Horas críticas

Exaltación del arte correspondido

«À Edgar Allan Poe [L’oeil, comme un ballon bizarre se dirige vers l’infini]» (1882), de Odilon Redon

«Un martes del mes de mayo de 1891, el crítico y literato Séverin Faust, más conocido entre los círculos artísticos y literarios bajo el seudónimo de Camille Mauclair, asistía por vez primera a una de las reuniones más célebres del París de la época, conocidas como “martes de Mallarmé”. Acompañado de Pierre Louÿs, quien por aquel entonces apenas había comenzado su carrera literaria como poeta, se dirigía con aire presuroso a la casa donde, desde el invierno de 1880, entre las 9 y las 12 de la noche, Stéphane Mallarmé recibía a buena parte de los que la posteridad encumbraría como los más insignes nombres de la cultura parisina —y europea— finisecular».

Además de los citados, aquella noche en casa de Mallarmé se daban cita creadores como Paul Verlaine (que aquel año escribió el poemario Hombres, escandalosamente homoerótico), Joris-Karl Huysmans (que publicó Allá lejos, novela satánica y prohibida) o Paul Gauguin (que pintó sus Mujeres de Tahití, de estilo colorido y cloisonista), entre otros ilustres. Por todo ello este ensayo describe aquel apartamento, ubicado en el cuarto piso del número 89 de la parisina Rue de Rome, como una especie de museo-biblioteca de un París efervescente, rebosante de expresiones artísticas singulares y rompedoras.

Aquella misma noche también estaba presente el músico Claude Debussy y, de forma indirecta (junto con los cuadros de Monet o Morisot exhibidos en las paredes de la vivienda), estaba presente la obra del pintor Odilon Redon: la mostraba Mallarmé, orgulloso de su descubrimiento, a los allí congregados, quienes a partir de esa mirada fascinada de su ilustre y sensible anfitrión comenzarían a tenerla por «el pandemónium del simbolismo», según cuenta la autora de este libro que arranca en ese párrafo evocador de uno de los célebres mardis donde estos artistas se encontraron y mezclaron sus lenguajes.

Un martes en casa de Mallarmé (Abada Editores, 2024) nace de un trabajo académico que, tras resultar ganador del Premio Dámaso Alonso de Ensayo 2009, fue publicado por la Universidad Complutense de Madrid en una tirada de la que se acabaron agotaron los ejemplares. Su autora, la profesora de historia del arte y escritora Sonsoles Hernández Barbosa (Vigo, 1981), explica en el prefacio a esta nueva edición que el texto original apenas ha requerido modificaciones, y es que a pesar de ese carácter con que fue concebido, estamos ante una obra que merecía este rescate no solo por su interés como investigación, sino también por el vigor y por la vigencia con que siguen resonando sus planteamientos.

Bajo el subtítulo Redon, Debussy y Mallarmé encontrados se traza este apasionante diálogo a tres bandas que nos sumerge en los nexos creativos de estos tres autores y la contaminación o la confluencia de sus respectivas disciplinas orbitando en torno a la estética simbolista, aquella que concebía el arte «como lugar intermedio entre el microcosmos individual y el macrocosmos universal». El encuentro tiene como escenario la crisis finisecular y el hondo pesimismo en torno a la cultura burguesa: un descrédito de la realidad que entronca mucho con los tiempos actuales de posverdad. «Esta situación de angustia y sed de ideal desemboca en la exaltación y sublimación del arte», explica la autora, y es entonces cuando el arte comienza a mirar al interior con un afán místico que reniega del positivismo.

Cuando vio la luz, en 2010, este ensayo, la figura de Odilon Redon era prácticamente desconocida en nuestro país. Hoy, la vemos reivindicada por autores como Mariana Enriquez, en parte por su vinculación con los círculos ocultistas y las atmósferas oscuras. Cabe recordar que Redon fue admirador de Poe, y también de Goya. Enriquez, por cierto, que suele usar muchas referencias y citas a la música, encarna hoy ese diálogo interartístico o interdisciplinar que nacería, según se defiende en estas páginas, en aquel contexto histórico. Hernández Barbosa, quien ya había mostrado su interés por la «sensorialidad exaltada» que de él emanaría en su anterior Sinestesias. Arte, literatura y música en el París fin de siglo, 1880-1900 (Abada, 2013), regresa al papel fundamental de ese concepto, la «aproximación a los estímulos sensoriales propios de un arte a través de otro», en la evolución de la modernidad. Resulta interesante saber hoy día, en que es mucho más frecuente la hibridación de lenguajes expresivos, cómo estos autores se adelantaron a su tiempo con esa versatilidad o polimatía que tuvo «unas consecuencias ciertamente difíciles de precisar, pero que sin duda afectaron y moldearon no sólo la creación coetánea sino también la producción artística durante décadas».

