Hay pocas personas en el mundo que me hayan hecho más dichoso durante más tiempo que Stephen King.
Pocas. Muy, muy pocas.
Así que no busquen objetividades, porque no quiero objetividades. Steve estuvo ahí cuando las cosas iban mal, siguió cuando encontramos una salida, Steve era refugio en madrugadas insomnes, era descanso entre jornadas de estudio, era relectura cuando la relectura (el placer familiar, conocido, de la relectura) parecía tabla donde asirse para que no te llevase la corriente.
Díganme cómo escribir objetividades.
Por septiembre hizo nuestro Rey —el único Rey que existe— sus buenos 76 añucos. Vamos, que avejenta, oigan, que avejenta. Con motivo de la celebración (aunque a Stephen King hay que celebrarlo el 30 de noviembre, creo yo), la editorial Libros Cúpula ha tenido a bien sacar Stephen King. Una gran celebración de la vida y la obra del gran maestro del terror, escrito por Bev Vincent y con traducción de Jaume Muñoz Cunill. ¿En pocas palabras? Pues un volumen lujoso donde se recogen todos los libros de King, anécdotas, sus labores como músico o filántropo, sus comienzos difíciles, la inspiración del Overlook e, incluso, tres o cuatro fotos que acojonan más que Victor Pascow en un after. Una con pelo largo y ojos de chifladete, otra to chulo apoyando el pie sobre la furgoneta que casi se lo ventila. Y ese tono. A mí me encanta, y es obra ineludible para todos los buenos monárquicos del mundo, esos que se dicen a sí mismos «lectores constantes».
Repasando allí el caudal creativo de Steve (irá por el centenar de libros, sumen aportaciones en prensa, frikadas y otros), se ven perfectamente las tres etapas —trazo grueso, no me escupan— que tiene King. Los años de furia, los años depresivos, el reconocimiento. Aproximadamente. Y tiene interés el tema, porque ves evoluciones más allá de lo axiomático. Endógenas y, sobre todo, exógenas. Cómo cambió, cómo cambiamos, cómo cambiaron…
La primera es, podríamos decir, Clásica. Los 70, los 80. Se marca Stephen unas cuantas novelas que están entre lo mejorcito del terror contemporáneo. Se marca, también, unas cuantas menos que son auténticos clichés culturales, artefactos que permitirán la identificación de una época con solo citar dos o tres elementos (Jack Torrance, un san bernardo chifladete, el cementerio micmac). Y se marca, por último, un par de obras que reflejan divinamente los Estados Unidos (ciertos Estados Unidos, los Estados Unidos que no viven en Manhattan, los Estados Unidos que no son beat, los Estados Unidos que no leen las columnas de Tom Wolfe). Apocalipsis e It resultan tan poderosas a modo de símbolo, de ejemplos, de retratos como pudiera ser cualquier disco de Bob Dylan (seguramente sepan que la discografía de Dylan es la auténtica Gran Novela Americana, ¿verdad?).
Sucede que aquella ola era altísima, y venía impulsada, mucho, por la farla y el alcohol. Vamos, que Stephen King escribe más libros que nadie, y además se tiene que buscar un pseudónimo porque… en fin, porque escribe mogollón más de libros que nadie (en la obra de Cúpula se recuerda una crítica apoteósica, digna de Pulitzer, donde hablan de Bachman como ese tipo que escribe como Stephen King si Stephen King supiera escribir). Bajona. La vida de King era un infierno, sus relaciones personales eran un infierno, y tenía demonios mucho más gordos que cualquier Randall Flagg. Así que a otras cosas. Escribiendo, porque escribir es necesario si te llamas Stephen King, pero… a otras cosas. Menos calidad, menos fuerza, menos garra, repitiendo clichés, volviendo sobre sendas que ya se habían transitado. No seré yo quien critique esto, ¿eh? Lo primero es lo primero.
(Y lo primero fue solventado adecuadamente).
De esa época son los últimos libros de La Torre Oscura. O algunos de los últimos libros de La Torre Oscura. O algunos de los últimos libros que hasta ahora tenemos sobre el universo de La Torre Oscura, porque con este hombre nunca sabes, y anda que no me gustaría a mí leer esa batalla en la Colina de Jericó. Anímate, Steve, colega, aquí tienes un lector constante y anhelante. Y eso, que aun en los momentos más bajos —los de King, los de uno mismo— encontraba servidor luces en La Torre. Es, desde varios puntos de vista, obra magna del autor. Por extensión, por imbricaciones, por ambiciosa y bien rematada (salvo el final, con ese Rey Carmesí que vocifera cual manifestante del fascio… ay). Por, también, ser testimonio vivo (los libros viven, seguro que ya lo saben a estas alturas) del universo King, un universo sintiente y real, uno que puedes ver reptando en cada novela, en cada cuento. Todo King existe en el mismo mundo, solo que todos los mundos también existen en el mundo. ¿Influencias de la Marvel, del postkirbysmo? Pues, miren, no sé, pero me encanta pensar de esa forma, porque Stephen King no es solo el gran consumidor de cultura pop de nuestro tiempo (aunque si rastreas, aun superficialmente, ves flotando referencias cultísimas como el barco de papel que pierde cualquier niño), sino un defensor de esa categoría. Antes de que a Stephen lo reivindicasen anduvo él regalando oídos, elevando niveles, explicando que «divertido» y «ligero» no son sinónimos de «mierda» y «basura». A veces sí, pero no siempre.
