¿Qué es un escritor? A priori, alguien que se sienta en una mesa para entregarse durante meses a un confinamiento voluntario. Un creador que cabalga sobre el impulso furioso, como lo llama Muñoz Molina, del que emana la literatura. ¿Es así? Bueno, tal vez antes. Hoy un escritor es alguien que, además de teclear, está obligado a dejarse ver, a llamar la atención en las redes, a no permitir que pase un día sin que internet sepa algo de él o de su trabajo. A ser guapo o guapa, a ir al gimnasio y vestir bien.
La línea que separa al literato de la farándula digital se ha difuminado y también el mundo de la escritura ha sucumbido al selfie, al filtro belleza. Rulan por internet listas con los autores más guapos. La palabra influencer, acaso el neologismo más triste de la historia del español, se ha instalado en todos los campos, de la misma manera que los auténticos influencers, esas personas que, de la nada, convirtieron su imagen y su vida en un negocio, se han puesto a escribir libros, como si el mundo de lo banal y el de la intelectualidad no conocieran ya fronteras, como si tener un ejemplar en las librerías fuese un complemento más de ese término tan siniestro llamado marca personal.
«Los influencers se han puesto a escribir, como si tener un ejemplar en las librerías fuese un complemento más de ese término tan siniestro llamado marca personal»
Vivimos en un tiempo de culto a la imagen y nuestros escritores han desarrollado una coquetería inusitada. Miro a los que tengo de amigos en Facebook e Instagram o a los que sigo en Twitter y, en algunos casos, me cuesta pensar que no sean modelos. Selfies imposibles o books historiados que dejan en nada la tradicional y algo casposa galantería de las solapas, con esas fotos tomadas en los años de juventud -ya no cuelan, ¿lo sabéis?- y la barbilla suavemente posada sobre la mano. Y es que, efectivamente, esto de la pose literaria no es nuevo. Dandis, románticos y valleinclanes aparte, en el siglo XX son los mozos de la generación del 27 los que empiezan a gustarse cuando se miran al espejo. De clase media alta, ociosos y viajados, estos poetas se encargan de que su paso por el mundo quede gráficamente documentado, de salir bien en la foto. Son nuestros primeros presumidos. Pienso también en Neruda y Alberti, dos auténticos ligones. O en Miguel Hernández, un guapazo del campo, lo que hoy se diría -qué horror- un lumbersexual. Carmen Laforet era esa guapa que quiere disimularlo. Vargas Llosa, un galán como de telenovela, nacido para el traje de chaqueta. Y qué decir de Semprún, un seductor total que se sabía un Mastroianni literario.
De acuerdo, Instagram no ha inventado la pólvora, pero ha llevado el ego literario y el cuidado de la imagen a niveles estratosféricos. Como todos, los escritores también se han postrado ante el masaje en el ombligo que producen los likes. Hace unos años, escribí un reportaje en torno a ideas similares que nació de la imagen de Agustín Fernández Mallo pensando su próxima columna a lomos de una bicicleta elíptica. Ciertamente, según las fotos emergían de la intimidad de los álbumes familiares para pasar a formar parte del patrimonio colectivo, las exigencias empezaron a mutar. En ese instante, todos elegimos una pose. Recuerdo a Espido Freire en una entrega del Planeta vestida como la que va a recoger un Oscar; recorro los tatuajes de Kiko Amat y de Ray Loriga, quien, como un Karl Ove Knausgård patrio, protagonizó con una fotografía suya la portada de uno de sus libros, por supuesto con su sempiterna pose de escritor maldito, intelectual airado, chulito de la clase. O pienso en los labios rojos de Luna Miguel, otra fiera de la marca personal, una estrella de la red. De igual manera, me quedo impactada con la vida de cara a la galería, como de banco de imágenes, de Manuel Jabois y su novia Gabriela, que en su cuenta conjunta de Instagram narran sus días con filtro Valencia, en una más que edulcorada felicidad en la que todo resulta idílico.
