Horas críticas

Brujas empoderadas de palabra

Reseña de «La mano que cura», de Lina María Parra Ochoa

«Yo creo que el mundo olvida hasta qué punto vivimos apoyados en lo desconocido. Hemos organizado una existencia lógica sobre un pozo de misterios». Esta contundente cita de la escritora chilena María Luisa Bombal que despide al lector en la solapa posterior de La mano que cura (Tránsito, 2023), la primera novela de Lina María Parra Ochoa (Medellín, 1986), ilumina bien uno de sus pliegues: esa necesidad que tenemos de ocultar lo oculto, desnaturalizar lo sobrenatural y dar explicación a lo inexplicable, mientras pensamos en todos esos mundos invisibles —y hasta los exploramos— cada día, privadamente. Esa hipocresía social en torno a lo espiritual o las supersticiones, negadas y honradas en secreto, que también ha señalado alguna vez Mariana Enriquez (cuya presencia ectoplásmica se advierte en estas páginas, como en casi toda la narrativa fantástica o gótica contemporánea), nos hace capaces de depositar nuestra fe ciega en, digamos, la meteorología o las apps, de creer en cosas mucho más raras, como el dinero o la felicidad; pero no en ideas que representan una forma de enfrentar la muerte, de lidiar con ella, de evitar que nos apabulle.

Al inicio de esta historia, a su protagonista, o una de ellas, cuyo nombre no sabremos hasta bien avanzada la lectura, se le acaba de morir el papá. La atmósfera, y también el clima, que evoca Parra Ochoa entre la viuda y sus dos hijas recoge las sensaciones del duelo, las emociones más o menos soterradas. Acaso lo espiritual y lo sobrenatural, lo extraordinario, parece decirnos la autora colombiana, sea más que nada una cuestión de soledad o de silencio; espacios apenas inexistentes (y, desde luego, invisibles) de la cotidianidad donde se dan las condiciones para percibir lo que está más allá. La reciente pérdida ha dejado a las hermanas, por ejemplo, «solas como fantasmas», y estando en soledad es cuando a la protagonista se le forma detrás una sombra innombrable —como ella de momento—, «un animal que se esconde y que parece existir sobre todo cuando no lo estoy mirando». En cuanto al silencio, se cuenta que todo lo callado, los secretos familiares legados como mordazas, forman una masa oscura. En La mano que cura, «llamar al silencio» es no ser vista ni oída, un poder fundamental. Y el silencio también es instructivo: «Aprendí […] a coger las palabras y guardármelas y mirarlas luego como se miran los objetos de una colección». Las palabras serán, como veremos, materia troncal de la novela.

Hay una narración en dos tiempos y en dos personas. Hay una en pasado sobre Soledad —ver arriba—, madre de la protagonista, cuando era la niña Sole y aprendió de su maestra de escuela Ana Gregoria, mujer negra, la brujería. O sea, aprendió a em-poderarse como por arte de magia (negra). Reproducimos a continuación el relato de su descubrimiento, tan torrencial y tan potente —o poderoso— en su yuxtaposición de imágenes que no nos hemos atrevido a cortarlo, no sea que recibamos mal de ojo:

«Miró a Ana Gregoria que sonreía pelando todos los dientes, abriendo sus ojos grandotes, y entendió que ella también tenía los poderes. Que los poderes estaban en todas partes y no eran nada y eran todo y eran la tierra y las raíces y los tallos y las hojas y las flores y las frutas y las semillas y lo que se pudre en la tierra y los pelos de los animales y los animales con su carne y sus huesos y su sangre y las piedras que van por el río y el agua del río y la lluvia que cae en la noche y la noche y luego el día y luego la noche y ella y Ana Gregoria ahí sentadas las dos sobre la tierra, sobre los poderes, siendo los poderes».

