Cuando pienso en ella, lo primero que veo es ese gesto, el de cubrirse la barbilla con los dedos o la palma de la mano, tapándola como si fuera un niño enfermo o un misterio impronunciable. Lo segundo, unas gafas de sol angulosas que ocultan el verdadero color de sus ojos —¿verdes?, ¿grises?, ¿aguamarina?—. Lo tercero, un sillón de orejas cómodo y caliente, y sobre él una mujer que se recuesta. Cansada, terrenal.
Debajo de todo ello, por supuesto, el fondo del mar.
***
Silvina Ocampo definió su propia novela como «fantasmagórica», y así es: está plagada de visitas espectrales. Sin embargo, me atrevería a añadir algo a su definición: La promesa (Lumen, 2023) es la radiografía de una memoria inventada.
La narradora, que mantiene el anonimato, escribe el libro que prometió a Dios, al demonio o a Santa Rita si le salvaban la vida. En él, evoca a las personas que acudieron a su cabeza el día en el que casi muere ahogada al caer por la borda de un barco. Algunas de estas personas solo aparecen brevemente descritas, mientras que otras —como Leandro, como Irene o Gabriela—, se materializan en sus recuerdos repetidas veces y poco a poco crean la trama fragmentaria, sumergida y a la deriva, de la novela. Dentro de su propia ficción, La promesa son cuentos escritos para conservar la vida.
Leyéndola, surge la duda: ¿a quién pertenecen estas historias, en realidad?, ¿la narradora nos relata sus experiencias, o más bien conocemos a quienes la rodearon? No hay respuesta; la narradora se contradice: su memoria pertenece a otros y a la vez a ella misma, en medio de un mar inagotable. Al principio, afirma: «Conté cuentos a la muerte para que me perdonara la vida a mí y a mis imágenes», como si su vida y sus imágenes fueran elementos separados, como si las historias pudieran sobrevivirla. Pero más adelante, conforme su energía se agota y se siente más cercana a la muerte, parece fusionarse con estas imágenes: «[…] ahora estoy habitada por infinitas personas que perturban mi memoria; estoy viviendo de otros recuerdos. ¿Cuál soy yo? A veces no me encuentro», escribe.
En esta mixtura de confusión y agua, aprendemos sobre las pieles de otros, sobre sus ademanes, sobre el color cambiante de sus iris, sobre sus tristezas. Sin saber apenas nada de la narradora, son sus ojos —de los que nunca conoceremos el color— y sus oídos quienes nos relatan los recuerdos prestados y nos ofrecen la radiografía de su memoria inventada, de la memoria de estos otros, de ambas a la vez. «No tengo vida propia, tengo sentimientos», comienza diciendo en la novela. ¿Y qué hay más impreciso y cambiante que un sentimiento? ¿Más fluido y engañoso que la memoria, que la conjura de un recuerdo? El mar, probablemente.
Así, las lectoras unimos los fragmentos de la historia igual que lo hace Gabriela, una de sus personajes: tras una puerta cerrada. Desde esta ceguera de pestillos y picaportes, acabamos por convencernos de que «el mundo que escuchaba y adivinaba detrás de las puertas era […] el verdadero mundo: el otro, una representación». Las palabras que se cuelan por las rendijas de estas páginas son memorias prestadas y memorias propias, tamizadas por la invención y la parcialidad de los recuerdos que la narradora vivió, o no, al otro lado de la puerta.
Precisamente, la contradicción y la mentira son aquello que convierte en verdadera a la narradora, que frente a la muerte y en medio del mar, afirma que lo que imagina «se vuelve real, más real que la realidad». La única promesa que hizo fue la de escribir un libro, no la de contar con exactitud u objetividad su memoria inventada, propia y ajena. Y, en su promesa, la novela se huele, se camina, se acaricia junto a quien nos la relata, e incluso desde dentro de ella misma. En algunas ocasiones, habitamos los recuerdos a través del cuerpo de la narradora, como ocurre en las descripciones de la casa de Leandro. En otras, somos espectadoras que se esconden detrás de una farola y observan trazar un plan muy ruin a Alberto, Julio, Perfecto y Clodomiro, los cuatro niños sucios que podrían ser nuestros hermanos y no lo son. También nos marchamos del Jardín Zoológico en moto y nos sentamos en el pasto junto con una posible amante sin haber estado allí siquiera: la narradora también hace suyas las historias que alguien le contó y que, según ella, conoce como si fueran propias. A lo largo de los relatos ocupamos la memoria de la narradora y, al final de cada uno, nos encontramos dentro del mar y flotamos a su lado, viendo aproximarse una balsa con frutas que en realidad nunca existió y llorando inútilmente, cuestionándonos si no se ahogarán nuestros ojos.
El mismo proceso de escritura de Silvina Ocampo respondió a la indecisión y la necesidad de permutar y conjugar experiencia con recuerdos. Silvina escribió La promesa a lo largo de casi tres décadas, la sometió a una gran cantidad de cambios, probó varios títulos distintos y, de hecho, ni siquiera la dio por finalizada mientras vivía, sino que su publicación es póstuma. No podría haber sido de otra manera: moldear los recuerdos una y otra vez como si fueran pedazos tiernos de metal es la única forma de escribir la radiografía de una vida, aunque nunca fuese la propia. Y es que, en fin, ¿no son estos los materiales que trenzan la memoria? ¿Lo corpóreo y farsante, fantasmal y vivo, auténtico e imaginado?
PD: Pese a los espíritus y los espejismos, si sacudiéramos el libro con fuerza, de él caerían duraznos en almíbar, un revólver pequeñito, agua salada, santos sin cabeza, bancos de madera, cuadernos y mandarinas.
LA PROMESA Silvina Ocampo LUMEN (Barcelona, 2023) 120 páginas 17,90 € |
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