Cuando llegan las vacaciones, el Homo Agitatus adquiere una clara determinación: fliparlo en colores. Sospecho que, para su desgracia, ni el mundo en blanco y negro del que huye parece existir realmente ni, sintiéndolo mucho, el carnaval multicolor al que se entrega es tal cosa. Quien busca en la agitación una kermés diapreada solo encontrará colores tristes. Acaso sea su suerte la de aquellos villanos de cómic condenados a lucir un tono verduzco y demudado, al tiempo que los héroes visten bonitos trajes con los colores primarios.
¿Me equivoco? ¿Acaso las iridiscencias infrarrojas y ultravioletas que capta el Agitatus son inasequibles al ojo común? Bien conocida es aquella variante de sepia, la officinalis, capaz de regular su polarización para comunicarse. Como nuestros ojos son incapaces de apreciar esta propiedad de la luz, salvo que cuenten con un filtro polarizante, nadie es capaz de advertir de ello. Y, sin embargo, existe…
El agitado luce más colores que un arlequín, pero ninguno de ellos es agradable a la vista. Quizá el que predomina es una suerte de carmesí chillón, como el cinabrio de las acuarelas con que Edmund Gosse pintaba de niño. Como se hacía con cochinillas machadas, su cantidad era escasa y su precio, alto. El Homo Agitatus, que lo quiere todo y lo quiere ahora, busca pintar con cochinillas todos los días de su vida porque, por encima de todo, se ha empecinado en volver rutinario lo que es excepcional. He aquí la paradoja que hace de los turistas impenitentes embarcados en una recolección planetaria de souvenirs y “experiencias” los más feroces verdugos del exotismo. De igual manera, los parvenus que hacen de la opulencia y la ostentación sus blasones son los máximos enemigos del lujo.
Quien hace de su vida cotidiana una sucesión de risotadas, neutraliza aquello que tenía gracia. El “humor corrosivo”, una vez que se muestra incapaz de disolver y desmontar las estructuras de poder, solo coadyuva a la corrosión del carácter; respecto al “humor cáustico”, más valdría para desatascar las cañerías que para torturar a los contertulios. No es casualidad que los consumidores de humor luzcan un rictus mortecino, pues con el humor sucede lo que con la felicidad: cuanto más tiempo le dedicas, menos hueco dejas para la alegría. Cabe añadir, por otro lado, que el rojo chillón no combina con una cara macilenta.
No es ociosa la referencia al arlequín. Ya sea en Degas, Cézanne o Picasso, su figura representa lo heteroclítico de la existencia, la contradicción ínsita en la naturaleza humana. Sus irisaciones, que el observador chato toma por escapismo y divertimento, representan la inagotable riqueza de un mundo diverso. Bueno es recordarlo cuando el proceso de homogeneización vaticinado por Lévi-Strauss en sus Tristes trópicos llega a su cénit. De todos los mojones que lo han ido jalonando, el paroxismo de la agitación es el postrero. Si por la cultura se conoce a sus pueblos, como reza el frontis del teatro de Ocaña, hoy solo disponemos una: el monocultivo (o sea, monocultura) en que ramonea la ganadería de lo común. Nuestro tiempo blande la bandera de la diversidad para soslayar la sobreabundancia de lo mismo. ¿Hay algo más fácil de pastorear que un aprisco de borregos convencidos de su diferencia? Por eso, disfrazar a nuestro coetáneo de Pantalón o de Scaramouche, de Colombina o de Polichinela, es broma de mal gusto.
¿Pesimismo? En absoluto. Aunque se sitúe bajo la égida de la cultura de la agitación, seguimos habitando un mundo ancho y rico. Pero inútil sería tratar de ampliar nuestros horizontes por medio del viaje, pues este, en el mejor de los casos, los estrecha, y en el peor, los alabea sin remisión. Sea como fuere, ¿importa al Homo Agitatus que el ser humano haya puesto rostro a un agujero negro y enviado sondas más allá de Neptuno, hasta un asteroide apodado Ultima Thule que rebasa con mucho lo que los romanos imaginaron al acuñar dicho término? Nuestro coetáneo, determinado a apurar la vida de un trago, pasa por alto que no hay ambrosía que aprecie un paladar apresurado. Prefiere caldos más dulzones, aunque desde un punto vitivinícola y enológico estos resulten pobretones. ¿Qué más da? No hay vino tan malo que medio litro de cocacola no lo convierta en un bebistrajo para todos los públicos.
