
Recordar: […] 1. Pasar a tener en la mente algo del pasado. 2. Tener algo o a alguien en la mente o en consideración. 3. Dicho de una persona: Hacer que otra recuerde algo.
Yo recuerdo
Tú recuerdas
Él, ella recuerda
Nosotros recordamos
Vosotros recordáis
Ellos recuerdan
(DLE)
Va de verbos
Hasta aquí, hoy, acepciones del verbo en cuestión y su presente en modo indicativo, voz activa y aspecto imperfectivo (recuerden, la acción no ha de darse por finalizada, continúa en proceso, durativa, no podemos vivir sin recordar, pues la memoria es nuestro anclaje no solo al tiempo ya vivido y al presente en fuga, también al que nos queda y del que Jorge Manrique, despojando de la vitalidad esperanzada que irradian el de Caballero Bonald y el proverbio de Machado –“hoy es siempre todavía”– sabe que daremos, aunque non venido/ por pasado). Siguiente ejercicio: sus formas en modo imperativo: recuerda tú, recuerde usted, recordad vosotros, recuerden ustedes. Ya casi estamos, una última actividad –la etimológica– y lo tenemos: del latín recordāri. De la etimología, esa disciplina filológica que es como bucear en el tiempo-mito de las palabras, señala la profesora Lola Pons, en el prólogo a El origen de las palabras (Ricardo Soca, 2021), que dispuso de un significado escueto: ‘lo verdadero, lo real’. En su taxatividad de raíz griega –ἔτυμον– étymon contenía toda una fe de vida semántica. Cuando el étimo que se necesita es el del verbo con que hemos comenzado, el clásico Corominas acude también puntual y, por ir abreviando, nos remite a la estructura diáfana del vocablo: una raíz, cor, auténtico corazón de la voz, y un prefijo sencillo, re, duplicador, regresivo e insistente. De la combinación de ambos surge el verbo cuyo significado no es sino ‘volver al corazón’. Volver a sentir, retornar a la pulsión, activar lo vivido: que el corazón palpite nuevamente ante la evocación firme de lo que fue y en ese instante es. Recordar es un verbo subyugante, en especial cuando el transcurso del tiempo inasible ya supone una de las asunciones trascendentes en la vida del individuo, que, dotado con la palabra (que sí haya dispuesto darle el cielo), lo consignará como clave para la recuperación de los poemas calcinados que fueron las Rimas (Bécquer, Poemas que recuerdo del libro perdido [1871]), despertar del espíritu a la conciencia de su finitud (Manrique, “Recuerde el alma dormida”, copla I), antítesis que iguala al pasado y al futuro (Elena Garro, Los recuerdos del porvenir [1963]) o instantánea-metonimia de la niñez luminosa (“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla” («Retrato» [1907], Antonio Machado, en Campos de Castilla [1912]). Sobre la voluntad y la coacción que el sujeto pudiera ejercer sobre el recuerdo, mucho tienen que decir quien no deseaba acordarse de cierto lugar, así como quien insiste, desde la fascinación, en que un tercero innominado evoque, imperativamente y sin cansancio, lo onírico que alojan unos valles, una playa y unas colinas.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme es, no solo el íncipit más memorable (por seguir con esta isotopía y campo léxico-semántico) de toda la historia de la literatura, también la burlona provocación del narrador (el primero de todos los que vendrán) para con el lector. Porque uno no puede ejercer de facto su deseo de recordar u olvidar, mucho menos si el anhelo se expresa en negativo, pues es como si –en el fondo– reconociera tácitamente que claro que guarda con todas las de la ley en su memoria el topónimo del lugar dichoso, en su doble extensión de espacio específico y escurridizo, pero también de feliz recordación, palabra que tanto recreara el ánimo de Cervantes en Lepanto, incorporada como señuelo a la batalla contra los molinos (Quijote I, VIII). Tampoco se puede prescribir el recuerdo. Aunque venga casi rogado por la interjección oh, preludio mínimo pero sumamente expresivo de la naturaleza conmovedora e irreal de unos hechos tan singulares, que casi parece imposible no haberlos retenido en la memoria. Recuerda, oh, recuerda (1975) es orden encarecida que Ramiro Pinilla (1923-2014) inculca a los lectores y a las criaturas que transitan por sus primeros relatos. También el vate ciego delicadamente imploraba y exigía a la musa numinosa precedida por su oh de rigor, que le cantara la cólera de Aquiles. La gramática al quite para que sigamos leyendo.
