2020 ha sido también un año hitchcockiano en más de un aspecto: un periodo fértil para el suspense y el humor negro, que además ha coincidido con el 40 aniversario de la muerte del inigualable cineasta británico. Por eso no está de más recuperar, a comienzos de este nuevo año y en época de regalos —y autoregalos—, la antología Alfred Hitchcock presenta: Cuentos que mi madre nunca me contó, editada por Blackie Books con su rigor y fineza habituales. Bien es sabido que muchas de sus mejores películas se basaron en libros, desde sus dos versiones de Los 39 escalones (John Buchan, 1915) a Pero… ¿quién mató a Harry? (Jack Trevor Story, 1949), pasando por las obras maestras Rebeca (Daphne du Maurier, 1938), La ventana indiscreta (Cornell Woolrich, 1942), Extraños en un tren (Patricia Highsmith, 1950), Psicosis (Robert Bloch, 1959) y hasta la maravillosa Vértigo (Pierre Boileau y Thomas Narcejac, 1954).
Más allá del material de partida, en ocasiones ya excelente y en otras solo interesante para que él lo llevara a su terreno, el de la psique, el suspense y una congruente puesta en escena, lo que ese hecho indica acerca de Hitchcock es su capacidad lectora y prescriptora, como también demostraría en la famosa serie televisiva que condujo a lo largo de una década. Son ese tipo de relatos, la mayoría apenas breves ideas despachadas en menos de veinte páginas pero que dejan sembrada la semilla de la inquietud y el desasosiego a lo largo de los años, y nos asaltan en cualquier momento como pesadillas recurrentes, los que integran este volumen, publicado originalmente en 1963 aunque con una selección algo distinta a esta presentada por Blackie Books. En esta ocasión el volumen reúne a una veintena de autores, entre los que rescata a tótems de la literatura fantástica y de terror (de la literatura en general) como Ray Bradbury, Shirley Jackson, Richard Matheson y Roald Dahl junto a firmas no muy conocidas en las que se revelan ingenio y talento notables.
Como en sus famosas conversaciones con François Truffaut, observamos aquí su desdén por la verosimilitud; lo que le interesa a Hitchcock, y finalmente al lector, es aquello que esas situaciones desencadenan en las cabezas de sus personajes, las emociones a las que inexorablemente nos conducen. Ya lo expresa el propio director, con su habitual sorna y brillantez, en la introducción: «Son cuentos para gustos refinados, para aquellas personas que ya han dejado atrás el sencillo placer del golpe contundente, el grito en la noche o el veneno en el decantador de oporto». La selección incluye algún divertimento, a su manera, lejos quizá del género, que sin embargo no desentona en esta colección de escalofríos. De nuevo, lo importante no son los corsés estilísticos y narrativos, sino lo emocional y el placer del miedo a lo inexplicado, aquello que se nos ofrece con pocos asideros: «Lo único que sí puedo prometer es que te espera todo un abanico de emociones, exceptuando, claro está, los sentimientos más tiernos y amables, con los cuales yo no tengo nada que ver». Y en eso, como siempre, los cuentos elegidos por el maestro del suspense no defraudan.
En El Viento, de Ray Bradbury, la locura y el trastorno de estrés postraumático se asocian a un enemigo invisible que aúlla (dando voz a «una muchedumbre de espíritus, un montón de muertos») y amenaza la seguridad del hogar. Una idea, la de «sucumbir a los elementos», que inquieta aún más en estos tiempos de emergencia climática.
En Los años amargos, de Dana Lyon, la vuelta al retrato de una desfalcadora que crea una segunda identidad (como la Marion Crane de Psicosis) turba desde el momento en que se menciona por vez primera el pequeño revólver guardado en un cajón del escritorio «por si las moscas». Un relato brillante y amargo, como su título, de espléndida resolución.
«La mayoría son breves ideas despachadas en menos de veinte páginas, pero que dejan sembrada la semilla del desasosiego a lo largo de los años»
En Nuestros amigos los pájaros, de Philip MacDonald, llama en cambio la atención el tono poético: «Este nuevo silencio era estéril y no contenía más que la mísera quietud de lo muerto y de la nada». Como en su célebre película (basada en otro libro de Du Maurier, aunque posterior a este cuento; y por cierto, MacDonald trabajaría como guionista en la adaptación de Rebeca), las aladas criaturas simbolizan el miedo a sentirnos observados y a lo inexplicable. En un recurso muy cinematográfico, también aquí el sonido llega a ser motor del suspense.
Otra eminencia del género y del relato en su quintaesencia, Shirley Jackson, entrega en Los veraneantes una de las historias menos convencionales y más desasosegantes del lote. Vuelve a emerger aquí el choque de la civilización —ironía para aludir al turismo colonizador— y lo rural, haciéndonos experimentar la desconfianza en las pequeñas comunidades aisladas, por mucho que nos guste el encanto de unas vacaciones apartadas.
