hora de las presentaciones: partes del cuerpo humano, esta es una niñita que se llama Marie; niñita que se llama Marie, este es un cuerpo hecho pedazos”. Con su padre fallecido antes de ella nacer, su madre empezó a trabajar como ama de llaves para un cirujano especializado en realizar modelos anatómicos de cera para el estudio, que acogería a la pequeña como aprendiz, y así pronto ya dibujaba sus primeros bocetos. Más tarde partiría con el médico a París, hasta que logró poner pie en Versalles como enseñante de arte de la hermana del rey Luis XVI.

A partir de ahí se erige el mito de Tussaud, quien reproduciría los rostros de personalidades como Voltaire, María Antonieta o Robespierre, cuyos modelos le llegaron directamente de la guillotina: “No supe nada de la sangrienta revuelta hasta después de que terminara. Me trajeron una cabeza… y así es como me enteré”. Fue esa la época en la que sus creaciones comenzaron a adquirir fama, como cuenta este relato en primera persona, hasta que comenzaría a fraguar la idea de abrir un museo en Londres, el aún hoy popular Madame Tussauds. El escritor de este libro, curiosamente, trabajó en él durante unos años, y de ahí nace su obra. A la manera de un Edward Gorey, uno de sus autores favoritos y con el que su nombre podría confundirse, Edward Carey combina texto y macabras ilustraciones en un personalísimo volumen que le llevó 15 años componer. La aparente ligereza de su narración, trufada de sano humor negro, no oculta un preciso manejo del lenguaje y un poderoso estilo. Pareciera que él mismo haya logrado infundir vida al personaje de Marie, uno de los que más cerca estuvo y reprodujo de forma más fidedigna los horrores y el Terror de la Revolución Francesa.

 

Diario de viaje de un filósofo, de Hermann Keyserling (Hermida Editores)

No es de extrañar que autores tan dispares como Zweig, Tagore, Baroja o Machado diesen cuenta de la capacidad narrativa y lírica de Hermann Keyserling, uno de los pensadores más importantes del siglo XX y populares en sus primeras décadas, que sin embargo en esta centuria posterior no ha adquirido el estatus de un Nietzsche (pese a sus conexiones). Nacido en la actual Estonia y emigrado a Alemania tras la Revolución rusa, entre 1911 y 1914 emprendió un viaje por el globo del que surgió este amplio volumen, “nacido de una actitud espiritual muy teñida de orientalismo”, según reconoce su autor en las primeras páginas. Más que un libro de viajes o un diario, según él esta obra puede considerarse casi como una “novela” o un gran “poema” a través del cual pretende conocer el mundo en el que vive —acaso antes de que sea tarde; en su etapa final, estallaría la Gran Guerra— y ampliar su mirada hacia todos los aspectos (naturales, culturales, históricos, religiosos, políticos…) sobre los que merece la pena empaparse al viajar, y reflexionar.

Sobre las intenciones de esta experiencia, las expresa con franqueza: “Quiero anchura, dilataciones donde mi vida tenga que transformarse por completo para subsistir, donde la intelección requiera una radical renovación de los recursos intelectuales, donde tenga que olvidar mucho —cuanto más, mejor— de lo que supe y fui”. Divide la crónica de esos años en los bloques geográficos de su peripecia: el trayecto inicial hacia aguas índicas para visitar Ceilán, India, China, Japón y, finalmente, Norteamérica, antes de volver a tierras europeas. De su mano descubrimos por qué las hazañas del espíritu proceden de la zona templada de los trópicos, la fuerza plástica del budismo, el error como expresión de la verdad en la tradición india, las ventajas de estar enfermo, la realización del ideal de fraternidad por el islam, la metafísica como recurso, las plantas como seres ideales, la armonía y la mística china, la educación de los niños en Japón, el problema de la inmortalidad, la democracia como hipótesis o el individualismo en América como contraposición a la moral de la compasión, entre muchísimos otros episodios del pensamiento. La máxima de Keyserling es tan sencilla como radical: “Para encontrarme a mí mismo, he de empezar por dar la vuelta al mundo”. Algo que tal vez podríamos aplicarnos, si la pandemia pasa y sirve para cambiar nuestros hábitos de viaje.