(Y aun en esas ocasiones… en fin, hasta comer faisán a diario debe de resultar aburrido).
Añadan a las virtudes de Roland y sus coleguillas esa (sanísima, irónica, desmitificadora, ferozmente crítica, deliciosamente entrelazada con el resto) revisión metaficcional, metaliteraria. Cuando tú te metes en bosques de este tipo lo más fácil es ponerte de un pomposo vergonzante, creando excrementos bien gordotes, excrementos humeantes y de olor fuerte, excrementos que te pueden salir por muy Académico de la Lengua que seas. El problema es, aquí, de ego. De mucho ego. De tener tanto ego que no puedes arrinconarlo a la hora de escribir, porque piensas que lo importante en un libro es tu nombrecillo en la portada. A King no le ocurren estas cosas, porque él vive (él respira, él mama, él sueña) historias, y entiende que la historia es punto de inicio. Después más, pero primero la historia. Y así te salen asuntos como esa incursión posmodernísima que resuelve con gracia y sin autocomplacencia, encajando piezas chungas, sin el recurso fácil al deus ex machina (y mira que resultaba tentador, teniendo al deus tan a mano). Nunca rayó tan alto King.
(Aunque rayase más alto en otras ocasiones).
Parecía que la carrera de King estaba decayendo. Pero decayendo a lo loco, decayendo como el clima moral en Castle Rock. Más o menos fue cuando lo del atropello, y muchos pensaron que aquello no iba a remontarse.
Oh, qué equivocados estaban.
A la época post-furgoneta y perros cabrones (a la época que King llama «años regalados») podríamos decirle de reconocimiento. Reconocimiento por la crítica, nada menos. A Stephen King, nada menos. Vamos, que empiezan a decir que si oye, igual este señor no lo hace tan mal… Y hasta le regalan oídos, que siempre da gusto.
(No todos, todos no… en el libro de Cúpula aparece una insuperable mención de Harold Bloom sobre Stephen King. Sobre lo malísimo que es Stephen King. Que dicha referencia sirviera como prólogo a un libro en el que se analizaba la obra de King desde un punto de vista literario es un grado de autoparodia e ironía inédito desde Foster Wallace. Y lo hace Harold Bloom, macho, así que debió de ser sin buscarlo. Harold Bloom, esnob de esnobs).
Y eso, que anda Stephen King más relajado, y con menos furia en esto de escribir. Y le salen cosas de género (aunque de género que pasa a otro género, véase la trilogía policiaca que termina derivando, poco a poco, lentamente, en sobrenatural), o se marca homenajes a storytellers y cuentos de hadas, o hace, directamente, libros cuyo tema central es el amor. Así, sin medias tintas, el amor. Porque esa historia sobre un viajero temporal que quiere salvar al presidente Kennedy (esa historia que King cierra maravillosamente, esa historia con un final inolvidable, un final que emociona; también le salen a veces, aunque yo agradezca mogollón ese rasgo de ironía en la segunda peli de It, cuando abronca a un novelista por cerrar mal su argumento) es un relato de amor. Pasa que, a veces, los relatos de amor tienen más cosas que flores, miraditas y empotradas que se cuentan con pudibundez. Tienen, por ejemplo, tintes de magia, y ancianos que envejecen mucho, y gente que sabe más de lo que dice.
Y, oigan, como que eso gusta más a la crítica. Que es más fácil hablar bien de un libro sobre dos personas que se conocen y se quieren (aunque incluya puertas temporales) que de otro con un payaso interdimensional que devora niños y donde una menor mantiene relaciones íntimas con toda su cuadrilla. Por poner ejemplo aleatorio, seguro que me entienden.
Sumen, a lo anterior, que el siglo XXI ha tratado bien a King con lo de las adaptaciones. El siglo XXI y las plataformas televisivas, porque eso aleja miedos de ver churripelis con el único aliciente de un «basado en relato de Stephen King» que van directamente al videoclú (ya no hay videoclús, pero pillan el símil). Tampoco es cosa menor la influencia que tiene King… no, mejor, no King, sino la forma de contar historias de King, la actualización del antiguo penny dreadful que ha hecho King; la influencia, digo, en ese moderno best seller enganchamentes que son las series de televisión. Sí, las de «maratón este finde», saben de lo que hablo. Muy kingianas, si me permiten. Y no es casualidad, porque el tío entiende mejor que nadie las mareas de lo popular.
(Al margen quedan esas construcciones de Mike Flanagan, que son más King que el propio King… incluso cuando no adapta a King).
Y en esas anda ahora Stephen. Leyendo gozoso lo que publica Joe (Hill), haciendo cualquier cosa que quiera. Escribiendo, porque eso es lo que le gusta. Escribiendo sin necesidades, sin insomnios, sin atajos. Richard Bachman ya no está, este es otro King. Uno que, a ver, no miro yo a nadie… igual hasta se lleva un susto cualquier noviembre.
Ten el móvil operativo, Steve.
Y muchas gracias por todo.
STEPHEN KING Bev Vincent Traducción de Jaume Muñoz Cunill LIBROS CÚPULA (Barcelona, 2024) 240 páginas 26,95 € |
Thank you for this brilliant and touching commentary. Your third paragraph has struck a (good) nerve with many other readers.
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