Ficción

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Relato finalista del concurso Ciencia Jot Down 2023 en la modalidad de narrativa de ficción científica

Foto: Rhododendrites (CC BY-SA 4.0 Deed)

HACÍA MUCHO TIEMPO que Zoe no sacaba a colación el tema de los agujeros negros. Tuvo una época en que no sabía hablar de otra cosa, y eso que le habíamos dicho que no era buena idea mencionar ese tema en clase, ya tenía bastante fama de rarita. Pero era muy impresionable y se quedaba con todo lo que oía decir a su padre. A veces venían alumnos a casa a discutir con él los detalles de sus tesis y a ella se le quedaban grabadas algunas frases. No entendía nada, eso por descontado, pero eso no impedía que luego, en el cole, las soltara a bocajarro. Su poderosa imaginación le hacía ver agujeros negros por todas partes (o agujeros de gusano, para ella no había mucha diferencia), y un día aterrorizó a los hijos de los vecinos diciendo que uno de esos monstruos galácticos se había tragado medio vecindario (se trataba de un socavón, y exageraba, claro). Un agujero negro puede devenir agujero de gusano, por así decirlo, pero no son exactamente lo mismo. Es un poco como confundir la velocidad con el tocino, se desesperaba mi marido. No es más que una niña, le decía yo. Además: agujeros, oscuridad, gusanos…, ¿a qué remiten? Piénsalo. A su edad es bastante normal tener esos miedos.

Por lo general sus compañeros no le hacían ningún caso… Hasta que un día se levantó en mitad de la clase y, entre sollozos, les echó en cara que siguieran sentados como si nada: ¿Es que no habían visto cómo un par de estrellas habían colapsado bajo su propio peso llevándose por delante a miles de personas de una tacada? Por supuesto, la gran mayoría no sabía qué era ese «agujero negro masivo», esa «irrupción súbita del caos» de la que hablaba (sus padres se habían cuidado mucho de que no vieran la televisión aquellos días), pero una niña debió de intuir que había alguna verdad en lo que Zoe decía y se echó a llorar desconsolada. El efecto contagio hizo el resto.

Sus profesores nos dijeron que ese tipo de conducta era inapropiada. Los niños no estaban preparados para hablar de ello, ¿quién lo estaba?, y a su padre y a mí nos pareció razonable. Tal vez nuestra hija esperaba más apoyo por nuestra parte, el caso es que después de aquello Zoe optó por el mutismo. Por eso y por coleccionar suspenso tras suspenso en Física y Matemáticas durante los siguientes años. Aunque traté de quitarle hierro al asunto (en mi opinión, no era más que la típica rebeldía pre-preadolescente), para mi marido, aquella afrenta era un sabotaje en toda regla contra él, poco menos que una deshonra familiar, y todo un boicot contra la propia Ciencia. Un profesor nos indicó la posibilidad de que no se tratara de una cosa ni de la otra. En su opinión, debajo del aparente sinsentido que escribió en un examen (2996 x 9.8 m/s2= 0) había en realidad una llamada de socorro. Es posible que tuviera razón.

Esta situación cambió de forma radical hace unos meses. Desde luego, había pasado mucho tiempo y ya no quedaba casi nada de aquella niña que escuchaba con la boca abierta a su papá. Sin embargo, mentiría si dijera que no se me heló la sangre cuando, como quien no quiere la cosa, preguntó: ¿qué pasa cuando uno cae a un agujero negro? En ese momento me preocupó que siguiera traumatizada, claro, pero también que le diera por seguir los pasos de su padre. Aunque cuenta con el respeto de sus alumnos y colegas, tuvimos que dejar nuestro país para que pudiera dedicarse a la investigación en condiciones dignas. También cabe la posibilidad de que me sintiera un poco celosa, no voy a negarlo. Mi hija nunca ha dado muestras de interesarse por las ciencias humanas, y menos aún por mi trabajo: la antropología.

