Analógica

Una feliz sucesión de errores

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Las probabilidades de que el proyecto de un edificio cristalice en una obra de arquitectura notable son mínimas, y solo una serie de acontecimientos puede lograr que esto ocurra. En ocasiones es una conjunción de circunstancias la que permite que todo encaje a la perfección. No es habitual, en cambio, que una sucesión de errores tenga como resultado un edificio admirable.

A muchos arquitectos les gusta repetir que su método de trabajo es el ensayo y el error. Proyectar es una actividad intelectual que se ejecuta primero en el tablero de dibujo o en la pantalla de un ordenador, que todo lo aguantan. El problema es que en arquitectura el error lo suele pagar el cliente. Un fallo en el trabajo del arquitecto puede obligarle a asumir un sobrecoste en la obra. Y una excesiva confianza en las virtudes de su trabajo puede acabar con un proyecto de vida guardado en un cajón, sin llegar a mover una piedra.

«En España, si rascas, tienes una memoria de sitios increíbles que han perdido parte de su historia»

Durante décadas el error de la arquitectura moderna fue no apreciar el valor de la permanencia en la ciudad. Una buena propuesta arquitectónica podía integrarse en el entorno de la ciudad a partir del contraste con ella. Y con esta actitud, que permitía investigar en nuevas formas y materiales, se eliminaban vestigios de memoria. Se demolían muros que albergaban trazas de las construcciones que se habían apoyado en ellos, y se echaban abajo los recuerdos de las vidas que los habían habitado. La cita del enólogo Telmo Rodríguez habla de las pérdidas que han sufrido los territorios, no solo en el patrimonio arquitectónico (que es en el sentido en el que nos lo apropiamos en este texto) sino también en el patrimonio inmaterial o en los productos de naturaleza efímera, como los vinos de una tierra, o la gastronomía.

Esta historia tiene que ver con la arquitectura que aloja esto último. Cómo un edificio puede albergar un proyecto de recuperación de la memoria de una tierra a través de la cocina, y cómo ambas cosas pueden realizarse desde la modernidad más radical, pero sin perder la esencia del lugar donde se materializan.

Jose Polo y Toño Pérez quisieron crear un restaurante que interpretara la tradición culinaria extremeña con la mirada de la modernidad que estaba revolucionando la cocina internacional. Atrio, este proyecto común, se situaría en el centro de Cáceres, en un lugar alejado de los focos. Toño se ocuparía de los fogones y Jose de la bodega y de la liturgia de la sala. Desconocían del todo los fundamentos de la cocina y el funcionamiento de un restaurante, pero lograron alcanzar la excelencia aprendiendo de los más prestigiosos cocineros.

Cuando decidieron apostar por la construcción de un exclusivo hotel que complementara al restaurante y generara una experiencia única, buscaron la excelencia. Se pusieron en contacto con Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla, otra pareja de virtudes complementarias, que presentaba una trayectoria inmaculada. Cuando Atrio balbuceaba, Mansilla y Tuñón colaboraban en el estudio de Rafael Moneo, en una de las etapas más fértiles de su obra. Un momento en el que se comenzaba a respetar el patrimonio y en el que Extremadura tuvo un importante papel, gracias a arquitectos que habían estado en la Academia de Roma y allí comprendieron el valor de la Historia. Mansilla y Tuñón dibujaron el Museo de Arte Romano de Mérida, un ejemplo de esta nueva mirada. Como Polo y Pérez, se decidieron a crear su propio estudio cuando contaron con un proyecto que les permitió mostrar lo que podían ofrecer por sí mismos. El Museo de Zamora fue su primer paso, y se construyó al mismo tiempo que Atrio cimentaba su prestigio. En este proyecto reconstruyeron la traza del Palacio del Cordón con una intervención que respetaba la memoria del lugar. Una década después, sus caminos se cruzaron y todo prometía. Se reunían los elementos que auguran un buen edificio: clientes dispuestos a escuchar a sus arquitectos y que contaban con dinero suficiente para poder ejecutar las obras; y unos arquitectos en estado de gracia que habían crecido en cada proyecto realizado, con un nivel de excelencia a la altura de sus clientes. Y en las condiciones soñadas por cualquier arquitecto, esta pareja falló.

Un error de apreciación, que podríamos llamar un exceso de ego, llevó a Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla al primer borrón en su carrera profesional, hasta entonces impoluta.

