Uno de los artefactos virtuales más populares entre los usuarios de redes sociales es el mejorador de retratos, esto es, el retocador facial. Son programas que aplican complejos algoritmos a recomponer cualquier rostro. El ojo se agranda o se empequeñece. Crecen o decrecen las orejas, se afila o engorda el arco facial. Se puede envejecer o rejuvenecer en pocos segundos. El usuario de estos plug-ins probablemente ignora que el ir y venir del cursor sobre la pantalla resume milenios de teoría estética. Si busca la perfección formal del rostro, persigue el ideal de Belleza vigente en Occidente desde el Fedro de Platón hasta el siglo XVIII: consonantia cum claritate, la armonía entre partes y la metafórica luz que acompaña a la verdad. Si, por el contrario, su intención es satírica o infamatoria, deformará el rostro bárbaramente y se sumará a milenios de cultura y arte populares. La primera operación es limitada: la armonía tiene leyes rígidas. La segunda operación, en cambio, carece de límites: la fealdad adopta cualquier forma imaginable.
Los mejoradores de retratos son parte de la pop-net, o cibercultura popular contemporánea: belleza y fealdad codificadas e intercambiables entre sí. Son un trasunto kitsch de la Aesthetica (1750) de Baumgarten: el conocimiento sensible progresa desde la percepción difusa y caótica de la forma –los dominios de la Fealdad– hasta su percepción clara, que es la de la Belleza como forma perfecta de la cosa. Para Baumgarten, lo feo es todavía privación de algo que falta, no algo sustantivo. Pero sus tesis ya eran anacrónicas a mediados del siglo XVIII. Décadas antes había iniciado Charles Perrault la célebre Querelle des Anciens et des Modernes, primer episodio de un cambio radical en la concepción del juicio estético: ni la belleza es una propiedad de las cosas, ni la fealdad una simple carencia de belleza. El arte no debe perseguir, imitándola, la bella forma, sino inventarla.
«Para Joseph Addison, lo desasosegante, lo horrible, lo informe o lo grotesco pueden ser objeto de placer estético si excitan la imaginación del espectador»
A principios del siglo XVIII, y en la estela de la Querelle, Joseph Addison convierte al Espectador en protagonista: lo desasosegante, lo horrible, lo informe o lo grotesco pueden ser objeto de placer estético si excitan su imaginación. Y la imaginación se excita con tres tipos de objeto: desmesurados, extraordinarios y bellos. Los primeros provocan el sentimiento de lo sublime. Los segundos, el interés por lo pintoresco o extraño. Sólo los últimos provocan la complacencia en la Belleza, aunque sin la necesidad de que respeten el canon clásico; de hecho, Addison considera la belleza clásica como fuente de “tedio”.
A lo largo del siglo XVIII crecerá el interés por la representación de la naturaleza en estado salvaje (los paisajes de Turner o la afición a los jardines cuidadosamente asilvestrados), así como por todo tipo de objetos exóticos y horripilantes. La fealdad es redimida en el arte, aunque no completamente: fuera de la experiencia estética, lo feo sigue siendo feo. Es decir: el espectador no encuentra placer estético contemplando a una vieja friendo huevos y sí lo halla cuando la escena es pintada por Velázquez. La fealdad en su estado natural o preartístico más bien repele que atrae. De hecho, comienzan a explorarse los sentimientos o estados de ánimo que limitan o imposibilitan el placer estético: el hedor, en Edmund Burke, o el asco, en la Crítica del juicio de Kant.
En realidad, el lugar de la fealdad en buena parte de la historia del arte occidental es el de lo sensible contrapuesto a lo inteligible mediante una relación cuasi dialéctica: lo feo puede ser bello y viceversa. Esta irrupción ocasional de lo feo en el Arte bello podría llamarse, de modo bastante genérico, realismo. Y adquiere especial relevancia en el periodo en que se constituyen las tradiciones culturales modernas. El Lazarillo, Don Quijote o Pantagruel son paradigmas de esta irrupción. Por ejemplo, en el texto de Rabelais, Pantagruel defeca, orina, copula y eructa siempre jovialmente, celebrando la “alegre materia” (Bajtin).
