Analógica

Arquitectura sin figura

El canon de las formas perfectas no ha sido aún desvelado por los dioses, a la fealdad no puede sostenerla ninguna teoría. La fealdad no puede ser simplemente negativa. La fealdad es positiva: es provocativa, creativa

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

¿Qué es, en arquitectura, la fealdad? ¿Es posible una arquitectura sin estilo, acaso deseable la más reacia al ornato del adjetivo? Thomas Bernhard escribió una de las más violentas invectivas contra una ciudad en ese manual de cirugía, o tratado de estética, que es Maestros antiguos (1985). La diatriba es enunciada por un viudo que, al mismo tiempo que afirma que “el arte no conoce la compasión”, ataca con furor y saña a Viena, a la que maldice por feminicida y por sucia. Escándalo, catástrofe, hedor, espanto, asco, peste, aberración, histeria y náusea son algunos de los sustantivos a los que recurre el poliorceta para ponerle nombres a su animadversión civil. La mala arquitectura, postuló el Libro de Ezequiel durante la revelación del Templo Hierosolimitano, no es creación de Dios, sino obra de sus imperfectas criaturas.

La fea arquitectura es aquella que exuda el mercado para abastecer de madrigueras a La fea burguesía (1980), defendió Miguel Espinosa en su novela impía. La arquitectura frígida es el escenario de la vida común y ordinaria, argumenta biográficamente Manuel Vilas en Ordesa (2018). Benedictine, informa Peter Handke en Carta breve para un largo adiós (1972), era incapaz de distinguir si un poste eléctrico o un árbol tenían origen natural o artificial: la párvula suponía que ambos tenían un mismo principio genético. Ninguno era a sus ojos ni más hermoso ni horrible que el otro. Al mirar los pueblos y el paisaje, habituada a vivir sumergida en una realidad inmutable y tiranizada por símbolos incomprensibles, tampoco encontraba significativas diferencias entre un rascacielos y una montaña.

Homero

Andrei Tarkovsky, de espaldas junto a su equipo, durante el rodaje del incendio en «Sacrificio» (1986).

Alejandro Magno, recuerda Plutarco, asoló todas y cada una de las ciudades que conquistó. Andréi Tarkovsky hizo incendiar una casa al final de Sacrificio (1986). Ni el macedonio ni el ruso castigaron a la arquitectura por su fealdad. La de fealdad es una noción adolescente, formulada en la humedad de los cenobios y de los concilios iconoclastas y no en los talleres de escultura, una convención gestada en las academias y no a pie de obra en las canteras. La fealdad es discutible y contemporánea: es indemostrable y es irreal, e inexistente en la naturaleza y en la antigüedad reciente y remota. La fealdad de la arquitectura no es más que un tema literario de tercer orden, un asunto ajeno a las exigencias del espacio y a los requisitos del hábitat. La arquitectura presente en La fea burguesía es presumida, atrofiada, quizá ofensiva e indigesta, pero inmune a la fealdad. La de Ordesa es ordinaria, esquizofrénica, sin sustancia o criminal, aunque la fealdad no está incluida entre sus atribuciones.

La tradición se afana en sostener que la guerra de Troya se debió a la disputa por la belleza de Helena, aunque en la Ilíada no hay ningún juicio estético sobre ella. Tampoco sobre la Ilión que le da nombre: la epopeya no registra ninguna apreciación acerca de la ciudad en torno a la cual los héroes se disputan la gloria y la vida. Hay alguna referencia a sus murallas, al número de puertas, a la posición encumbrada de la ciudadela, pero nada se dice sobre el agrado o el desagrado que les produce a los sitiados o a los invasores su aspecto. Esta ausencia no es extraña en tanto que Homero no dice nada explícito sobre la supuesta beldad de Helena: tampoco acerca de la de ninguna criatura u objeto. Ni la belleza ni la fealdad tienen acomodo en la Ilíada o en la Odisea. Y si nadie se ocupa de quien, como dice Anne Carson (autora de La belleza del marido, 2002), “no tiene control sobre los efectos de su belleza en los demás”, por qué se va a ocupar alguien de los efectos trágicos que, acaso en la sociedad, pudiera causar la belleza o la fealdad de la arquitectura.

Tarkovsky

El Panteón de Agripa en Roma es uno de los pocos espacios del mundo en el que seres humanos de cualquier condición, niños y ancianos, novicias y agrimensores, austrohúngaros y vietnamitas, enfermos o atletas, basta con que estén dotados de la sensibilidad más mínima, se emocionan. El Panteón y los edificios del portugués Álvaro Siza y la arquitectura de Tarkovsky tienen la capacidad de conmover (hasta el éxtasis). Conozco referentes para la hermosura, pero no encuentro ningún buen ejemplo, uno incuestionable, para explicar las relaciones carnales entre la arquitectura y la fealdad. Ni siquiera el laberinto (la arquitectura monstruosa por excelencia) o la Torre de Babel (prototipo de la degeneración) me satisfacen. Los ejemplos que salen a mi encuentro solo son útiles para argumentar ciertas relaciones concupiscentes de la ciudad con la fotografía, o para establecer correspondencias entre la construcción y la insensatez, o entre la especulación inmobiliaria y el ornamento y el delito.