Poesía futura para oídos particulares

«Y la poesía futura será el cuerpo a través del cual transitará el gran verso primitivo, matizado con una infinidad de motivos que los oídos particulares de cada uno nos irán descubriendo»

(Prosas, de Stephane Mallarmè; Alfaguara, 1987)

En la génesis de esa tendencia al intercambio y mixtura de disciplinas que aspiran a una revelación de misterios o (sin)razones ocultas, Un martes en casa de Mallarmé señala el antecedente que supone la obra de Baudelaire, «héroe de la modernidad por excelencia y padre estético» del triángulo de artistas aquí contemplados. El autor de Las flores del mal, para quien «los perfumes, los colores y los sonidos se responden», influyó notablemente en la creatividad sinestésica de sus descendientes, sobre todo a partir de la poética de sus famosas correspondencias, que condensan la fértil relación entre artes diversas que confunden los sentidos.

La escritora y docente universitaria Sonsoles Hernández Barbosa

El valioso ensayo de Sonsoles Hernández Barbosa muestra cómo Mallarmé, maestro de ceremonias en aquellas veladas, halla en Redon lo que no había encontrado en ningún poeta: fascinantes imágenes, plenas de inventiva, que traspasaban los límites de lo visual y que parecían abrir ese ojo interior de la experiencia mística. Por cierto que la imaginación del pintor bordelés resulta —literalmente— visionaria al sugerir en sus cuadros el diálogo interespecies y la hibridez biológica. Lo curioso es que para el propio Redon la máxima expresión, acaso la más pura, de arte abstracto estaba contenida en otra disciplina: la música.

Eso lo conecta con Debussy, quien según la autora capta a través de sus evocaciones musicales no tanto una escena —o un cuadro— fijo, sino vivo. Su estética, que podría sintetizarse en esos arabescos que recrean las formas ondulantes de la naturaleza, encarna una idea de la música como arte supremo que los contiene a todos, aun cuando pueda expresarse de modo críptico, casi hermético. De ahí quizá que el compositor del «Prélude à l’après-midi d’un faune» (que ilustrara Manet) escribiera a menudo sobre su concepción del arte y que bebiese de la musicalidad, tendente a la abstracción, tan cara al verso simbolista.

Además de ensayista, Sonsoles Hernández Barbosa es poeta (con un par de libros publicados) y conoce de cerca la musicalidad y la plasticidad de las palabras: «el cuerpo no miente / dejo espacio a la escucha / renuncio a la anestesia», escribe en el reciente Sobrevivir al hábitat (Trea, 2023). La escucha fue también un espacio a respetar y venerar para Mallarmé, como vemos en este ensayo que arranca en su templo doméstico. Pero, si bien en un principio aspira a evocar un mundo suprasensible que es producto del pensamiento y el lenguaje, su idealismo se tornará material y, más que a hallar significados, buscará el encuentro con los sentidos.

La revolución estética, en aquel fin-de-siècle, se estaba haciendo a puerta cerrada, o entreabierta solo a unas pocas mentes abiertas, brillantes, clarividentes. Un martes en casa de Mallarmé refleja con semejante lucidez la trascendencia del momento, tan apartado de los salones y cafés que contenían la cultura oficial, en la conversación entre obras de arte que adoptan formas de otras disciplinas, tomando prestados sus códigos o materiales, para ofrecer su visión del mundo más allá de la convención de enmarcarlos en un determinado compartimento expresivo. Aquella noche de 1891, autores como Redon, Debussy y Mallarmé estaban abriendo «una ventana que no se volvería a cerrar», por la que también se asomaron los áureos sonidos de Rubén Darío, los aromas agudos de Luis Cernuda, el jugoso fruto del ocaso que muerde con su pupila Ernestina de Champourcín en su sinestésico poema: «Quiero disciplinar tu avidez sensitiva / con el látigo ardiente de esa misma belleza / que socava tu anhelo». La avidez de la que somos presos todos los que hemos querido exprimir la vida.

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