La cultura popular, sin embargo, nunca ha recorrido este camino. En sus incontables manifestaciones a lo largo del tiempo, no encontramos una especial fascinación por la forma perfecta, eterna e inteligible de las cosas de este mundo. Más bien al contrario: aquello que aparenta eternidad es objeto de irrisión. Desde la brutal inversión carnavalesca hasta las escenas carnales que figuran en los capiteles románicos o en las gárgolas góticas, lo constante es la afirmación de lo efímero, esto es, de la vida misma en su bella fealdad. Este rebajamiento de lo puramente ideal es común a toda forma de cultura popular, pero es especialmente notable en el Occidente greco-latino y cristiano.
«Hay una baja y una alta cultura popular: del TBO al cómic de autor, del culebrón al cine de Almodóvar, de los monstruos de feria a los freaks de Tod Browning»
La cultura popular, en realidad, no es realista porque no es artística. Y no lo es de un modo similar a como Hegel –refiriéndose al mundo griego– afirmaba que el arte solo alcanza su pleno sentido cuando aún no es arte, sino culto divino. La cultura popular se nutre del eterno retorno de lo mismo: el nacimiento y la muerte, la carnalidad del cuerpo, las pasiones elementales, el ciclo de las estaciones y la sujeción de toda forma de vida a fuerzas sobrenaturales. Sus manifestaciones son siempre utilitarias o ad hoc, es decir, ligadas a rituales que o bien afirman jovial o jocosamente la existencia, o bien pretenden convocar fuerzas naturales benéficas, o bien conjurar las maléficas. La fealdad es funcional: cualquier cosa puede mostrarse halagando los sentidos o repeliéndolos. Depende del contexto ritual.
La pervivencia del imaginario popular en nuestra época es innegable. Pero se ha transmutado. La cultura popular en la contemporaneidad ya no es tradicional (aunque incorpore lo tradicional en sus manifestaciones) sino autorreflexiva, es decir, reinventa constantemente el contexto en el que se produce y altera las relaciones y jerarquías tradicionales de los elementos que la constituyen. Este proceso se ha acelerado gracias a la irrupción de los medios de comunicación masivos, desde la radio a principios del siglo XX hasta la eclosión de las redes sociales a principios del XXI.
De hecho, la cultura popular ha convertido el mundo virtual (y su lógica del simulacro y del espectáculo) en una prolongación de sí misma: los portales de contactos, por ejemplo, son más eficaces que las danzas de apareamiento; los memes, mucho más corrosivos que las máscaras carnavalescas; el bulo emotivo, mucho más verosímil que la desnuda verdad de los hechos. Su vitalidad a escala planetaria es portentosa y contrasta con la lánguida decadencia de la Alta Cultura. Incluso ha generado sus propias jerarquías. Hay una baja y una alta cultura popular: del TBO al cómic de autor, del culebrón al cine de Almodóvar, de los monstruos de feria a los freaks de Tod Browning.
Se entiende, en fin, la fascinación contemporánea por la fealdad en sus incontables manifestaciones (lo cursi, lo kitsch, lo cutre, lo grotesco…). La cultura occidental se ha desplatonizado, esto es, la belleza ya no es una vía de acceso a la verdad. Queda celebrar la “alegre materia”, como ha hecho la cultura popular durante milenios. Y añorar melancólicamente la belleza perdida.
Juan Antonio Rodríguez Tous es profesor de Metafísica y Teoría Estética en la Universidad de Sevilla, y autor de Idea estética y negatividad sensible: la fealdad en la teoría estética de Kant a Rosenkranz (Montesinos, 2002).
Este artículo se ha publicado en el número 212 (julio-agosto 2020) de la edición en papel de Revista Mercurio.
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