«Las irisaciones del arlequín, que el observador chato toma por escapismo y divertimento, representan la inagotable riqueza de un mundo diverso»
Súmese a eso la opalescencia propia de esta especie. El Agitatus, como producto de la sociedad de la transparencia, es cerrado y previsible, cuando el pensamiento es, por su negatividad intrínseca, abierto, difuso e imprevisible; esto es, dialéctico. Si exige que se le digan “las cosas claras” no es porque no le interese evocar el misterio de las cosas, como reza el verso de Coleridge, sino porque él mismo, debido a una carencia congénita de “pelos en la lengua”, se define como “muy sincero”. He ahí el secreto de su pobreza cromática: el agitado es como la yegua de Alfanhuí, que bebía del río de colores y lo dejaba transparente.
Keats lamentaba en su poema Lamia que se hubiera destejido el arcoíris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo. Aunque el agitado se tumbe ante el sol más brillante, su rostro, ajado por la acrimonia y excoriado por el histrionismo, solo refleja el gris más anodino.
Buen ejemplo de agitación fue el bullebulle redentorista de algunos maîtres à penser a lo largo del confinamiento. Sostenían que después del virus muchas cosas cambiarían a mejor: abandonaríamos la mentalidad de lucro y, como por ensalmo, nos volveríamos altruistas y compasivos. Olvidaban estos chamarileros de ideas (pues este “hombre nuevo” de garrafón era, a todas luces, chatarra averiada) que las catástrofes no cambian nuestras actitudes. De hecho, cuando toca agarrarse a alguna tabla que nos salve del naufragio, el habitus se consolida. Como ha escrito Juancla de Ramón, esta crisis del coronavirus no es un reactivo que cambie la realidad, sino un barniz que fija unos tonos que se estaban secando. Nos decían que después del diluvio saldría el arcoíris. Nos queda una nueva pátina sobre el viejo color de siempre.
«El Homo Agitatus de hoy, determinado a apurar la vida de un trago, pasa por alto que no hay ambrosía que aprecie un paladar apresurado»
Rescátense del refranero las verdosas mangas de los cuadrilleros de la Santa Hermandad, de cuyo troquel saldría la Guardia Civil. La impaciencia del agitado es solo comparable a la espesura de su indolencia. ¡A buenas horas, mangas verdes! Ora abronca al mesonero porque tarda en servirle el gin-tonic, ora se despacha entera The Mandalorian en su tele de sesenta pulgadas. El Homo Agitatus, que mucho abarca y poco aprieta, carece de aquella mezcla simultánea de actividad y pasividad que Platón llamó dynamis. Empeñado en morder más de lo que puede tragar, se afana en hacer muchas cosas y el tiempo se le escurre entre los dedos. La clepsidra mantiene su incesante goteo y el agitado, ay, se despepita. En el pecado lleva la penitencia.
Last but not least, un color destacable es, reconozcámoslo, el amarillo percudido de la ropa interior del agitado. Consagrado a un imperativo de autorrealización, una hiperactividad solipsista que resume en “ponerse las pilas”, el agitado se vuelve un conejito de Duracell encargado de rendir siempre y no rendirse nunca. La naturaleza no imita el arte, sino la máquina. Inmerso en una continua “puesta a punto”, afianzada sobre el culto a la actualidad (que es, por definición, lo contrario del presente), el agitado huye de la peor de las acusaciones: estar desactualizado. Runners, jumpers, balconers… Desconozco a qué se ha reducido el deporte, pero intuyo que es a deporte, entendido de un modo salvífico y soteriológico, a lo que todo lo demás se ha ido reduciendo.
Toda sociedad se sirve de ritos para vertebrarse. También la nuestra, definida por el hedonismo a corto plazo. Sobra decir que a la liturgia del despiporre no le faltan antifoneros, cantollanistas y versiculeros empeñados en “darle un sentido a la rutina para convertirla en rito”, por decirlo con un aforismo de Horacio Castellanos Moya. Quien haya asistido a una boda pagana habrá advertido la seriedad con que los participantes encienden velas y bailan el rigodón disfrazados de mamarracho. Es costumbre que los contrayentes viertan arena de colores. Todos ellos –el lívido bermellón de lo excepcional vuelto regla y el gris barnizado de lo que nunca cambia, el verde que en nada recuerda al del Nilo, aquel “don acuático del cielo” en expresión de Hölderlin, sino al de una fruta pocha, el fosco de sus ojeras, el céreo de su piel y el amarillo percudido y casi herrumbroso de sus gayumbos– se encierran en este diamante en bruto. Muchas son sus aristas, exiguo el fulgor de sus facetas.
Jorge Freire es filósofo y columnista de opinión. Su último libro publicado es Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de Espuma, 2020).
Este artículo se ha publicado en el número 213 (septiembre-octubre 2020) de la edición en papel de Revista Mercurio.