En La diosa blanca, de Idris Seabright, la mitología toma forma humana en un relato pesadillesco que se desarrolla en el mundo minúsculo e inadvertido de los objetos que nos rodean. Es el primero de los cuentos donde aflora un miedo tan contemporáneo (a nosotros y a los años de esplendor creativo de Hitchcock) como el del consumismo, en contraposición con las creencias, lo espiritual.
En La tumba circular, de Andrew Benedict, nos sumergimos en una de esas historias cortas tan agobiantes y claustrofóbicas propias de su serie televisiva. De hecho, comparece aquí la propia televisión como motivo, si no central, sí cómplice de terrores, y en este caso casi convertido en un elemento de tortura más.
En los dos siguientes cuentos, se introducen temas que tienen que ver con lo que podríamos llamar el terror de clase y el resentimiento social. En El ídolo de las moscas, de Jane Rice, somos testigos de la crueldad y el brutalismo de un niño huérfano, en un relato macabro y horripilante donde se convoca al mismísimo Belcebú. En El ascenso del señor Mappin, de Zena Collier, hay una angustiante alienación kafkiana detrás de una historia aparentemente ingenua y socarrona.
En Los hijos de Noé, de Richard Matheson, se nos presenta a un pueblo infernal y apocalíptico, mientras que en El hombre que estaba en todas partes, de Edward D. Hoch, la paranoia da paso a un eficaz complot de asesinato, otro de los asuntos preferidos por Hitch.
«Observamos aquí su desdén por la verosimilitud; lo que le interesa a Hitchcock, y finalmente al lector, es aquello que esas situaciones desencadenan en las cabezas de sus personajes»
En Apuestas, del maestro del cuento Roald Dahl, el motor del terror es el dinero, como no podía ser de otra forma, en una historia que nos remite al Hitchcok más retorcido y más analista de las humanas (bajas) pasiones. Por supuesto también hay sitio aquí para el humor negro, tan propio de estos dos genios británicos.
En Una casa muy convincente, de Henry Slesar, nos encontramos con un magnífico twist en un argumento de horror inmobiliario en torno a una casa que encierra un secreto y donde, nuevamente, el dinero —y en este caso, la venganza— juega un papel protagonista. Los oscuros cimientos sobre los que se edifica la sociedad del bienestar.
En La niña que creyó, de Grace Amundson, se pone en escena uno de los oficios más decadentes, el de prestidigitador, que adquiere tintes visionarios en su lúcida reflexión sobre los valores sociales perdidos, el descreimiento de la mayoría y la venganza de lo irreal, capaz de ponerle sal a nuestras insulsas vidas: «La tragedia no era que la gente muriese, sino que viviera mezquinamente».
En El montículo de arena, de John Keefauver, un fenómeno natural (o no) inexplicable y absurdo pone en evidencia las limitaciones de las sociedades humanas: ni siquiera coordinando su acción destructiva son capaces de detener una irrealidad que, una vez más, nos supera por la incapacidad para no pensar desde otra cosa que no sean nuestras miserias morales.
En Adiós, papá, de Joe Gores, nos situamos en el punto de vista de un fugitivo y excombatiente en Corea, hijo de un juez moribundo al que presenta sus respetos en una temeraria ironía, mientras que en Onagra, de John Collier, el diario de un poeta nos descubre a unos seres fantasmagóricos que se camuflan en un centro comercial y convierten figuras humanas en maniquíes de cera: horror del consumo en esos ojos pálidos e inertes.
En ¿Quién tiene la dama?, de Jack Ritchie, el conservador de un museo y experto falsificador perpetra una especie de crimen artístico perfecto, una farsa que se ríe de la falta de certezas en el mundo del arte contemporáneo, mientras que en Selección natural, de Gilbert Thomas, una avería en el coche deja expuesto a un «gordinflón» a servir de material para el radiador, en el relato más gore de la antología.
En el hipnótico Segunda noche en el mar, de Frank Belknap Long, se nos embarca a un crucero donde viaja una presencia negra y muerta. Un relato de imaginería surrealista y bestial, que recuerda a Lovecraft, de horror tan abstracto como físico: «Se abrieron a mis pies abismos sin fondo y yo me sumergí en ellos».
Finalmente, en El muchacho que predecía terremotos, de Margaret St. Clair, un chico vidente convertido en estrella televisiva protagoniza un relato apocalíptico sobre el miedo a la psicología, al futuro y sobre todo al ser humano. Ideal para estos tiempos donde los medios están deseando dar buenas noticias, aunque no sean ciertas.
Una síntesis perfecta de la visión del mundo de Sir Alfred Joseph Hitchcock, siempre aportando luz entre ambos planos de nuestra experiencia, como un alquimista o un prestidigitador. «Nosotros, los magos, somos lo que queda de una humanidad perdida […] Nos movemos entre dos mundos, el consciente y el inconsciente, y realizamos proezas semidivinas», leemos en La niña que creyó, y al fondo de ese discurso no podemos evitar entrever la silueta del padre de nuestros mayores temores. Yo también creo.
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