Sigo con envidia insana -porque de eso va todo- la fastuosa vida de viajes, encuentros con célebres amigos y restaurantes de Elvira Lindo, cada día más guapa, la puñetera… Podría continuar muchas líneas arrojando ejemplos. Pero que hablen los demás. También es envidiable la cotidianidad de Sabina Urraca, casi tanto como su agilidad a las teclas y su capacidad para contar buenas historias (también en las redes). Esta autora hace mucho que le perdió miedo a mostrarse en internet: lo mismo se desnuda con su novio estupendo durante el confinamiento en su piso de Usera que nos muestra las acrobacias que es capaz de hacer. Se lo ha pedido todo. Un día contó, sin embargo, que en unas fotos que le hicieron para una revista le habían practicado tal lifting digital que apenas se reconocía cuando las vio publicadas. Se enfadó mucho. Le pregunto por aquel episodio y sobre este momento Lluvia de estrellas en el que un escritor de a pie se transforma en un famoso:
“Los escritores o periodistas freelance pasamos mucho tiempo a solas, medio en pijama, y no está del todo mal que, si te va el asunto, de vez en cuando te vistan y te den un poco de color. En esta ocasión fue lo típico: fuimos allí, nos vistieron, peinaron y maquillaron durante mucho rato, y nos sacaron fotos. Recuerdo que vi las imágenes antes de que las retocaran y, modestia aparte, me vi bastante bien. Como para no verme bien: había estado más de dos horas en maquillaje y peluquería. Fue bastante impactante comprobar, al salir la revista, que me habían borrado los rasgos hasta el extremo de dejarme sólo los ojos y la boca muy tenue. De la nariz, únicamente dos agujeritos. Fue un shock, como si todo el asunto de los cánones y los rasgos perfectos hubiese quedado atrás, y ahora, directamente, lo temible fuese tener un rostro. Tampoco entendí demasiado bien por qué lo habían hecho. Yo no soy modelo, no soy actriz. ¿Qué importa que una escritora se acerque o se aleje de los cánones? Fue bastante absurdo. Les escribí diciéndoles: «Gracias por dejarme los agujeros de la nariz. Al menos podré respirar»”. Contra esto ha batallado mucho Laura Freixas, que en numerosas ocasiones ha denunciado cómo los suplementos femeninos convocan a las escritoras para ponerlas a hablar de un tema random en unas páginas que, al cabo, no son otra cosa que una producción de moda disfrazada de reportaje. Una vez más, el precio siempre es más caro para las mujeres.
Sabina Urraca: «Nos vistieron y maquillaron. Cuando vi las fotos, no me reconocía. Tuve que decirles: gracias por dejarme los agujeros de la nariz. Al menos podré respirar. ¿Qué importa que una escritora se acerque o aleje de los cánones»
Preguntada por la importancia que hoy tiene la presencia en las redes para la venta de libros, la autora de Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel), responde: “La visibilidad que me aporta internet es fundamental en mi vida profesional. Reconozco que a veces me molesta, que me gustaría poder vivir ajena a todo eso. Otras veces me divierten muchísimo las redes sociales y me parecen un muy buen lugar en el que escribir y leer a otros. Han sido fundamentales en mi vida: gracias a las redes e internet empecé a colaborar en medios, conocí a los editores de mi primer libro y me he encontrado con muchos de los que ahora son mis mejores amigos (algunos de ellos escritores a los que leía en redes). Pero, y eso es curioso, durante mucho tiempo fui bastante reacia a mostrar mi imagen. No la escondía, pero tampoco era muy dada a poner fotos de mi cara. Poco a poco, por una mezcla de impudor personal, pero también por una sensación de que no quedaba otro remedio, he ido mostrándome más y más. Y sí, algunas veces la sensación es de que cuanto más presente estás en internet, más trabajos salen, más te llaman para hacer cosas. Eso es bueno, porque de algo hay que vivir, pero llega un momento en el que te ves inmersa en una vorágine de eventos, presentaciones de libros, charlas, etcétera, que resultan muy gratificantes de primeras (y que, si juntas muchas, dan algo para vivir), pero que te alejan absolutamente de lo que de verdad quieres y tienes que hacer, que es escribir. Hay que tener cuidado para que el monstruo del escritor en redes no se coma al verdadero escritor, al que tiene que ser capaz de sentarse a solas y escribir sin necesidad de likes ni palmaditas en el hombro”.
