La exposición Aventureras gráficas se presenta como una especie de revuelta silenciosa. No levanta la voz, no necesita pancartas, no apela al grito, pero actúa como una grieta persistente que resquebraja la muralla de lo establecido. Cinco autoras, cinco estilos, cinco mundos que, sin embargo, convergen en algo más que su género o su medio de expresión: comparten la vocación de dejar huella, de no ser decorativas, de ser incómodas, brillantes, incómodamente brillantes. Y todo esto en el cómic, ese territorio hasta hace poco considerado una suerte de subliteratura con dibujos, y que ahora se atreve a competir con la novela, el ensayo y el cine sin bajar la mirada.
El término «aventurera», como recuerda el comisario Paco Cerrejón, no es precisamente neutro. Tiene aristas, sospechas, connotaciones que la RAE remata con una acepción cuestionable: «persona sin oficio ni profesión que trata de conquistar en la sociedad un puesto que no le corresponde». Quizá por eso este título no solo es pertinente, sino provocador. Porque estas cinco autoras —Natasha Bustos, María Medem, Ana Penyas, Laura Pérez y Nuria Tamarit— no piden permiso. No se inscriben en la casilla que les dejaron. Han decidido que su oficio es la creación, su profesión la narrativa gráfica, y su lugar, el centro del discurso cultural contemporáneo.
La Sala de la Provincia, donde se aloja la muestra del 23 de junio al 21 de septiembre de 2025, se convierte en algo más que un espacio expositivo: es un tablero de juego, un bosque, un campo de batalla, un laboratorio. En las paredes cuelgan 104 originales y reproducciones, piezas que se despliegan no como trofeos de museo, sino como rastros de una exploración en marcha. Hay un itinerario clásico, lineal, para quien prefiera el orden. Y otro a lo Harry Beck, con líneas de color que el visitante puede seguir a su antojo: rojo para la amistad, verde para el tiempo y el progreso, azul para el dorado, amarillo para la naturaleza, naranja para la belleza gráfica. Es un mapa que recuerda que toda gran aventura, también la del arte, necesita su cartografía.
El conjunto funciona como una sinfonía coral. Natasha Bustos encarna la pirueta difícil: moverse en el mundo del cómic mainstream sin perder la voz propia. En un ecosistema donde el autor tiende a disolverse en la franquicia, ella resiste con una línea ágil, contundente, sin perder la expresividad. En Moon Girl and Devil Dinosaur, Bustos consigue lo que parecía imposible: que una historia de dinosaurios y adolescentes tenga el pulso de la mejor literatura juvenil sin abandonar la pirotecnia superheroica. Lo suyo es un manifiesto de autoría en mitad del ruido editorial.
María Medem, en cambio, juega en otra liga, la de la sugerencia, el símbolo, el sueño. Por culpa de una flor es un libro que debería haberse editado en la editorial Minotauro de los años setenta. Medem no dibuja, invoca. Sus colores planos parecen extraídos de una paleta chamánica. Sus composiciones, hipnóticas, mezclan lo microscópico con lo cósmico. Hay algo de escritura automática, de ceremonia interior, de liturgia de lo leve. Y, sin embargo, todo se sostiene: no hay una línea fuera de lugar, ni una decisión que parezca gratuita. Medem consigue que lo vaporoso tenga espesor.
Ana Penyas, por su parte, es la arquitecta del compromiso. Su trabajo en Todo bajo el sol recuerda que el cómic puede ser también una herramienta de denuncia sin caer en el panfleto. Narra un proceso de gentrificación, de invasión turística, de destrucción del paisaje, pero lo hace sin aspavientos, sin maniqueísmos. Penyas se apoya en la vida concreta de personas concretas para articular una crítica feroz al modelo económico del ladrillo. En sus viñetas no hay héroes ni villanos, solo humanos aplastados por decisiones ajenas. Y su estilo, de una sencillez engañosa, tiene algo de muralismo doméstico: todo parece dibujado para quedarse.
Laura Pérez se mueve en otra frecuencia, más brumosa, más lunar. Su trilogía Tótem, Ocultos y Nocturnos es una expedición al territorio de lo invisible. Sus cómics son linternas que iluminan pasadizos de la percepción. Hay algo lynchiano en su forma de narrar: todo parece reconocible hasta que se tuerce, hasta que el lector cae en la cuenta de que aquello no era real o, peor, lo era demasiado. Pérez trabaja con el fuera de campo, con lo que no se dice, con lo que apenas se insinúa. El color, siempre tenue, refuerza la atmósfera de duermevela. No hay grandes gestos, pero sí una poderosa persistencia emocional.
Nuria Tamarit es la que más claramente conecta con la tradición del relato clásico de aventuras, aunque lo retuerce desde una sensibilidad ferozmente contemporánea. Loba Boreal es un cómic de supervivencia, de resistencia, de mujeres fuertes, pero también de territorios heridos. En sus páginas hay nieve, sangre, piel, árboles, huesos. La naturaleza no es idílica, es un personaje más. El feminismo y el ecologismo no son consignas, sino el sustrato mismo de la historia. Y Tamarit lo dice con una paleta cromática que no escatima potencia. Aquí el color no es decoración, es estructura.
Todas ellas participan de una tradición común, aunque lo hagan desde registros dispares. No se trata solo de que sean mujeres —aunque no es un dato irrelevante en un medio históricamente masculinizado—, sino de que entienden el cómic como un espacio de libertad, de experimentación, de insubordinación. Son herederas de los tiempos en que El Víbora o Nosotros somos los muertos se atrevieron a cuestionar la frontera entre el arte y la contracultura, pero han superado esa tensión: ahora pueden estar en el museo y en la calle, en el catálogo de una gran editorial y en la autoedición más marginal. Han domesticado al sistema sin renunciar a su rugido.
Aventureras gráficas no es una exposición para pasar de puntillas. Obliga a mirar. A detenerse. A desmontar prejuicios. A entender que el cómic ya no es un género menor, sino un lenguaje mayor. Que en sus páginas se juega buena parte de lo que entendemos por cultura hoy. Que estas cinco autoras, cada una a su manera, no solo están contando historias: están haciendo historia