Hablemos de sensaciones. O de intuiciones que no pueden convertirse en constataciones porque el objeto de nuestras sospechas no tiene nombre, o aún no lo conocemos. «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo», decía Gabriel García Márquez en su Cien años de soledad para referirse a esa experiencia tal vez pionera o simplemente ingenua de quien descubre algo por primera vez. Pues esto vendría a ser lo mismo. Lees un libro, o ves una película, y te pasa. Imagina, entonces, que no pones nombre a ese algo, pero que, de alguna forma que no acabas de entender, sigues sintiendo su presencia en otros momentos y lugares, cobrando formas distintas. Otro libro, una serie, un discurso político, un estilo arquitectónico, la conferencia de un filósofo. Y no puedes precisar con argumentos de peso que es lo mismo porque sigues sin saber definirlo (y te niegas a usar el palabro zeitgeist), pero tus sensaciones (que como podrás ir imaginando conforme lees este párrafo, no son las tuyas, sino las mías) se empeñan en reafirmarse desde lo visceral. Y entonces, un buen día, te hablan de metamodernismo. Y, de repente, todo cobra sentido.
Ese vino a ser, más o menos, mi acercamiento a este concepto, conjunto de ideas, corriente estética, filosófica o como quieran llamarlo. Porque nombrar el metamodernismo, para empezar, obliga a hacerlo dentro de un ámbito concreto de actuación a riesgo de caer en debates cargados de contextualizaciones y bastante cacao mental. Por lo que a mí respecta, y negándome a abandonar aquellas primeras sensaciones que sentí frente a novelas de Coetzee, Ali Smith o David Foster Wallace, series como Atlanta o Kidding, o las películas de mi venerado Charlie Kaufman o Wes Anderson, el metamodernismo asoma la patita cuando nos encontramos ante una obra de apariencia posmodernista pero que no escatima esfuerzos narrativos a la hora de zambullirnos en historias profundamente humanas, o dándole la vuelta, cuando una obra aparentemente ilusionista es capaz de pinchar la burbuja de su universo ficcional con algún juego autorreferencial sin que, por decirlo de algún modo, dicha burbuja explote. Porque la cosa va de eso: oscilaciones entre dos estados aparentemente absolutos pero que demuestran ser muy capaces de coexistir.
Para quien empiece a rascarse la cocorota preguntándose si sus sensaciones sin nombre producidas por aquella obra o aquel artista pueden ir encaminadas hacia el mismo destino, la editorial Mutatis Mutandis ha publicado recientemente su primera obra: Metamodernismo. Historicidad, afecto y profundidad después del posmodernismo, traducción de la edición en inglés coordinada por Robin van den Akker, Alison Gibbons y Timotheus Vermeulen. Este ensayo canónico que probablemente podría servir de índice de las futuras publicaciones de sus editores reúne en sus páginas un conjunto de reflexiones sobre qué es y cómo se manifiesta el metamodernismo en nuestra sociedad, oscilando, como reza la contraportada, «entre la ironía y el entusiasmo, entre el sarcasmo y la sinceridad, entre el eclecticismo y la pureza, entre la deconstrucción y la construcción».
No dejemos de hablar de sensaciones. En todos y cada uno de los capítulos que conforman este ensayo se aprecia esa dificultad a la hora de definir el metamodernismo como algo completo, absoluto, y no como un puzle con piezas del modernismo y el posmodernismo. Porque si los principales investigadores y académicos interesados en esta corriente tienen algo claro es la resistencia de este concepto a ser atrapado entre las redes del lenguaje. El metamodernismo nace tras el posmodernismo, pero no reniega de él, sino que, como también hace con el modernismo, lo asimila. «No es una balanza, sino más bien un péndulo», podemos leer en la introducción, aunque si tengo que elegir una de las muchas analogías empleadas en el libro para atrapar la esencia de esta estructura de sentimiento, me quedaría con la propuesta de los editores (nacida de una metáfora previa de Dumitrescu) de que ante el hundimiento de un barco entre dos islas igualmente válidas como refugio (el modernismo y el posmodernismo), «el momento de duda radical, de reposicionamiento constante, a veces desesperado» del marinero antes de emprender su camino hacia una de ellas es, en esencia, la sensación (no dejemos de insistir en ello) que mejor describe el metamodernismo.
