Este relato ha resultado finalista del concurso de divulgación Ciencia Jot Down con la temática «homínidos» en la modalidad de narrativa.
«El ser humano es la suma de sus acciones» (Jean-Paul Sartre)
Le duele la espalda. No está acostumbrada a caminar erguida tanto tiempo seguido, y menos con una cría agarrada a su cuello. Siente la acuciante necesidad de apoyar las manos en el suelo, pero tiene que mantener la cabeza por encima de la alta hierba para no perder de vista su objetivo, un reducido grupo de árboles en la lejanía, en cuyas copas su diezmada comunidad podrá refugiarse para pasar la noche. Y también ha de mantenerse erguida para avistar con tiempo a la gran bestia de afiladas garras. Si se agrupan en círculo con los palos en ristre, pueden hacer frente a su ataque, pero si los pilla por sorpresa…
Su mano derecha aferra con fuerza el palo, tan alto como ella, que en ese momento le sirve de bastón y la ayuda a mantenerse en equilibrio sobre sus extremidades inferiores. Su mano izquierda se abre y se cierra mecánicamente, como buscando una rama a la que asirse; parece dotada de vida propia, como un animalillo que se hubiera acoplado al extremo de su brazo. No puede imaginar que, siete millones de años después, un remoto descendiente suyo, invadido por una sensación de extrañeza similar, escribirá: «Veo mi mano que se extiende sobre la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se despliegan y apuntan. Está apoyada sobre el dorso. Me muestra su vientre rechoncho. Parece un animal boca arriba. Los dedos son las patas. Me divierto haciéndolos mover muy rápido, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas. […]». Ella no tiene palabras, pero si las tuviera podría decir algo parecido. Solo que no se divierte al mover los dedos, está demasiado cansada, demasiado asustada.
Un ruido sospechoso. Su mano libre se cierra con fuerza formando un apretado puño, a la vez que sus compañeras y compañeros se apiñan a su alrededor como los dedos de otra gran mano, que se repliegan y se disponen a la lucha. Un apretado puño como el suyo, cuando el roce de un tiempo inconcebiblemente largo lo haya despojado de su hirsuto pelaje, se convertirá en emblema de la unión y la resistencia. Y pensando en otros compactos grupos de individuos amenazados, su remoto descendiente, el mismo que, como ella, se asombrará ante su propia mano, dirá que la solidaridad es la única respuesta verdadera al sufrimiento humano.
Falsa alarma. Solo alguna ráfaga de viento ocasional agita la alta hierba. Vuelve a caminar al frente de su comunidad, con la espalda erguida y la mirada puesta en los distantes árboles, pero sin dejar de girar la cabeza a derecha e izquierda cada pocos segundos. Como si el animalillo se hubiera cansado de jugar, la mano vacía ya no se abre y se cierra rítmicamente, cuelga relajada del brazo izquierdo, que a su vez cuelga laxo del hombro, acompañando la marcha con su vaivén pendular, acompasándola. La mano vacía no agarra objeto alguno, no se apoya en el suelo para facilitar el equilibrio, ni siquiera espanta a los insectos que zumban a su alrededor; no hace nada, pero, alerta, está dispuesta a todo. Mano libre.
Por fin están junto a los árboles, que los acogen bajo su sombra protectora. Son muy pocos, pero altos y frondosos. Sin saber por qué, ella los mira y luego mira su mano abierta. Siente un cosquilleo dentro de su cabeza y se la rasca con energía, aunque sabe que sus uñas no pueden alcanzar el agitado interior, protegido por un hueso duro como la piedra. No entiende lo que le pasa. Es el mismo cosquilleo de excitación que siente al oír el rumor del agua cuando está sedienta o el olor de la fruta madura. Pero no hay agua ni fruta en las proximidades. Sus ojos van y vuelven de los árboles a la mano, y de pronto el cosquilleo se convierte en un fogonazo, una súbita luz que inunda su cabeza. Hay tantos árboles como dedos en su mano. Y en su comunidad hay tantos miembros como dedos en sus dos manos más el palo, que es como un dedo extra muy largo y fuerte. No sabe por qué, pero esa coincidencia la llena de alegría y lanza un grito de triunfo. Los demás la corean. No entienden por qué muestra una mano abierta y con la otra señala los árboles con insistencia, pero comparten su júbilo.
Empiezan a trepar pausadamente por los recios troncos, buscando las ramas más seguras, y se van acomodando en las frondosas copas, fuera del alcance de la gran bestia de afiladas garras. Pero el sol aún no se ha ocultado del todo y ella permanece en el suelo unos minutos más, con su cría dormida colgada del cuello, el tiempo suficiente para juntar algunos guijarros en dos grupos: en uno hay tantos como dedos en una mano; en el otro, un guijarro más, pues representa la mano provista del gran dedo extra que es el palo. El palo que cambió su vida y se la salvó en más de una ocasión, a la vez herramienta, apoyo y arma. Y ella sabe, aunque aún no sabe por qué, que esos guijarros agrupados, que de alguna manera equivalen a sus dedos y a los miembros de su comunidad, también la hacen más fuerte, la prolongan, igual que el palo prolonga y fortalece su brazo.
A punto de trepar a un árbol, echa una última ojeada a los dos grupos de guijarros. Los contempla larga y atentamente, como si quisiera grabarlos para siempre en su aún frágil memoria. Un grupo representa la mano vacía; el otro, la mano con el palo. Y los dos grupos juntos representan a su comunidad: si cada miembro cogiera un guijarro, no faltaría ni sobraría ninguno. Los dedos de una mano, los dedos de la otra mano, un palo… Suma y sigue.
«Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos», dirá su remoto descendiente siete millones de años después.
Me encanta que lo primero que quiera hacer cuando descubre algo es mostrárselo a sus compis y compartir esa alegría. Un relato muy emotivo.
Esa es la clave de la evolución intelectual y moral: compartir los hallazgos con les compis, con la comunidad, y hacerlo con alegría.
De todos los cuentos sobre los inicios de nuestra especie que leí, no tantos supongo, es el primero en el cual el personaje principal es una hembra. Notable, especialmente por ese llamado a la solidaridad. Los tiempos cambian. Un debido y necesario homenaje a Lucy. Gracias, Carlo. “Por más que sean indispensables, los dedos son contradictorios, o dan qué pensar; a los extremos, dejando de lado posiciones políticas, ese gordo, corto y satisfecho, siempre en oposición a sus hermanos que en las tareas pesadas realiza el menor esfuerzo posible, el mismo que se somete cuando el índice soñador señala hasta lo que no existe, y como sueño imposible indicar a seguirlo. Es el mas problemático, rebelde cuanto se quiera. Agita el quieto vivir, un pariente indeseado para su entorno. El del medio es un misterio, y como tal supongo que reflexiona junto a su asistente, que por el nombre buenos consejos no da. Después está el que más quiero, el de las causas perdidas, el destinado a la extinción de acuerdo al progreso, el que no sirve ni para rascarse la oreja, el más débil, magro, puro hueso diría, el más lejano del gordo, tan lejos que apenas se rozan. Por algo será”.
Y sin embargo, ese gordito denostado, que arrastra el nombre de su ingrata labor antiparasitaria, al estar en oposición a los otros cuatro nos otorga una inagotable versatilidad manual. Gracias a ti, ER, por tus atentas lecturas y estimulantes reflexiones.