Recuerda, oh, recuerda (1975)…
Análisis sintáctico tradicional (o interrogatorio y casi ficha policial para nuestro primer título): ¿quién ha de recordar? ¿Y el qué? ¿Por qué? ¿En qué términos? ¿Para qué tendría que poner patas arriba su memoria quien quiera que sea que deba acometer, no sin esfuerzo en apariencia, una acción tan tajante, pero también tan elegantemente formulada? El viejo modus lingüístico antepuesto al dictum, o lo que es igual, la actitud prescriptiva de quien toma la palabra (escrita, esto es, Ramiro Pinilla) nos devuelve un título exhortativo y un pavoroso vacío de cara a la transitividad del verbo de partida, pues no se halla complemento directo alguno (hoy lo complementamos denominándolo argumental, cosas de la Nueva gramática de la lengua española) capaz de delimitar su vasta materialización. Recuerda, oh, recuerda sería la primera de las dos colecciones de relatos que el escritor vasco, Premio Nacional de Narrativa en 2006 y (doble) de la Crítica (1962 y 2006), llevaría a cabo. Primeras historias de la guerra interminable (1977) había consistido en un giro de timón (Pinilla, que no quiso formarse como marino y práctico al mando de uno) para con los temas abordados en los cuentos de dos años antes. A la explicitud titular de una guerra, la civil, cronificada para unos personajes y un pueblo, el vasco, concernidos por las vivencias trascendentes de «Gernika», «Euskera ez» o «Coro», la había precedido la indeterminación sugerente de la materia recordada pero no expresa. Recuerda, oh, recuerda era, al mismo tiempo, título compartido con el penúltimo de los textos, tal como los edita Tusquets en 2011, el más extenso de todos ellos, casi novela corta depositaria de uno de los episodios institucionales del mito de lo libre que retorna a La tierra convulsa (2004). Integraban la colección cuatro relatos más («Nombre», «El viaje», «El pez» y «El megatafio»), todos ellos situados en los acantilados, la arena, el mar, mitificados y sin poder ser llamados todavía hasta que en el primero emerja la guturalidad onomatopéyica (“BASK, BASK, BASK, BASK” [Pinilla 2011: 18]) del primer grupo cuasi humano de la Galea, o Algorta, o Getxo: el tronco cavernario de la estirpe de los Baskardos –que detienen el tiempo en Sugarkea–, y de los Bascardos, la raza de los Hombres de Metal. Todos sustentarán la trilogía. Pinilla establece en ellos la cronología difusa de un tiempo ágrafo, y tras lo que pareciera hominización (¿o humanización, por escoger al Roble totémico como espacio de encuentro de la comunidad?), se lanza en «El viaje» a la evangelización fallida y confusa que amalgama a Cristo con Urtzi, haciendo de Baskardo el santo (y seña) de la nueva religión. Un recorrido por la prehistoria y protohistoria desde la ficción que recuerda la música del Gabo de 1967 cuando el “mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre” (Cien años de soledad, [2007:9]). Los acordes de lo real maravilloso (tan importante siempre para Pinilla hallar el tono, el ritmo, el tempo y la cadencia como escritor que se mira largo tiempo en Faulkner y García Márquez) se intensifican en «El pez», hipérbole inversa de la ballena que doña Toda Garzea, señor de Vizcaya, “una mujer elefantina de ciento treinta años” (Pinilla 2011: 67) que evoca a la Mamá Grande, desea ver a duras penas antes de morir. En el traslado épico del animal, desde su piara o su rebaño (sí, su piara o su rebaño) hasta la orilla frente a la casona de doña Toda, transcurrirá una historia amorosa alimentada por los milenarios Caín y Abel, Jacob y Raquel, o Uter Pendragón, también por la contrariedad más clásica con un agote como protagonista. Para entonces, el verbo recordar ya aparece en las bocas de Sator Baskardo y su madre, así como en la de Allande Garzea. «Recuerda, oh, recuerda» recibe de su autor el privilegio de dar nombre a la colección entera. Porque la cacería frenética que confronta a Efrén (enfebrecido como Ahab con la ballena blanca) con el pequeño Manuel Goenaga, pastor desesperado de las llamas que Saturnino Altube trajo hasta Getxo, nos devuelve (o nos instala por primera vez) a la revisión de David contra Goliat, enrocado en salvar al rebaño del que no quedará más que el macho Cristóbal como símbolo telúrico de la libertad del Hombre (y es que Pinilla puntualizaba en una de las entrevistas concedidas a Ernesto Maruri [2004] que escribía sobre los vascos porque estoy aquí. Si hubiera estado en Groenlandia, serían esquimales. […] Un novelista tiene que trabajar con el escenario, las costumbres, y aquí son vascos, pero no es determinante. La idea es el Hombre con mayúscula).
Huevo –literal para el escritor– de Verdes valles, colinas rojas, la angustiosa persecución hasta alcanzar la cima del Gorbea ampara historias milenarias de bertsolaris y linajes, la posesión del fuego, la debacle del Diluvio, la llegada de los palitroques o escritura, la determinación de unas hormigas primitivas y ciegas, el Génesis del Getxo de Pinilla. Es la madre de Manuel quien debe recordar (“Recuerda, ama, recuerda” [Pinilla 2011:161]) cómo se condujo la tierra hasta la Edad del Hierro. Pero, “después de media jornada de llanto […] estrenó una mirada para el hijo. […] no he recordado nada […] hay muchas cosas que nunca me han contado” (162). Ramiro Pinilla se las contará todas a ustedes.
