Las anticuadas piernas ortopédicas de Sita, de grafeno y espuma de titanio, eran tan delgadas como las patas de un ave zancuda y terminaban en poderosas garras de cuatro dedos, uno de ellos en oposición a los otros tres, lo que no le impedía caminar con soltura.
Mientras Teddy dormía en el reservado de la Taberna Flotante (los robots que alcanzaban la consciencia necesitaban dormir tanto o más que los humanos), Sita y Lem paseaban por la ciudad desierta a la pálida luz de dos de las lunas de Münchhausen.
—¿Por qué llevas esas patas de grulla? —preguntó Lem de pronto—. ¿No sabes que hay unas prótesis que imitan a la perfección los miembros humanos?
—Conozco esas prótesis perfectas. O pluscuamperfectas, pues las hay incluso mejores que los miembros orgánicos. Pero me he acostumbrado a estos zancos retráctiles —dijo Sita mientras sus extremidades se alargaban y su cabeza se ponía a la altura de la de Lem—. Me permiten regular mi estatura a voluntad y dar saltos prodigiosos, cuando los contraigo y extiendo rápidamente. Y son tan ligeros…
—Fue una guerra terrible —comentó Lem tras una pausa.
—Lo dices como si hubieras participado en ella —dijo Sita volviendo a su estatura normal.
—Así fue —confirmó Lem con expresión sombría—. No tuve el honor de luchar junto a Edward Red y la Bruja Roja; pero la batalla de Cracovia también fue importante. Y encarnizada. Tuve mucha suerte de salir indemne… Y hablando de daños, ¿por qué estás tan arrugada y yo no? Tengo entendido que Ijon nos aplicó el mismo tratamiento de belleza —añadió con tono festivo.
—La bomba que me arrancó las piernas también lesionó varios órganos, y estuve a punto de morir; supongo que por eso no me conservo tan bien como tú. Nos arreglaron en Japón, a Teddy y a mí: trasplantaron su cerebro al Totorobot y a mí me pusieron estas patas de zancuda. Por eso me llamaban Orizuru.
—Frágil como un origami e imperecedera como la grulla, símbolo de la paz y la inmortalidad.
—Más frágil que imperecedera, me temo —dijo Sita riendo.
En aquel momento asomó por el horizonte la tercera luna de Münchhausen, la más grande y brillante, y a su luz la ciudad dormida adquirió un aspecto fantasmagórico.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Lem tras unos minutos de ensimismado silencio.
—El primer paso, creo, es conseguir que Chalcedon e Ijon dejen de pelearse.
—Se diría que los controlas bastante bien.
—Solo los contengo. Si no se convencen de que deben colaborar, no podremos hacer frente a los Veladores.
—¿Qué sabes de ellos?
—Prácticamente nada, salvo que son poderosísimos. Y muy… controladores, según Chalcedon. Aunque él utiliza términos menos comedidos para describirlos.
—¿Y podemos fiarnos de él?
—Es fantasioso, bravucón y excesivo; pero yo confío en él sin reservas. Y aunque no me fiara de Chal, el hecho de que los Veladores inhabilitaran a Ijon por no desactivar a Teddy es muy significativo.
—No interferir en el desarrollo de otras civilizaciones parece una medida razonable.
—En principio, sí; pero habría que valorar cada caso concreto. La ayuda de Teddy no supuso una interferencia significativa en el desarrollo de la tecnología terrestre, y sin él la revolución antiplutocrática se habría producido de todas formas; pero con un coste material y humano muchísimo mayor, incluso con el riesgo de una sexta extinción masiva. Y eso a los Veladores no parece importarles demasiado.