—¿Caerse a un agujero negro? Bueno, esas cosas no pasan así como así.

—Ya, papá, ya sé que están a años luz, en el centro de la galaxia y todo ese rollo. Me refiero a qué pasa en un plano teórico. ¿Acabas tan hecho añicos que ni siquiera eres visible con un microscopio o sigues cayendo eternamente?

—Bueno, para los que nos quedamos del lado de acá, nos parece que la caída se produce a cámara lenta, de forma cada vez más ralentizada. En ese sentido, sí, da la impresión de que la caída será eterna. Lo que pasa al otro lado es mucho más violento.

—Pero el tiempo es distinto en un agujero negro. Podría incluso invertirse, ¿no? Allí dentro se podría volver al pasado, quiero decir.

—¿Dónde has oído eso?

—Lo he leído por ahí, pero no sé si lo he entendido.

—Supongo que te refieres al estudio ese de Bousso y Engelhardt que ha salido en prensa. El de las pantallas holográficas. Se supone que en el horizonte de sucesos se genera una especie de holograma de dos caras. ¿Te lo imaginas? Por el lado de acá, la entropía, es decir, el grado de desorden, va en aumento y el tiempo discurre hacia delante; por el otro, la entropía va disminuyendo y la flecha del tiempo podría llegar a invertirse. Según esto, una vez se ha traspasado el horizonte de sucesos, cabría la posibilidad de que el tiempo empezara a transcurrir hacia atrás. Es solo una teoría.

—De todas formas, si sigues preocupada por todo aquello, nos lo puedes contar.

—¿De qué hablas, mamá? ¿No puedo tener curiosidad por algo?

—Sí, hija, pero no has vuelto a ir en metro, y en una ciudad como Nueva York…

—Me manejo perfectamente en autobús.

—Eso de que te manejas bien… Has llegado tarde a clase unas cuantas veces este trimestre. No hemos vuelto a hablar de todo lo que ocurrió. Yo también lo pasé mal, iba contigo aquel día, ¿recuerdas?, pero volví al metro en cuanto volvieron a abrirlo.

—No me marees otra vez con lo mismo. ¡Me voy a mi habitación!

—¿No crees que te has pasado con la chica?

—Tal vez, pero ¿no te das cuenta de que está dando un rodeo?, ¿que es su manera de volver a sacar el tema?

—¿Y cómo estás tan segura?

—Habla de gente hecha picadillo, de personas en caída libre, ¿a qué se va a referir si no?

—¿No serás tú la que sigue obsesionada? Forzando las cosas no conseguirás nada.

—¿Alguna sugerencia?

Dicho y hecho.

Solo un par de días después, mi marido nos sorprendió con una propuesta de lo más chocante: ¿Os gustaría venir conmigo a 1945? No me miréis con esa cara. Es un viaje de ida y vuelta, y no durará mucho.

—¿De qué va esto, papá? ¿Es uno de tus experimentos?

—He descubierto un enclave del pasado en el presente y se me ha ocurrido que podríamos visitarlo. Es un lugar donde el espacio, y de algún modo también el tiempo, se curvan. Casa muy bien con la teoría en la que estoy trabajando, la gravedad cuántica de bucles, una alternativa a la teoría de cuerdas.

—Aparte de lo aburrido que suena, ¿cuál es la pega?

—Que tenemos que ir en metro.

—Hija, si no estás preparada…

—¿Y por qué no iba a estarlo, mamá?

El gesto de Zoe se torció cuando su padre le explicó el itinerario previsto. Imagino que se dio cuenta de la cercanía del trayecto con la estación de Cortlandt (a mí tampoco me hizo ninguna gracia, debo decir). Aquel día alguien creyó oír una explosión en el metro y enseguida nos mandaron bajar del tren. En realidad todo estaba sucediendo a muchos metros de altura, pero fue la decisión acertada: en cuestión de una hora la estación y los túneles que la rodeaban quedarían totalmente sepultados.