 

Kraut, de Peter Pontiac (Fulgencio Pimentel)

Elogiada por Will Eisner y comparada al Maus de Art Spiegelman, el autor de Kraut casi lo considera una respuesta a aquel libro legendario, pero también al mensaje que le escribió Eisner en una cajetilla de cigarrillos: “Peter Pontiac: sigue, por favor. No pares. Haz tú también una novela gráfica. Necesito algo de compañía; estoy muy solo ahí fuera”. Y así fue, porque con los años, esta obra fundamental del cómic underground europeo, publicada en origen en el año 2000, convirtió a Pontiac (Beverwijk, 1951-Amsterdam, 2015) en el dibujante más relevante de los Países Bajos y todo un referente mundial pese a su prematura muerte. La obra que aquí nos ocupa se plantea como una extensa carta con la que el autor reconstruye y revisa la intensa experiencia vital de Joop Pollmann, su padre, voluntario en las SS y reportero de guerra, desaparecido en la isla caribeña de Curazao: “Esta tiene que ser esa carta larga que lleva tanto tiempo rondándome la cabeza. Así que, ahora que ya no es necesario que siga guardando silencio (por consideración a mamá), haré mejor dosificando las palabras en lugar de estallar en la barroca cacofonía a la que tiendo siempre”, escribe Pontiac en los primeros compases del relato.

Pero la impresión no es la de un texto dosificado, en cualquier caso. Entre la reproducción de escritos, fotos, documentos, cuadros, mapas y postales, sus certeras palabras se agolpan aunque siempre con sentido y vocación literaria. De este modo, el texto parece (des)organizarse alrededor de los dibujos, que se superponen unos a otros como los pensamientos en la mente del autor, en lo que parece fruto de un trabajo tan meticuloso como obsesivo. Algo que no es de extrañar debido al material del que parte Pontiac —y pese a reconocer que no tenía vínculo emocional alguno con su padre—, pero no hay idealización ni juicio sumario en este retrato de un hombre que fue presa de sus circunstancias, acaso como todos; una historia que empieza por el misterio de su final, justo cuando le notifican su muerte. El estilo de dibujo mutable, ecléctico y hasta pop hace recordar al trazo impetuoso de Robert Crumb (palabras mayores, pero no exageramos), adaptándose al fondo temático de cada viñeta y a la iconografía propia del periodo en el que se sitúa un determinado pasaje de la vida de Pollmann. Una espléndida edición, de esas que dan pleno sentido al papel, completada por un amplio apéndice de materiales en la “búsqueda del Joop total”, indicio del carácter inagotable de esta obra que, como nuestras vidas, son susceptibles siempre de ser ampliadas, aunque solo sea a través de la evocación.

 

Ciudades hambrientas, de Carolyn Steel (Capitán Swing)

Arquitecta y docente además de escritora, Steel ha querido analizar un elemento en torno al que se organizan prácticas del urbanismo, la sociología, la política, la economía o la ingeniería, entre otros campos, y lo ha hallado en algo tan común a nuestras vidas en la ciudad —por muy atomizadas que estas se presenten— como la comida. La edición de este ensayo publicado originalmente en 2008 no puede resultar más oportuna en un contexto en que el verbo repensar parece aplicable a todo aquello que afecta a nuestras formas de producción y consumo en relación con el equilibrio medioambiental. “Todo mejoraría si volviéramos a valorar adecuadamente el alimento”, escribe la autora en el prólogo a la edición española, anticipando una de sus conclusiones: reconocer la importancia del vínculo entre lo que comemos y la tierra de donde proviene es el primer paso para comer con ciertos criterios éticos.

Steel comienza su libro justamente por la tierra y las primeras formas de cultivo hasta desembocar en el negocio agroalimentario y el “matonismo” de corporaciones globales como Monsanto. Su análisis es convincente porque hurga en la historia de las ciudades para entender la evolución de un problema que, visto de cerca, puede llegar a resultar incomprensible: ¿Por qué apenas una treintena de empresas gestionan el 30% de todo el comercio mundial de alimentos? ¿En qué aspectos concretos los supermercados han cambiado la fisonomía de nuestras ciudades? ¿Cómo nos han convencido los vendedores de comida preparada de que no tenemos tiempo para cocinar, haciendo añicos nuestra cultura gastronómica? ¿De dónde viene la moda del despilfarro de tantas toneladas de alimentos, a veces por un trivial criterio estético? Esta obra contiene muchas preguntas y no pocas respuestas a este disparate en que se han convertido nuestros hábitos alimenticios y sus vínculos con las grandes urbes. A fin de cuentas y como afirma Steel: “Al igual que las personas, las ciudades son lo que comen”.

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