«Hay que tener cuidado para que el monstruo del escritor en redes no se coma al verdadero escritor»
En el polo opuesto, como una suerte de Emilio Dickinson del siglo XXI, un Salinger dándole el puñetazo al paparazzi, se sitúa el audaz y divertidísimo Santiago Lorenzo, autor de joyas como Los asquerosos (Blackie Books). El novelista vive en un lugar remoto en el que “no sucede nada”, no tiene ni tele, limita sus apariciones, pasa siete pueblos de su imagen pública y jamás se pasea por los mundillos y jaranas de la capital. A los mundillos los llaman mundillos por algo. “La cuestión espinal consiste en que lo que salga sea lo que has fabricado, no tú. En muchas ocasiones es ineludible, porque tienes que ponerte a hablar por tu libro. Pero intento evitarlo todo lo que puedo. Mi vida social sería una putísima mierda si existiera. En fin, si fabrico una cosa y acuerdo con el editor que la vamos a sacar, mi sentido de la responsabilidad profesional me lleva a que el producto aparezca en la mayor parte de los sitios posibles, pero me he negado a este tipo de historias de dominicales que te piden que te pongas camisetas y zapatos para, en vez de vender tu libro, vender la marca de los huevos. De haberlo hecho, mis amigos se habrían descojonado por ver ahí puesto a un hipócrita vestimental. No, no soy precisamente Paris Hilton, al poco de empezar a escribir me vine aquí a vivir. Ni siquiera tengo móvil, así que tampoco me tiro selfies, un ipsum, lo podríamos llamar, que tiene una raíz latina mucho más digna. Los escritores suelen estar muy descontentos con que no les echan cuenta. No es mi caso. Y no creo que un Instagram me ayudase en tal caso. Tampoco tengo Twitter porque si se me ocurre algo que es una estupidez, no la quiero ahí para nada. Al menos, si la publico en un libro, va pensadita. Eso me evita las grescas”.
Santiago Lorenzo: «La cuestión espinal consiste en que lo que salga sea lo que has fabricado, no tú»
Huir de la fama
No sabemos si la creativa Berta Bernad ha leído a Lorenzo, pero, como él, decidió mantenerse alejada de las cámaras. Ni siquiera aparece su imagen en su foto de Whatsapp. Con 21 años, en cambio, llevaba una vida de viajes y lujos, regalos y contratos con firmas internacionales. Rondaba los 100.000 seguidores cuando eligió dejarlo todo y largarse. No pudo hacerlo de forma gradual, cuenta a Mercurio, tenía que ser un golpe de katana. Literalmente borrar su imagen pública de la red. Ahora ha contado ese proceso en una novela, Mi nombre es Greta Godoy (Planeta).
Su historia, que es la inversa a la que venimos contando, la de los escritores que acaban pasando por el aro, es también una historia dolorosa. Aunque hoy recuerda aquellos años con cariño, en su momento ese ritmo le procuró un malestar difícil de soportar. “Llevaba cinco años dedicada a mi imagen. Me di cuenta de que ya no me estaba haciendo feliz y decidí probar otro camino. Aquello había alterado los valores de mi vida. Que la gente sepa tanto de ti cuando te conocen te crea un complejo, la relación está descompensada. Sentía que les debía una simpatía. Al final, si subía fotos mías, iba a seguir siendo una influencer y aquella era una etiqueta que se me quedaba corta para todo lo que yo quería hacer. No obstante, al término influencer le ha ido bien el paso del tiempo. Antes era un cajón de sastre en el que entraba cualquiera, por lo que adquirió matices peyorativos. Hoy los influencers se dividen por nichos y el panorama ha mejorado”.