No sé si tenía presente todo aquello cuando me preguntó: «Tú también vienes, ¿verdad?». Me sorprendió tanto que solo pude asentir.

La idea era coger la línea 6 hacia el downtown hasta llegar a la estación de Brooklyn Bridge/City Hall. Una vez allí nos quedaríamos sentados aunque todos los pasajeros se bajaran. Por megafonía anunciarían que habíamos llegado al final de trayecto, pero eso solo marcaría el fin del recorrido oficial: después el tren continuaría su camino hasta adentrarse en el llamado loop, o bucle, una curva muy cerrada que nos llevaría a una estación fantasma: la otrora imponente estación de City Hall, abandonada en 1945.

—¿Es legal? —pregunté a mi marido cuando nos quedamos a solas—. Si nos para un revisor, ¿qué vamos a decirle? ¿Que queremos volver a 1945 para intentar bordear 2001? No me gustaría acabar en Bellevue.

—No te preocupes, mucha gente hace esto solo para ver la antigua estación. Nosotros lo hacemos por una causa justa.

—Yo no sé mucho de psicología, pero tengo entendido que para superar una fobia lo mejor es que la persona se acerque a la situación temida gradualmente, no así, de sopetón.

—Yo vi en un programa que a un tío se le pasó la fobia a las serpientes enrollándose una al cuello. Si está dispuesta a coger la serpiente por el pescuezo, habrá que confiar en ella, ¿no?

Al día siguiente, a la hora prevista, subimos al metro. Era casi de noche. Pensamos que a esa hora estaría menos concurrido (y no nos equivocamos). Desde que salimos de casa advertí que Zoe estaba pálida. Aunque tratara de disimularlo, la tensión en su rostro era evidente. Cuando llegamos a la entrada del metro, se quedó paralizada. Imagino que por un momento dudó si continuar o no. Luego nos miró con un amago de sonrisa en los labios y prosiguió la marcha.

Desde que entramos en el vagón, su padre trató de darle conversación: «El otro día me preguntabas qué pasaba cuando alguien caía dentro de un agujero negro. No sabemos qué pasa con la materia cuando alcanza el centro. Según la teoría de la relatividad general clásica, el tiempo y el espacio terminan en él, es lo que llamamos singularidad, pero la gravedad cuántica de bucles predice otra cosa: nosotros pensamos que el espacio-tiempo continúa. Una vez atravesado el centro, se entraría en una nueva zona, un reverso del agujero negro: el agujero blanco… En él la materia no desaparece, sino que vuelve a emerger. De alguna forma, rebota…».

Se explayó en detalles de investigaciones de colegas como Smolin, Rovelli o Ashtekar, que apuntaban en la línea de lo que estaba contando, y no se percató de que Zoe tenía los ojos cerrados (supongo que estaría tratando de mantener el miedo a raya). Nos estábamos adentrando en una oscuridad más profunda, en una noche dentro de la noche, y traté de concentrarme en lo que decía para no pensar. Había cierta belleza, cierta simetría, en su teoría, y de algún modo parecía esperanzadora (para una profana como yo, eso del agujero blanco sonaba a una especie de luminoso más allá). No obstante, no se me escapaba que era muy especulativa, como él mismo había dicho en alguna ocasión.

Entonces fue Zoe la que empezó a hablar:

—De pequeña me angustiaba no saber adónde había ido toda aquella gente. No me entraba en la cabeza que pudieran esfumarse sin más. No dejaron ni siquiera un cadáver.

—¿Te acuerdas de muchas cosas? —pregunté.

—No mucho. Me acuerdo del polvo. Y de la mirada de la gente cuando salimos del metro. Era una mirada ausente, como si detrás de esos ojos ya no hubiera nadie.

—Sí, yo también me acuerdo.

—Y lo que pasó después no hizo más que empeorar las cosas.

—¿A qué te refieres? —preguntó su padre.