La obra se divide en los tres bloques indicados en el subtítulo (historicidad, afecto y profundidad), por tratarse de los tres ejes principales sobre los que pivota el metamodernismo. Introduciendo cada uno de ellos, Akker, Gibbons y Vermeulen formulan un breve estado de la cuestión que facilita la inmersión en cada conjunto de artículos, lo que se agradece por lo heterogéneo de cada propuesta. Sin ir más lejos, la sección sobre historicidad reúne bajo el mismo techo un ensayo sobre la crítica cinematográfica de lo quirky y metamoderno, la metaficción historioplástica en Beloved de Toni Morrison, el concepto de superhibridación en la creación de mitos actuales o la artesanía contemporánea. Un menú muy variado para un conjunto de platos que, pese a todo, mantienen el sabor característico que venimos describiendo a lo largo de esta reseña.
Tal vez la sección que guarda mayor coherencia entre sus partes es la dedicada al afecto, y tal vez por eso mismo sea la más relacionada con la escritura. El primero de los ensayos va a cargo de Lee Konstantinou y en él se defiende el proyecto de la posironía como la vía en que distintos novelistas contemporáneos (copio algunos nombres, por si la curiosidad empuja a la búsqueda de referentes metamodernistas: David Foster Wallace, Ali Smith, Jennifer Egan, Dave Eggers, Jonathan Franzen, Jonathan Lethem, Salvador Plascencia, Richard Powers, Neal Stephenson, Colson Whitehead) abogan por el retorno a la sinceridad, aunque preservando algunas de las ideas que introdujo el posmodernismo, y lo hacen a través de cuatro respuestas literarias como son el posmodernismo motivado, la metaficción crédula, el bildungsroman posirónico y el arte relacional.
Y si Foster Wallace es nombrado como el profeta metamodernista al inicio del anterior capítulo, el que lo sigue excava en el uso del autor de un revolucionario sentido del yo en su narrativa. Nicoline Timmer centra sus esfuerzos en demostrarnos que la obra del escritor estadounidense está dirigida a combatir la soledad y el aislamiento de la mente solipsista a través de la construcción de un yo que habla desde lo vacío pero que a la vez da testimonio de que duele. El siguiente capítulo vuelve al concepto del yo para llevarlo al campo de la autoficción, que vista desde el prisma metamoderno parece haberse reconciliado con un fortalecimiento del afecto no solo narrando la experiencia personal, sino extendiéndose a sus relaciones sociales y capturando las reflexiones sobre preocupaciones globales que acaban por conectarnos. Cierra el bloque de afecto un texto sobre la comedia de situación metamoderna (principalmente anglosajona) y la efectiva manera en que ha sido capaz de capturar esa oscilación entre afecto e ironía, parodia y sinceridad, o ingenuidad y escepticismo.
Cierra esta obra la sección dedicada al resurgimiento del concepto de profundidad frente a la idea del simulacro posmoderno. A través de ensayos que basculan entre conceptos como la ficción auténtica, la política de la posverdad o la fotografía performativa, sus autores elaboran un interesante acercamiento a esa idea de nueva profundidad muy cercana al concepto de veracidad empleado por Stephen Colbert al describir ese sentido de la verdad que no sigue ningún método científico ni razonamiento racional, sino que, como sucede con las sensaciones comentadas al principio de la reseña, se encuentra en el registro afectivo de las tripas o la idea de que si para tus entrañas es verdadero, bien puede ser verdad para ti.
Esa es, tal vez, la sensación dominante al finalizar la lectura de este atrevido ensayo. Que existe una palabra que resume un conjunto de sensaciones comunes, así como distintas ideas (estructura de afecto, nueva profundidad…) que empiezan a catalogar y poner orden a nuestras interacciones con la idea del metamodernismo. Pero que, de la misma forma, nos encontramos ante algo que no puede contenerse ni encasillarse, lo que no deja de arrojar la cuestión de si esta circunstancia acabará por superarse debido a que nos encontramos en sus inicios o si la propia naturaleza de estas ideas es inefable.
Mientras tanto, los interesados en esta corriente seguiremos persiguiendo esa sensación metamodernista que parece estar en el aire y que se contagia como un virus, inspirándonos unos a otros en una suerte de producción artística que parece empeñada en superar movimientos anteriores mediante la integración de los mismos. Aunque tal vez lo de contagiar no sea un término adecuado, ya que tratándose de una oscilación, lo más correcto sería decir que el metamodernismo resuena entre nuestros afectos y sensaciones. Resonemos, pues.
METAMODERNISMO: HISTORICIDAD, AFECTO Y PROFUNDIDAD DESPUÉS DEL POSMODERNISMO Robin van den Akker, Alison Gibons y Timotheus Vermeulen (eds.) Traducción de Luis Rodríguez Plaza y Joaquim Feijóo Pérez MUTATIS MUTANDIS (Barcelona, 2023) 312 páginas 23,40 € |