El mar de Arrigunaga (2023)
Qué ocurriría si lo recordado (también) fuera el mar de Arrigunaga, y quien recordase la figura al frente de la declaración y dedicatoria de la edición de todos sus relatos en 2011. Gramaticalmente nada: la suplencia del recordatorio de ecos bíblicos de los orígenes de todo un mundo autónomo por la evocación de la playa, el acantilado o la línea del horizonte que hicieron físico el tiempo de un niño, un adolescente y un joven Ramiro Pinilla. El mar de Arrigunaga (Arrigúnaga, esdrújula ¿no les parece más rítmica?) es la novela con que María Bengoa resignifica al autor que solo resignado concedía entrevistas, transformándolo en el pilar (o si queremos, en la fundacional barra de madera labrada que encalla en La tierra convulsa) de un texto narrativo biográfico, sin ser biografía, lírico, sin ser novela lírica, de una novela de formación sin ser un bildunsgroman. Porque rebasa cualquiera de estos taxones precisamente por ser una forma muy hermosa de conocer a nuestro autor. Los noventa años brillantes de Pinilla –él, opacado en tantas ocasiones por un sistema editorial ajeno a la voluntad férrea de mantenerse, saberse y sentirse libre– se detendrán en la cuarta y última de las partes, «Los años épicos», en los apenas treinta siete de un hombre entero (Bengoa 2023: 298).
Dará comienzo, ahora sí, la primera gran incursión a nivel nacional al alzarse con el Premio Nadal en su edición de 1960 con Las ciegas hormigas. Pinilla, que admiraba a la Matute, su predecesora con Primera memoria (1959), habrá compartido con ella la condición de niños asombrados por la guerra civil y la posguerra que invalidaron la cotidiana seguridad infantil, pero que también robustecieron un carácter tenaz, perseverante, recto, infatigable, introspectivo y firme en la consecución de un objetivo: escribir, razón última de ser. La primera memoria que recuerda Bengoa de Pinilla lo situará en Bilbao y en familia, con la madre –por quien confesaría muchos años más tarde que deseó ser escritor–, el padre y Poteto, el hermano, mecanografiando infantilmente con las indicaciones de aquella en la vieja y recurrente Underwood retirada (qué tendrá que tu padre –Héctor Abad Gómez– o tu madre –Margarita G. Buded– te enseñen a escribir a máquina…). Los chiquillos de Hegroz y de la Artámila de Ana María Matute son los críos recios de Getxo y sus veranos, mentores en un mundo paralelo a Barcelona y a Bilbao, con el ataúd lúgubre de la cámara de Arrune con el que el pequeño Ramiro escarmentará a los suyos. El cine, las lecturas incansables de Dickens y de Twain, de Benjamin Franklin y más tarde Henry David Thoreau, la epifanía del “apremio de empezar algo” (Bengoa 2023:41), así como la iniciación en la muerte con Fité, julio del treinta y seis, y la vaca recién parida a la que llaman Cordera marcarán el adiós progresivo a la puericia. Entonces, María Bengoa adentra a Ramiro en los vericuetos de la adolescencia ritmada por los clásicos (“Leyó tanto que, sin darse cuenta, fue adquiriendo firmeza interior” [Bengoa 2023: 85]), pero también por la colaboración pragmática con la economía familiar ensobrando los cromos durante una posguerra inolvidable. Los primeros textos cobran forma, como las novelas policíacas de sus heterónimos de noir americano, o el cuento Sola; también las revisiones críticas de los certámenes, o Angelines y su desabrimiento hiriente. El capitán Chimista, Shanti Andia y todos los pilotos de altura de Baroja (otro vasco íntegro) pronto son el reverso bizantino y feliz de las travesías reales de Pinilla, disciplinado en el vientre de las ballenas Mar Rojo y Mar Cantábrico que lo expulsan para siempre como sujeto agente del mar, feliz en su condición paciente y contemplativa de la mar en Getxo. El vigor schopenhaueriano de la voluntad inquebrantable legado a Sabas Jauregui, su personaje vencedor en el Nadal, es ya el principio rector de Pinilla para cuanto emprenda, en silencio, insobornable.
El mar de Arrigunaga, memoria hecha palabra, conjura la amargura de Simone de Beauvoir en la ceremonia del adiós. El recuerdo dilata la vida.
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María Bengoa (2023). El mar de Arrigunaga. Barcelona, Tusquets.
Gabriel García Márquez (2007). Cien años de soledad. España, Alfaguara.
Ramiro Pinilla (2011). Los cuentos. Barcelona, Tusquets.