Horas críticas

«Fruta madura»: fantasías sanguinarias de una depresión

«Nadie debería ver a un hombre así, devorado por las llamas. La visión de un horror tan agudo se queda para siempre en la memoria. Es como un cuchillo clavado en el corazón». Las primeras líneas de Fruta madura (Horror Vacui, 2024) nos sitúan ante unas punzantes imágenes a las que la protagonista/narradora volverá de forma cíclica, llegando incluso a recrear en bucle gráficos detalles como el de «su piel abrasada cayéndose a trozos, dejando al descubierto la carne roja de debajo». Es una de las muchas alucinaciones silenciosas que contiene esta sorprendente novela de Sarah Rose Etter, quien se hizo con el Premio Shirley Jackson por su anterior The Book of X. Con aquella obra, esta que nos ocupa comparte su mirada brutal y distorsionada sobre el mundo, sobre un sistema que nos empuja al límite de la cordura, y también comparte el nombre de su protagonista: Cassie.

En Fruta madura, Cassie es una mujer de 33 años que trabaja en Silicon Valley, quizás el escenario más propicio hoy para una historia de terror. La narración comienza un martes cualquiera en que regresa del trabajo en tren: «El vagón huele a humanidad y a miseria, a mal aliento, a sudor de hace días, a fruta podrida». El tren, nos dice la narradora, está lleno de creyentes, que es como nombra a quienes profesan la fe absoluta en el templo tecnológico de la bahía de San Francisco, «cáscaras vacías» que vagan por la tierra como almas en pena, sumidos en sus pantallas y aislados por sus auriculares. Del mismo modo, Cassie vuelve a casa exprimida, exhausta, muda y sola, salvo por una siniestra compañía: «El agujero negro se cierne sobre el asiento vacío que está a mi izquierda». Ese elemento, que a ratos se contrae y a ratos se expande hasta conformar una «estrella oscura», será clave a lo largo de toda la novela para entender su estado mental y emocional.

Su existencia cotidiana no está hecha solo de tinieblas, sino de claroscuros: «En nuestras vidas, debemos sostener dos verdades al mismo tiempo», declara la protagonista, quien para sobrevivir a ese ambiente tóxico californiano al que tantos se han entregado buscando el oro, se esconde tras una máscara social y tras sus adicciones; sobre todo la cocaína, también el alcohol y los fármacos, que no hacen sino ampliar su imaginería desquiciada y deformante, cierto humor negro y enfermizo (literalmente): «Bebo un trago de vino y juro que noto cómo me mancha los dientes. Así de en sintonía estoy con mi cuerpo gracias al Xanax. Cojo el cuchillo y un tomate pequeño. Corto directamente en el centro. Las semillas y el jugo caen sobre la tabla de cortar. Sigo cortando mitades con la precisión de un cirujano. Me hace gracia la idea: un médico, cuchillo de cocina en mano, extirpando tumores de pacientes enfermos». Humor sobre enfermedades.

La imagen gore de los cuerpos dañados o violentados es una constante para Cassie: «Me entrego a la fantasía. Me imagino golpeándola en la cara, deleitándome con la sensación de mi puño contra su carne, fantaseando con su nariz estallando bajo la presión, la sangre fluyendo granate por su cara, valiosa y brillante, señal de que se la he cambiado por completo». Esos insertos destructivos de una ensoñación que acaba de forma abrupta (con un «Estoy bien», por ejemplo) recuerdan a los de la serie A dos metros bajo tierra, de Alan Ball, otra ficción que extraía del dolor una mirada retorcida e irónica sobre las convenciones. En algún punto, la realidad para la narradora de Fruta madura empieza a ser multidimensional, esquizoide, como vista en plano cenital y enajenado, escindido de su propia experiencia. Lo que logra Sarah Rose Etter en esos pasajes es una fuerza plástica digna de las visionarias místicas: un salvajismo lírico, fogoso y sinestésico.