El edificio que Jose Polo y Toño Pérez adquirieron para instalar en él su nuevo proyecto no tenía un gran valor, pero guardaba la memoria del lugar. Lo que propusieron los arquitectos se presentaba desafiante al entorno en el que se ubicaba. Olvidaba cualquier referencia a lo existente y no respondía ni a la materialidad de los edificios que lo rodeaban ni a su escala urbana. Rompía con el tejido urbano de esa zona de Cáceres, en la que existen varias plazas encadenadas que se amplían en pequeños espacios que protegen la entrada a los edificios. Consiguieron que los vecinos se pusieran en contra de la intervención. Y cometieron otro error, esta vez de principiantes, posiblemente confiados en su prestigio, incumpliendo las normas urbanísticas, por lo que se enfrentaban también al ayuntamiento. Un escollo ya insalvable.

Todo esto hizo que el proyecto estuviera cerca de no realizarse. Jose y Toño colgaron una pancarta en la fachada del edificio con un texto del artista alemán Wolf Vostell: «Son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida». Pero tampoco esas cosas que no se conocen tienen que ser inmutables o acertadas. Si un plato de vanguardia adquiere una nueva dimensión al emplear productos de la tierra, un edificio también podrá mejorar si tiene como condición encajar con las preexistencias, formales y materiales.

Estos errores podrían haber dado al traste con la ilusión de los restauradores, para la que habían realizado una enorme inversión y en torno a la cual se preparaba el futuro de su negocio. Los arquitectos asumieron su sucesión de errores y decidieron dar un paso atrás y escuchar. Supieron decantar su propuesta para que fuera igual de abstracta pero más respetuosa con el lugar y la tradición. Dialogaron con quienes se habían manifestado contra el proyecto para entender sus motivos, y recompusieron el proyecto para respetar las condiciones que imponía el ayuntamiento. El nuevo edificio tendría la materialidad del existente, pero su diseño sería tan abstracto como el de la propuesta rechazada. Las fachadas pasan a ser unos lienzos en los que se manifiesta la huella de la historia del conjunto. Se cegaron las ventanas originales, manteniendo el recuerdo de su presencia, y se abrieron nuevos huecos que, delimitados por unas grandes piedras de granito, señalan la escala del uso interior del edificio. Esta nueva fachada está escrita con un lenguaje contemporáneo que recupera la esencia del proyecto rechazado y permite leer el conjunto como un palimpsesto del que no se han borrado las huellas anteriores.

Un edificio en el que las únicas imperfecciones son las presentes en las fachadas que se mantuvieron. La ejecución de todos los acabados es austera pero a la vez exquisita. Moreno Mansilla trazó un pequeño dibujo al pie de la obra en el que se leía «Transportando la gran piedra», en referencia a estas enormes piezas que encajan a la perfección y que definen el edificio. La carta de vinos del restaurante, una de las joyas del proyecto, toma su nombre de este dibujo y homenajea a su autor, fallecido al poco de finalizar las obras: «A la memoria de Luis Moreno Mansilla, que transportó para nosotros la gran piedra», reza en la última página. Esa gran piedra refleja, según Jose Polo, el trabajo y sacrificio que requieren los grandes proyectos y también las cosas buenas de la vida. La carta de vinos se cierra con este poema de José Agustín Goytisolo extraído de Taller de Arquitectura (Lumen, 1977), fiel reflejo de los esfuerzos que por suerte, en esta ocasión, tuvieron un final feliz:

«El juego de construir y deshacer
de levantar imperios para luego arrasarlos
y edificar después otros más fuertes
que también han de ser ruinas un día
es historia e instinto entre los hombres.
Pero el raro animal
que actúa de este modo inexorable
perfecciona sus técnicas
olvida pronto lágrimas y fuego
evoluciona y muda
cumple sus ciclos diligentemente.
En el mito de Sísifo
quedan sin precisar ciertas cuestiones:
la piedra en cada viaje es más pesada
la montaña más alta
y el condenado cada vez más rápido».

 


David García-Asenjo es doctor arquitecto. Su investigación académica se centra en la arquitectura española de la segunda mitad del siglo XX, atendiendo a la relación entre arquitectura y estructura económica y de poder de la sociedad. Es autor del libro Manifiesto arquitectónico paso a paso. Un ensayo sobre arquitectura contemporánea a través de las iglesias (2020). Participa en el programa de radio Julia en la Onda y colabora como divulgador y crítico de arquitectura en diversos medios.

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