La Taberna Flotante

Cuasitodo

Taberna Flotante #23

Igor, el jorobado de «El jovencito Frankenstein» (1974), de Mel Brooks. / © 20th Century Fox

— Si un cíborg es un humano con prótesis mecánicas y un orco es un computador con prótesis biológicas, ¿qué es Bobby Blue? —le preguntó el tabernero a Doc Frankenstein.

— Buena pregunta —dijo Doc asintiendo con la cabeza—. Si lo que dicen es cierto…

Bobby Blue tenía cabeza humana y cuerpo mecánico, por lo que a primera vista parecía un cíborg convencional. Pero se decía que su cabeza era la del legendario maestro de ajedrez Bobby Fischer, muerto a principios del siglo XXI, y que en su tórax se alojaba otra mente no menos poderosa. Un supremacista que se negaba a aceptar que los mejores jugadores fueran máquinas robó y criogenizó la cabeza de Fisher, que, cien años después, fue conectada al cuerpo de un androide llamado Deepest Blue, una versión muy mejorada del famoso Deep Blue, con lo que el ajedrecista humano y el electrónico se habían fundido en un híbrido que unía a la creatividad del primero la tremenda potencia de cálculo del segundo. O eso decían.

— Por una vez, tendrás que terminar la frase, Doc.

— Si lo que dicen es cierto, Bobby Blue no sería ni un cíborg ni un orco. O ambas cosas a la vez: un ciborco. Dos identidades en un mismo ser.

— ¿Y cómo sería la relación entre ambas identidades? ¿Colaboración, rivalidad, alternancia, fusión…?

— ¿Cuál es la relación entre tus distintas identidades? —preguntó a su vez Doc encogiéndose de hombros—. Seguro que a veces te peleas contigo mismo y otras estás a gusto en tu pellejo. Unas veces te amas y otras te detestas…

— Pero yo no tengo la sensación de ser dos personas.

— Puede que Bobby tampoco. O puede que sí. O puede que según…

— ¿Y por qué crees que ha venido a Münchhausen?

— Bobby Fischer terminó en Islandia, uno de los más apartados rincones de la vieja Tierra, por lo que no es extraño que su nueva versión haya terminado en uno de los más apartados rincones de la galaxia.

— Pero si Bobby Blue es un… ciborco, ¿no lo es también Cuasitodo? —preguntó el tabernero tras una pausa.

— Es un caso distinto. El anterior dueño de su cuerpo murió de un golpe en la cabeza y tenía el cerebro destrozado. Solo pude aprovechar el bulbo raquídeo. Ahí dentro no queda nada del hombre que fue —aseguró Doc señalando la cabeza de Cuasitodo, que permanecía junto a la barra inmóvil y silencioso.

— Pero aquí sí —intervino de pronto el aludido acariciándose la barriga—. El cerebro intestinal estaba intacto.

— No le hagas caso —le dijo Doc en voz baja al tabernero—, a veces se pasa de listo.

— Y tú a veces no llegas —replicó Cuasitodo, que lo había oído.

El doctor Frankenstein se puso rojo de rabia, pero no dijo nada. Se levantó bruscamente del taburete en el que estaba sentado y fue a los lavabos.

— Se ha acordado de una discusión que tuvo con su padre cuando tenía veinte años —dijo Cuasitodo— y va a meter la cabeza bajo el grifo para refrescar las ideas.

— ¿Cómo lo sabes? —preguntó el tabernero, sorprendido.

— Porque, como mi nombre indica, lo sé casi todo.

— Pretender saberlo casi todo implica la pretensión, aún más osada si cabe, de tener claro qué es «todo». Me recuerda aquella boutade del mítico detective Sherlock Holmes, que dijo que cuando se han descartado todas las explicaciones imposibles, la que queda, por inverosímil que parezca, tiene que ser la verdadera.

— Cuando digo que lo sé casi todo, me refiero a todo lo que se sabe actualmente. Casi todo el conocimiento acumulado por la humanidad está a mi alcance…

— ¡Y al mío! Casi todo el conocimiento está en las redes, y las redes están al alcance de cualquiera que tenga los dispositivos adecuados y sepa utilizarlos.

— No me has dejado terminar la frase. Casi todo el conocimiento está a mi alcance operativo e inmediato. No solo tengo acceso a toda la información disponible, sino que además puedo digerirla y metabolizarla de forma óptima, con ayuda de mi cerebro intestinal hipertrofiado, un sistema nervioso entérico de cien mil millones de neuronas.

— ¡Eres aún más petulante que tu amo! —exclamó el tabernero—. Me sorprende que Doc sea tan paciente contigo.

— Y a mí me sorprende que aún no hayas comprendido que el amo soy yo —replicó Cuasitodo.

6 Comentarios

  1. Relatos cada vez más anormales!
    En el mejor sentido de la palabra
    Te estas superando Carlo!

  2. La incorporación del doctor Frankenstein a la TF me parece fantástica. Todavía me surge una sonrisa al recordar la mención a Adar en la TF_22.

    Me parece que los ciborcos ponen de manifiesto la paradoja del montón de arena aplicada a la identidad. Una paradoja presente en casi todo.

    • Pues sí, se suele considerar que la del mentiroso es la paradoja por excelencia, pero yo creo que la del montón no le va a la zaga. Me viene a la memoria una conversación con Jack Szostak, hace diez años, en la que me dijo que no hay manera de situar con precisión la frontera entre la vida y la no-vida.

      • Recuerdo que comentaste lo de Szostak en alguna ocasión. Quizá la frontera entre un término definido A y su contrario no-A sea imposible de establecer en general, al menos a partir de cualquier definición de un objeto «real».

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