—Tierra, Aire, Agua, Hielo, Viento… —recitó Fafo Liber con expresión absorta—. ¿Y Fuego?
—Hay un planeta con ese nombre, sí —contestó Casandra.
Y a continuación contó la siguiente historia:
Un observador inexperto podría pensar que se trata de una estrella roja diminuta, una milbillonésima de Betelgeuse, pero Fuego es un planeta rocoso muy similar a la Tierra. Su incesante y omnipresente actividad volcánica lo convierte en una inmensa hoguera, donde, sin embargo, la vida ha encontrado la forma de medrar.
En algún momento, los microorganismos unicelulares extremófilos adaptados durante millones de años a las altísimas temperaturas de Fuego empezaron a juntarse para formar organismos más complejos, iniciando un proceso que culminó, como tantas otras veces, en la consciencia.
A los acuosos humanos, los pétreos habitantes de Fuego les parecen terribles dragones o mismísimos demonios; pero son seres pacíficos y hospitalarios, siempre dispuestos a dispensar a sus visitantes la más calurosa de las acogidas.
—He oído hablar de otros planetas dominados por el fuego —dijo Fafo cuando Casandra terminó su breve relato—, aunque no recuerdo dónde.
—Tal vez te refieras a Fénix —sugirió la narradora.
Y a continuación contó la siguiente historia:
Además de Bosque, cuyo único árbol está encerrado en un torreón, hay otro planeta que en un momento dado estuvo totalmente cubierto por una compacta masa arbórea. En varios momentos, mejor dicho, pues cada cien millones de años aproximadamente los bosques alcanzan tal densidad que los ocasionales incendios provocados por los rayos no hallan límite a su propagación y acaban devorando por completo la exuberante flora y exterminando a todas las criaturas vivientes. Entonces Fénix se convierte en un desolado e inmenso desierto de ceniza. Pero bajo el manto gris duermen algunas semillas que escaparon a la voracidad de las llamas, y con el tiempo se repite el ciclo de la vida.
—No, no había oído hablar de Fénix —dijo Fafo—. Qué destino tan singular y tan terrible.
—Terrible, sí; pero no singular —contestó Casandra—, pues lo comparte con al menos otro planeta.
Y a continuación contó la siguiente historia:
En un lejano sistema senario hay un planeta similar a la Tierra, que algunos llaman Lagash y otros Kalgash, cuyos habitantes no conocen la noche, pues siempre brillan en el cielo uno o varios de sus seis soles. Nunca han visto, por tanto, las otras estrellas ni su propia luna, permanentemente ocultas por un deslumbrante cielo azul.
Pero una vez cada 2.049 años se produce un eclipse que permite a los aterrados habitantes del planeta sin noche conocer la oscuridad y ver las miríadas de estrellas del firmamento, lo cual supone el fin de la civilización y el regreso a la barbarie, debido a la locura colectiva que se apodera de los kalgashianos y a la ola de destrucción que se desencadena. Una destrucción de la que el fuego es el gran protagonista, pues los enloquecidos nictáfobos intentan por todos los medios restituir la luz que les ha sido arrebatada
Los arqueólogos de cada ciclo, tras el lentísimo renacimiento de la civilización, intentan en vano descifrar las carbonizadas ruinas del ciclo anterior, aunque algunos creen que la clave está en un viejo poema atribuido a un aeda ciego cuyo nombre nadie recuerda. No van desencaminados, pues al no conocer el día tampoco conoció la noche el bardo, y tras sobrevivir milagrosamente al último eclipse, compuso, a partir de los gritos y los balbuceos que le llegaron en medio del caos, un aterrador canto apocalíptico, el epitafio de un mundo.
Según el poema del aeda ciego, una gigantesca bestia negra devoró uno tras otro los seis soles, de los que solo quedaron las migajas en forma de dispersos puntos brillantes, y luego vomitó fuego y locura sobre el planeta. Los soles renacieron a partir de sus migajas y, con el tiempo, las gentes recobraron la razón y los conocimientos perdidos; pero algún día la bestia negra volverá a imponer la oscuridad en el cielo y a sembrar la destrucción en el mundo.
«Si las estrellas solo aparecieran una noche cada mil años, cómo creerían y adorarían los hombres…», escribió Emerson, que nunca estuvo en Kalgash.
Una sucesión de planetas cuyas historias van en incremento respecto a su intensidad.
El detalle de las acogidas calurosas me parece muy bueno, pues además de hacernos pensar sobre el origen de la expresión, nos permite finalizar el relato sobre Fuego con una sonrisa.
En el relato sobre Fénix el texto fluye como el fuego que arrasa el planeta. Una rápida destrucción enfrentada al lento proceso de regeneración.
A la historia elaborada por el aeda a partir de lo que escuchó me parece que poco se le podría objetar, pues encaja perfectamente. Por cierto, un 2049 que recuerda a Blade Runner.
Puede que no sea pura coincidencia (como se verá en la próxima entrega)
Pues justamente hace un par de días me llegó «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?». Una coincidencia que probablemente venga bien tener a mano.
Mitos; supongo que así comenzaron los mitos, con un grupo de humanos que levantaron la mirada del suelo para observar lo estupefaciente, en cualquier lugar; hasta en una taberna futurística con personajes «mitológicos». El del bardo ciego es inquietante, puesto que puede llegar a dudar de que la oscuridad de la noche no sea igual a la suya.
De niño le pregunté a mi madre: «¿Cómo saben los ciegos de nacimiento que los demás no somos ciegos?». No supo qué contestarme.