—Lo peor fue la manera en que se trató de restablecer el orden. Entonces no me enteraba, era muy pequeña, pero ahora me parece evidente que solo trajo más caos. Por no hablar del dolor.

—Eso era esperable. En Física, cuando se pasa de un sistema en equilibrio a otro, la cantidad de desorden de este último es mayor que la del primero…

—Lo que digo no tiene nada que ver con la Física. El señor Evces, el padre de mi amiga Megan, ¿os acordáis de él?, se alistó en el Ejército y nunca volvió. A saber cuántas vidas se llevó por delante en nombre de la Justicia.

—Bueno, a lo mejor sí tiene algo que ver —dije yo.

—¿Ah, sí? —preguntó Zoe extrañada.

Lévi-Strauss bromeaba diciendo que en vez de antropología tendría que llamarse «entropología». Se dio cuenta de que, excepto cuando nos reproducimos, los seres humanos nos dedicamos a desintegrar ciudades, civilizaciones, lo que se nos ponga por delante… Lo reducimos todo a un estado que hace imposible que se vuelva a integrar. El estudio del ser humano es en realidad el estudio de las distintas formas en que contribuimos a ese caos sin fin.

—Parece el destino de todo lo existente. De los seres vivos y de los inertes. He llegado a pensar que el orden no es más que un disfraz sofisticado del caos —afirmó mi marido.

Cuando nos quisimos dar cuenta, el tren había comenzado a trazar la curva donde se encontraba la antigua estación. En milésimas de segundo pasamos de la oscuridad más absoluta a una claridad que parecía procedente de otra época. La luz que se filtraba a través de los tragaluces de colores dejaba entrever un lugar majestuoso. El techo abovedado era similar al que puede encontrarse en algunas zonas de Grand Central (no en vano, eran obra del mismo arquitecto: nuestro compatriota Rafael Guastavino). Esa versión mundana del agujero blanco habría sido la imagen que habría permanecido en mi recuerdo si en ese momento no me hubiera dado cuenta de la gran cantidad de polvo que se acumulaba en el andén. Me pregunté de dónde había salido, si aquella gruesa capa de polvo no vendría en realidad de… Era consciente de que mi cabeza estaba entrando en el bucle de aquel día eterno, pero no me importaba. Me sentía culpable por haber orillado ese tema en algún lugar de mi mente durante tanto tiempo. Me pregunté si Zoe estaría pensando lo mismo… Por suerte, parecía maravillada contemplando las coloridas vidrieras que adornaban el techo. Su padre, como era esperable, hacía lo propio. Siempre andaba con un ojo puesto en la bóveda celestial.

Ya en la superficie, el tiempo volvió a discurrir a la manera habitual. El caos era considerablemente mayor a pie de calle. El país había cambiado mucho en esos años: se había vuelto menos abierto y amable, más desconfiado y paranoico. No obstante, había encontrado un refugio. Esa estación prácticamente detenida en el tiempo ejercía una gran fuerza de atracción sobre mí, y supe que aquella no sería mi última incursión. He vuelto varias veces desde entonces, en ocasiones en compañía de Zoe. No quiero que se nos olvide ese mundo ahora perdido, ese mundo de ayer, y las personas que un día fuimos.

3 Comentarios

  1. Un relato excelente. Su autora parece referirse con acierto, a base de sugerencias y en clave de «Ciencia», al peor lado por el que camina la «Historia» en la actualidad.
    El agujero negro está también dentro…

  2. Agustín Serrano

    Y qué es la criatura humana sino un agujero negro en sí misma… con su singularidad, a modo de lienzo y pincel, perpetuándola.

    Qué buen relato.

    Mis aplausos.

  3. Silvia R. Court

    ¡Enhorabuena! Me gustó mucho el relato.
    El agujero negro, tan «indescifrable»y lejano para otros ámbitos diferentes al científico, muestra su rostro al alcance de todos. En singular y plural.

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