Volvemos a uno de esos nichos: el de los literatos influencers. Gentes con legiones de seguidores en Twitter, pero también en el reino de la superficialidad que es Instagram. En un mundo donde la media de tiempo para lograr un selfie se sitúa en unos 16 minutos, una se pregunta: ¿Esta gente cuándo escribe? Según Berta, que hoy lleva la imagen de varias personas del mundo de la cultura, en este sector, «y en todos los que impliquen lanzar un producto al mercado», se exige una buena comunicación en la red, máxime después de la pandemia. «Se publican libros muy malos que tienen mucho éxito porque llevan detrás una buena campaña de marketing digital. Y otros muy buenos que se quedan en el olvido por lo contrario. En mi agencia, Mind Light, ayudamos a la gente a llevar su estrategia en internet, que se traduce en establecer las bases de cómo quieres que sea tu vida virtual, la imagen que proyecta de ti mismo y de tus negocios. Me encuentro con que muchas veces los artistas no saben venderse».
¿Oportunidad o esclavitud?
Bernad, que escribió su novela para cerrar una etapa y analizar qué había sucedido en el epicentro del fenómeno influencer, asegura que detrás de cada anhelo de visibilidad social hay una promesa de un futuro económicamente próspero. Pero, ¿realmente les comporta beneficios a los autores? Y, en caso de que sí, ¿hasta qué punto limita esta producción en la red la otra, la importante, la producción literaria? De nuevo, Sabina Urraca defiende que gracias a internet le han ido surgiendo oportunidades, pero está de acuerdo en que hay que controlar esta visibilidad porque sí compromete el tiempo que debería destinarse a la escritura de libros: «Uso una aplicación que me capa todas las páginas que yo le indico (que son casi todas) y que me ayuda a centrarme. Por otra parte, escribir en redes también tiene una parte muy divertida: los textos son más naturales (aunque yo los edito bastante, incluso cuando ya están publicados), más cortos. Tienen una fuerza distinta, que hace que sean utilizables a posteriori. En mi primera novela, y también en la que estoy escribiendo ahora, hay fragmentos o ideas que ya estaban esbozados en algunos posts de Facebook. Mi sentimiento hacia las redes a veces es de furia, de sentir una absurda esclavitud hacia ellas. Otras veces me digo que ya está, que es la época que me ha tocado, y que creo que estoy usando más o menos bien los recursos que mi época me ofrece. Y en ocasiones fantaseo con que finalmente me sucede algo —un linchamiento en redes, un súbito asco profundo hacia esta sobreexposición— que me haga alejarme de internet y ser una escritora de las de antes. Miranda July, en su libro Te elige, habla de cómo envidia a todos los escritores o guionistas que escribieron todas sus obras antes del comienzo de internet, porque a ella sólo le dio tiempo a escribir el guion de una película antes de que la distracción de la red se interpusiese en su camino como un obstáculo. Yo también siento esa envidia, pero al mismo tiempo me divierte infinitamente internet».
La autora parece haber encontrado un equilibrio; claudica, pero ha logrado un pacto. No se siente mal por no opinar constantemente de todo, otra de las tiranías digitales, ni se somete a la esquizofrenia de no dejar pasar un día sin que el mundo sepa algo de ella. Ahora sólo escribe en redes por impulso, por ese impulso furioso que decíamos al comienzo que mencionaba Muñoz Molina. Y esa es la base de la literatura.
Mientras tanto, el otro mundo, el de los influencers que nacieron influencers y que ahora quieren escribir novelas, sigue aumentando su población por días, arropado por el interés de grandes grupos editoriales, que buscan a guionistas o escritores fantasma para que redacten estos productos (la palabra va con mayúsculas aquí), obras que se han colado en la mesa de novedades y en las páginas de Cultura. Como un vasito de agua han entrado.
Intentamos para este reportaje hablar con una otra joven influencer (una niña, en realidad) que supera el millón y medio de seguidores y que tiene ya dos libros en el mercado. Tras varios días de largas de un padre agotado de la adolescencia imposible de su hija famosa, decidimos no esperarla más y publicar esta historia sin ella. «Ha cogido frío», «ahora está descansando», «la he pillado en un mal momento, está muy rebelde», «vuelve a llamar la semana que viene». Ojo a estos nuevos «autores» -atención a las comillas-. Los libros los publican; pero nada de entrevistas, que eso no se cobra.
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