«La fealdad de la arquitectura no es más que un tema literario de tercer orden, un asunto ajeno a las exigencias del espacio y a los requisitos del hábitat»

Una vista de la ciudad chilena de Valparaíso (foto: Pxhere).

Si pienso en Valparaíso, no evoco el fragmento histórico de la ciudad chilena patrimonio de la humanidad, sino que veo la secuencia de cerros que la sitian, en los que proliferan, sin planeamiento ni infraestructuras, edificaciones precarias que no merecen siquiera el nombre de chabolas, levantadas con deshechos multicolores, que apenas preservan a sus ocupantes de la intemperie y de la miseria. Lo que parecen pinceladas de artista, son las paredes y las cubiertas infames de frágiles cobertizos delimitados por chapas procedentes de bidones de petróleo descuartizados y de latas de gasolina aplastadas, por retales y pecios de cuantos naufragios suceden, entre un terremoto y otro, en sus calles.

Quien dice Valparaíso dice Cuzco o São Paulo, o grita Pekín o murmura Sevilla. La fealdad emana de la opulencia (Marx), y no de la precariedad o la pobreza (Weil). No de la basura (Kant): la podredumbre es podredumbre y no categoría estética (Hegel). La fealdad es un lujo que no se puede permitir la escasez, inalcanzable para la arquitectura mínima. Que se celebre la Bienal de Arquitectura Iberoamericana y se exponga en 17 casas humildes del barrio de Chacarita, en Asunción, en un conflictivo asentamiento sin ley donde la mayoría de los residentes son menesterosos y no en enfáticos palacios de exposiciones, es un alegato a favor de esta hipótesis.

Pessoa

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

Fernando Pessoa se atrevió a afirmar a finales de 1915 que “el binomio de Newton es tan bello como la Venus de Milo”, y a denunciar provocativamente en el verso siguiente que “lo que hay es poca gente que se dé cuenta”. Y si hay poca gente que se dé cuenta de la persistencia y de la continuidad de la belleza entre una fórmula y una escultura, o entre la ciencia y el arte, cuánta menos habrá que identifique la que hay, por ejemplo, entre la arquitectura y la poesía. Este poema lisboeta no es solo un poema porque es, además, o es en primer lugar, un manifiesto de estética. Un manifiesto, coetáneo a los emitidos por las vanguardias históricas, en el que la belleza se extirpa, o se libera, de su secular secuestro por los artistas.

Pero lo que afirmó Pessoa en su primer verso ha tardado decenas de años en ser demostrado por la ciencia: la belleza, sea del tipo que sea, estimula, enciende, activa siempre el mismo lugar del cerebro. La audición de las Variaciones Goldberg de Bach y la contemplación del Éxtasis de Santa Teresa de Bernini excitan la misma pequeña región de la masa encefálica y provoca que el cuerpo segregue dentro de sí mismo, dopándose, idénticos neurotransmisores. Ese mismo lugar es el que reacciona al acariciar una piel que se aviva al tacto, al entrar en Sant’Ivo alla Sapienza o al babear ante una ecuación de hermosas caderas.

«Conozco referentes para la hermosura, pero no encuentro ningún buen ejemplo para explicar las relaciones carnales entre la arquitectura y la fealdad»

Lautréamont

Lo que no está aún claro, sin embargo, es si la fealdad también tensa esa misma área neuronal, o bien es detectada por un agujero obscuro y opuesto que sirve no de radar sino de sumidero. Pues la fealdad, por inconsistentes que sean sus fundamentos, no puede ser solo el arbitrario reverso de la belleza, aunque los diccionarios no encuentren otra forma de definirla. Es, proponen, lo que disgusta o desagrada debido a su aspecto: lo que no complace ni a la vista ni al espíritu por la imperfección de sus formas. Pero como el canon de las formas perfectas no ha sido aún desvelado por los dioses, a la fealdad no puede sostenerla ninguna teoría. La fealdad no puede ser simplemente negativa. La fealdad es positiva: es provocativa, creativa. Mientras la belleza paraliza, la fealdad activa. La fealdad en la arquitectura (contrariando a Breton), será convulsa o no será: convulsa (a partir de Lautréamont) como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.

Lo que Pessoa afirmó en el segundo verso es una evidencia que no requiere demostración alguna: hay demasiada gente insensible, multitud de personas a las que la belleza y la fealdad les pasa desapercibida. Y hay demasiada arquitectura anodina e inculta enemiga de las sensaciones, que sucede indolente al margen de la belleza y la fealdad. Aunque quizá esta no sea una grave desgracia: quizá ha llegado la hora de aspirar a una arquitectura sin figura, proyectada para el advenimiento de la ceguera, ajena al efímero prestigio de la hermosura y del terror, ya liberada de la indeseable y opresiva dictadura de la imagen.

 


José Joaquín Parra Bañón es arquitecto, catedrático de la Universidad de Sevilla y autor de Arquitectura de la melancolía (2019, Athenaica).
Este artículo se ha publicado en el número 212 (julio-agosto 2020) de la edición en papel de Revista Mercurio.

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