«Las semillas de granada brillan bajo el sol como dientes recién arrancados», dice una de esas imágenes sobre la fruta cuya simbología y mitología mortuoria da título al libro. Lo visual está muy presente en estas páginas, como las referencias a las artistas Vija Celmins, con su oscura trascendencia, y Alina Szapocznikow, con sus cuerpos despiezados y descontextualizados. El deterioro de lo físico, en su inextricabilidad con lo mental, se hace aún más amenazante con la irrupción en el relato del covid (¿y de Trump?), haciendo del miedo una mancha que lo abarca todo: «No puedo sacudir esa sensación de temor a que nuevos depredadores estén pronto en nuestras gargantas, desgarrando la carne blanda, tallándonos heridas mortales con sus dientes», dice Cassie. El virus se propaga invisible, pero ella lo visualiza como unos «ojos salvajes brillando en el amanecer». La sensación de pesadilla se acentúa con las imágenes posapocalípticas de la pandemia.

Sarah Rose Etter. / © Lee Jameson

El estilo contundente y flexible de Sarah Rose Etter encuentra oro literario en la sociedad contemporánea del terror corporativo y el turbocapitalismo deshumanizado. Como una mezcla improbable entre Jenny Offil y Melissa Broder, en esa frontera entre la conciencia del dolor y el absurdo que desprendemos como especie, la negrura existencial de Fruta madura no hace sino licuar el devastador contexto social, acentuando sus rasgos grotescos a través del catastrofismo gótico/bizarro de Cassie. «A veces la realidad duele tanto que debemos retorcerla para seguir viviendo en ella», dice. Aparecen de fondo la crisis inmobiliaria, las personas sin hogar, el machismo recalcitrante de la empresa moderna (pese a su lavado de cara en materia de RSC y diversidad), la competitividad deshonesta, cruel, inclemente y asesina de una startup de esas que quieren cambiar el mundo.

Como aglutinante de todos esos miedos y estragos aparece el dinero, del que hasta se ensaya una antropología con enfoque de género: «Cuando los hombres de Mesopotamia se pasaban las monedas de palma en palma, las mujeres miraban, incapaces de tocarlas», reflexiona la protagonista; y unas pocas líneas más tarde: «Paso la tarjeta por el lector. La transacción se realiza en silencio, el intercambio es invisible. Me vienen a la mente las mujeres de Mesopotamia». También sobre maternidades invisibles, o ausentes, trata esta novela, sobre mujeres de cristal que, como Sylvia Plath en unos versos aquí citados, aprenden «a estar en paz yaciendo en silencio». Silenciosas, o silenciadas, como las alucinaciones de Cassie o como los vagones de tren en los que aquellos a los que llama creyentes se desplazan diariamente, entregados a su ruin rutina con plena abnegación, como fantasmas o muertos en vida.

Dice el escritor y cineasta Rodrigo Cortés que el terror es el género en el que nos podemos permitir ser pesimistas. Fruta madura es una novela tristísima, una historia en la que nadie se salva, ni siquiera Cassie (especialmente Cassie). Es el relato de una depresión, a fin de cuentas: ese agujero negro que persigue a la protagonista y que, paradójicamente, resulta ser también su pequeña parcela de identidad, lo que la distingue del resto. Sarah Rose Etter escribe con audacia sobre el dolor y sobre el miedo que da —esto sí que sí— nuestra capacidad de soportar lo insoportable, hacer como si nada, seguir creyendo en la luz que irradian las pantallas de nuestros móviles, convertir el espeluznante presente en algo perfectamente asumible: «¿Cómo puede alguien mirar en los rincones más oscuros de la humanidad y volver a la oficina, entrar en la sala de reuniones y hacer una presentación? ¿Cómo podemos seguir trabajando?».

 


FRUTA MADURA
Sarah Rose Etter
Traducción de Sergio Chesán
HORROR VACUI
(Barcelona, 2024)
280 páginas
19,90 €

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