La Taberna Flotante

Una historia singular

Taberna Flotante #51

Imagen: The Manic Macrographer / Flickr

Casandra se despertó sentada sobre una esfera que flotaba en una negrura jalonada de dispersos puntos de luz. Uno de los puntos se fue agrandando a medida que se acercaba, hasta quedar suspendido frente a ella a un par de metros de distancia. Era una bola informe y fluctuante del tamaño de una manzana, como un corazón de luz latiendo de manera irregular.

Salve, Casandra —dijo la bola luminosa.

—¿Quién eres? —exclamó ella—. ¿Dónde estoy?

—De momento, no puedo contestar a esas preguntas; pero sí a otra, no formulada, que para ti es la más importante: te diré cómo puedes salir de aquí. Tienes que contarme una de tus historias sobre planetas extraños y maravillosos. No importa que sea real o inventada, pero tiene que sorprenderme, conmoverme, divertirme o asustarme. Tienes que hacerme sonreír, llorar, reír o temblar.

—¿Y si no lo consigo?

—Tendrás que volver a intentarlo.

—¿Cuántas veces?

—Las que haga falta. Tenemos todo el tiempo del mundo. De muchos mundos.

Tras una resignada pausa, Casandra contó una historia que se podría resumir así:

El astronauta despertó tras un sueño de más de cien años; aunque para su cuerpo y su mente, sumidos en el no-tiempo de la hibernación, solo había pasado un instante. Estaba llegando a su destino: el primer planeta extrasolar visitado por un ser humano. Un planeta similar a la Tierra y relativamente próximo, a unos veinte años luz de distancia.

Se posó cerca de lo que parecía una ciudad en ruinas invadida por la vegetación. Salió a la respirable atmósfera, se adentró en la ciudad muerta, llegó a una plaza amplia y desolada, y en su centro se detuvo ante una estatua que, sin lugar a dudas, lo representaba a él mismo.

Pensó que se trataba de una alucinación convocada por un inconsciente afán de gloria (expresado por la estatua) y por el miedo al fracaso (simbolizado por las ruinas circundantes); pero los detalles de la escena eran demasiado minuciosos y obstinados.

Pensó que, por un error de navegación, estaba de vuelta en la Tierra; pero había comprobado las coordenadas espaciales antes de aterrizar y sabía que se encontraba a billones de kilómetros del Sistema Solar.

Pensó que una poderosa inteligencia alienígena le había preparado aquel extraño recibimiento.

Pensó que el propio planeta era un ser vivo capaz de materializar en su superficie los sueños y las pesadillas de sus visitantes.

Pensó vertiginosamente muchas cosas más bajo la mirada impasible de su propia estatua, como ante un espejo de piedra; pero al final se abrió paso en su mente la explicación menos inverosímil:

«Algún tiempo después de mi partida —pensó— descubrieron la forma de navegar por el hiperespacio, y el viaje que a mí me ha llevado más de cien años lo realizaron otros en pocos días, tal vez en unas horas… Llegaron aquí los colonos terrestres, construyeron la ciudad y, como premio de consolación, honraron con esta estatua al rezagado pionero, a la inútil reliquia en que me habían convertido… Al cabo de un tiempo, los colonos tuvieron que abandonar la ciudad y regresar a la Tierra. O tal vez fueron exterminados por alguna fuerza desconocida. Y así, yo, que esperaba ser el primero en llegar a este planeta, he sido el último; yo, que pretendía viajar al futuro de la humanidad, he llegado a un perdido rincón de su pasado».

—Es una historia singular, nunca mejor dicho, tan singular como tu propio viaje por el espacio y el tiempo —dijo la luz parlante—; pero no he sonreído, ni llorado, ni reído, ni temblado. Y te diré por qué: conozco otra versión, plural y más sobrecogedora… A finales de vuestro siglo XXI, los plutócratas que dominaban la Tierra descubrieron un planeta habitable a unos veinte años luz y enviaron, en secreto, un ejército de robots para someter o exterminar a sus posibles pobladores. Eran los tiempos de la propulsión sublumínica, por lo que la astronave de los robots tardaría unos cien años en llegar a su destino. Pero al poco tiempo se descubrió el viaje hiperespacial y se envió al planeta una expedición humana que estableció una próspera colonia. Y cuando, mucho después, llegaron los robots… ¿Hace falta que le cuente el final a una narradora tan avezada como tú?

2 Comentarios

  1. Es genial la revisión que vas haciendo de Lem des de diferentes ángulos. En la ciencia ficción se explora de sobras el hecho de que podemos ser nuestros peores enemigos. Recuerdo un cuentecillo de Lem en el que unos hombres entran en un organismo extraterrestre gigante, para variar no se pueden comunicar con él, no recuerdo ni si son conscientes en ese momento de que es un organismo y no una nave. Dentro de ese organismo el tiempo funciona de forma distinta y se encuentran con ellos mismos sin saberlo, matándose y agrediéndose a sí mismos. En una escena de la película Tenet (bastante infumable en mi opinión) pasa exactamente lo mismo.

    • Muy de acuerdo, Floral (excepto en lo de «genial», me temo: si mi revisión de Lem tiene algún interés, el mérito es suyo). Y, sí, a Nolan le gustaría ser Lem, y Kubrick, pero se queda en un Lucas confuso y pretencioso.

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