Crónicas desorbitadas

Clásicos atemporales : «Groenlandia»

Las diatribas continuas de Donald se mueven en un insólito equilibrio entre lo cargante, lo estridente y el surrealismo.  Este odioso magnate convertido en figura tragicómica de la política, ha decidido que Groenlandia debería ser el próximo objetico en su tablero de Risk mental. Como cualquier otro delirio del próximo presidente de los EEUU sus palabras hay que tomarlas con cautela y pensar en ellas. Así que pensemos en «Groenlandia» y ¿qué nos viene a la cabeza? Sin duda, y como bien se ha adelantado Roger Senserrich, el título de canción ochentera que es una delicia: «Y yo te buscaré en Groenlandia. En Perú, en el Tibet. En Japón, en la isla de Pascua».

Dejemos, por tanto, a Trump y su obsesión glacial por un momento para viajar, si se me permite la arrogancia de proponerlo, a una escena madrileña empapada de laca, neón y esa alegre ignorancia del futuro que solo los verdaderamente jóvenes poseen. En ese caleidoscopio cultural, emerge una figura tan fugaz como fascinante: Bernardo Bonezzi. Si alguna vez hubo alguien que encarnó el espíritu de la Movida Madrileña, ese fue él, aunque dudo que a Bernardo le hubiese hecho demasiada gracia ser reducido a un simple emblema generacional. Bonezzi, para quienes aún creen que la cultura española solo consiste en toros y paellas (triste malentendido que también aqueja a mentes tan preclaras como las de los estrategas estadounidenses), era un prodigio. Nacido en 1964, con un apellido que suena más a un compositor del Romanticismo que a un creador pop, Bonezzi no tardó en situarse en el ojo del huracán creativo que era la España de la transición.

Se cuenta que ya a los 13 años componía música con un virtuosismo que hacía pensar en un niño Mozart reencarnado, pero esta vez con sintetizadores y un amor incondicional por Bowie. ¡Ah, Bowie! El gran duque blanco, el eterno camaleón que, como una especie de dios menor del Olimpo pop, marcó a toda una generación de almas inquietas. Bonezzi, por supuesto, no fue la excepción. Inspirado por la estética andrógina y el atrevimiento musical del británico, formó un grupo que es, para muchos, la quintaesencia de la Movida: Zombies. Y lo hizo a los 13 años. Los Zombies de Bonezzi eran pura electricidad, sintetizadores y letras que combinaban humor, irreverencia y una pizca de surrealismo castizo. Canciones como la propia «Groenlandia» se convirtieron en himnos instantáneos de una generación que quería bailar, olvidar y desafiar.

Esta pegadiza canción, con sus referencias a Groenlandia, Perú, Marte o los anillos de Saturno, es un viaje épico y delirante, una mezcla perfecta entre lo kitsch y lo sublime que se amplifica con la voz nasal de Bonezzi y los coros de Tesa Arranz. El tema, no solo fue un éxito rotundo en la movida madrileña, sino que ha perdurado como un clásico atemporal que sigue sonando en fiestas y reuniones donde las generaciones se mezclan, recordándonos que el arte, incluso en su faceta más ligera y fantasiosa, tiene el poder de unir y evocar emociones universales. Pero Bonezzi no era solo Zombies, ni mucho menos. Como un alquimista de lo sonoro, se reinventó continuamente. Cuando la Movida empezó a desvanecerse, como lo hacen todos los movimientos que arden demasiado intensamente, Bernardo se lanzó a otros terrenos. Exploró el cine, componiendo bandas sonoras para Almodóvar. Su trabajo en Laberinto de pasiones o Mujeres al borde de un ataque de nervios demuestra que su talento no conocía fronteras ni formatos.

Sin embargo, y aquí es donde la historia adquiere un matiz trágico, Bonezzi fue también una figura marcada por la fugacidad. Su luz brilló demasiado pronto y demasiado fuerte. La industria, siempre voraz y cruel, no supo cómo manejar a alguien que no se ajustaba a sus moldes prefabricados. Bernardo, con su sensibilidad exquisita y su genio incómodo, parecía destinado a desvanecerse en un segundo plano. Pasó de los titulares a una especie de olvido selectivo, aunque nunca para aquellos que verdaderamente entendían la esencia de su arte. En sus últimos años, y tras componer la música para casi 50 producciones cinematográficas, Bonezzi regresó a la música, lanzando álbumes en solitario que, aunque menos comerciales, mostraban a un artista maduro y fiel a sí mismo. Su muerte en 2012, con solo 48 años, fue un golpe para quienes sabían que había mucho más que ofrecer. Como tantos otros grandes creadores, se marchó demasiado pronto, dejando tras de sí una estela de preguntas sin responder y un legado que sigue latiendo en cada escucha de «Groenlandia» o en las notas de sus bandas sonoras.

Y así volvemos, con una curva algo abrupta, al presente. A Trump, Groenlandia y el absurdo de nuestra realidad actual. ¿Qué pensaría Bonezzi de todo esto? Quizá sonreiría ante la ironía de que su canción más famosa comparta nombre con la última quimera de un político incapaz de distinguir entre la fantasía y la estrategia. O quizá, en el fondo, entendería que el mundo siempre ha sido así: un límite difuso entre lo sublime y lo ridículo, un espacio donde las grandes ideas conviven con las pequeñas locuras. Bernardo Bonezzi, ese genio inagotable, supo navegar ese espacio como pocos. Y aunque se haya ido, su música, su espíritu y su Groenlandia imaginaria permanecen, recordándonos que, a veces, lo mejor que podemos hacer es bailar mientras el mundo se desmorona a nuestro alrededor.

Un comentario

  1. Si atendemos a un artículo de Diego Manrique que publicó en El País, «Groenlandia» plagiaba la melodía de un anuncio que había en la televisión italiana de la época.
    De ese modo, el tema se podría añadir a otros plagios de clásicos del pop español como «Mediterráneo» (Les Vacances D’Alexandre – Vladimir Costa, de 1968) o «Chica de Ayer» (Gianni Morandi – La Caccia Al Bisonte, de 1975).
    En fin, la crítica musical española no queda tampoco demasiado bien a la hora de ensalzar estos «clásicos» en su correcta medida.

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