La nave de Tichy se posó en la pequeña isla circular del polo sur de Solaris y de ella salió el diminuto Milijon enfundado en su vistosa escafandra verde, con el casco pisciforme debajo del brazo.
—Cuánto has crecido desde la última vez —bromeó al ver a Neurénula, que lo esperaba junto a lo que parecía la boca de un pozo, de un par de metros de diámetro, en el centro de la isla.
—¿Y tú cuándo crecerás? —contestó la niña meneando la cabeza—. Y no me refiero al tamaño físico.
—¿Cuándo me convertiré en un vejestorio sedentario y gruñón como Lem, quieres decir?
—Sería suficiente que dejaras de jugar con tu vida y, de paso, con toda la galaxia, insensato.
—Jugar es lo único sensato que se puede hacer con la vida. Y con la galaxia… ¡Vamos allá!
Milijon se puso el casco y saltó al interior del pozo, seguido por Neurénula. El líquido del fondo en el que se zambulleron, a unos cinco metros bajo el nivel del suelo, era más denso que el mar solariano, y en él flotaba una esfera grisácea de unos quince centímetros de diámetro.
—¿Seguro que quieres hacerlo? —preguntó la niña, sumergida solo de cintura para abajo debido a la elevada densidad del líquido.
—Seguro. O inseguro, pero decidido —contestó Milijon levantando los brazos.
Neurénula lo agarró por el tronco y lo introdujo de cabeza en la esfera gris, cuya iridiscente superficie no ofreció resistencia alguna. Sujetando con fuerza a Milijon, la niña hundió el brazo en la esfera casi hasta la axila; pero no lo vio salir por el otro lado, sino que le pareció que se doblaba, de forma inverosímil, en varias direcciones a la vez. O en ninguna. Y de pronto Milijon ya no estaba en su mano, a pesar de que en ningún momento había dejado de sujetarlo con fuerza.
En Solaris II, Chess estaba tumbado a la orilla de la laguna, contemplando indolente su rielante superficie. De pronto, la diminuta cabeza de Milijon emergió de las cenagosas aguas.
—¡Estábamos en lo cierto! —gritó con su estridente vocecilla de ratón—. ¡Las dos perlas están conectadas!
Llamaban «perlas» a las dos esferas grises, una en el pozo polar de Solaris y la otra en el fondo de la laguna de Solaris II, que habían descubierto unos días antes.
El metagato asintió lentamente con la cabeza mientras su peluda cola formaba un signo de interrogación.
—Interesante… Muy interesante… —musitó para sí.
—Regreso a Solaris por el mismo camino y enseguida vuelvo a recogerte con mi nave. Es una lástima que no quepas en las perlas —dijo Milijon.
Y acto seguido desapareció de nuevo bajo la superficie.
Pero no volvió.
La escritura y su objetivo mas perceptivo que real: la dispersión, la multiplicación, jamás la resta o división, o sea ese andar finito sobre las ramas de un tronco literal temiendo caer cuando la rama se hace leve, no por tu peso de lector sino por el del personaje de ficción, Milijón, que no vuelve prometiendo lo contrario, o sea por el regreso a un cero ignoto que supongo; y sobretodo el gato, ese gato que aun fantástico no deja de ser un gato con sus atributos domésticos: indiferencia por más que barrunte o tal vez propio por esto, indolencia y un desapego para nada simbólico por más que haga malabarismos interrogativos con su cola dentro de los cuales cabe de todo. Después de la punta de la rama sólo queda el cielo, o el vacío que es lo mismo.
Ignoto, sí, pero no necesariamente cero… (pequeño spoiler).
Parece que a Milijon le gusta resaltar el mal humor de Lem.
Por cierto, el color gris de las perlas me recuerda a la nieve de la tele, cuando se sintonizaban analógicamente los canales.
Sí, es el gris de la indefinición, de la fluctuación… Y el mal genio de Lem era proverbial (yo mismo tuve algunas pruebas en directo).