La niña Sole tiene de especial la mano que cura. Aunque sabremos que ser bruja (como ser distinta y que te llamen rara) no es lo que la identifica, sino la capacidad de canalizar aquello que es verdad, o sea, que es ajeno al tiempo o que lo abarca entero: «Todo lo que va a ser ya fue». Implica también una conexión con la naturaleza, una comunión con el monte o con las matas, testigos silentes de nuestros actos, que se antoja propia de las mujeres. «Siempre que tengas dudas, mete las manos en la tierra»; en la madre tierra, podría añadirse. Se diría que, en este punto, el verbo que Parra Ochoa pone en boca de sus personajes suena al de las místicas: «Todo estaba lleno de cosas vivas que yo sentía y reconocía». De hecho, Ana Gregoria habla «como diciendo palabras que le llegan de antes», el decir de la visión o la revelación. Incluso al invocar los poderes se percibe aquella aniquilación mística del yo («Uno no es nada»). El deseo de dar vida —o su imposibilidad— también comparece en la novela, como ese algo de otro mundo que hay en el enamoramiento, donde son los demás los que se hacen, de algún modo, invisibles. Pero sobre todo, como en cualquier conjuro, el peso lo tiene el poder hacedor, transformador de la palabra: «Yo me suelto por dentro, mientras hablo me desbarato». A la protagonista las palabras la conducirán, casi sin remedio, a los poderes: «Lina no se aguanta más y empieza a hablar sin orden, sin objetivo, casi sin aire. Le sale todo desde adentro, como el agua sucia cuando se libera una tubería que estaba taqueada». La niña Lina, así se llama, buscará a la antigua maestra de su madre para conocer, para heredar y para continuar esa estirpe de mujeres poderosas, situadas ante el abismo, con la certeza inútil de un peligro inminente o de un futuro, o ambas cosas.

La escritora Lina María Parra Ochoa. / Foto: Carlos Felipe Ramírez — Tránsito

Parecería en cambio que a los hombres, en la novela de Lina María Parra Ochoa, les falta intuición, o empatía, o un sexto sentido desarrollado solo en ellas, para absorber ese conocimiento: «Él quería acercarse a los poderes sin entenderlos, quería volverlos ciencia sin conocerlos». Hablando de ciencia y de magia (dos formas de fe), de cómo dialogan en estas páginas, no deja de resultar paradójico que el fantasma de Ana Gregoria se aparezca al coger un libro de Newton. Y hablando de libros, no deja de resultar revelador que también la librera tenga los poderes; también ella ve más allá, también ella sabe. Por cierto que Parra Ochoa, quien debuta en la novela pero para nada en las letras (es autora de dos libros de cuentos, fundadora de Atarraya Editores y docente de literatura y escritura creativa), ofrece pistas sobre sus influencias en una sesión del ciclo Los libros que nos agradan, en la Casa Museo Otraparte de Colombia. Unas vendrían al caso y otras no, pero aquí queremos destacar La bruja de Germán Castro Caycedo, De nanas negras y ritmos, de Amalia Lú Posso Figueroa, y El tiempo de las amazonas, de Marvel Moreno. Porque en la novela que nos ocupa hay brujas, hay negritud y negrura, hay mujeres amazonas y hay ritmo, el ritmo de la prosa hipnótica de la escritora colombiana.

«Palabras que sonaron a quebrar de huesos, a reguero de sangre», leemos en La mano que cura, donde se nos advierte que, además de procurar protección siempre que se usen con moderación y gozo, las palabras implican siempre una maldad, cierto filo en la palabra que Parra Ochoa (si nos ponemos metaliterarios) tampoco elude. Es, si se quiere, el lado oscuro, a veces casi letal, de la escritura, de los poderes que la protagonista asume. Así, Lina —¿o las dos Linas?— empieza a aprender sobre ellos, «a entender las palabras como objetos preciosos que uno puede dar y recibir y guardar, pero también a entenderlas como bolas oscuras y densas, como brea, que uno puede arrojar y que hacen daño, que maldicen». Las malas lenguas, ya saben.

Si hablamos de palabras y antes hablábamos de literatura, resulta muy significativo que en este relato la ordenación y el descarte de libros del padre venga como tarea asociada al duelo para la protagonista. A nosotros, en ese y otros detalles de atmósfera, nos ha traído a la mente Las herederas, de Aixa de la Cruz, quien por cierto en estas mismas páginas citaba a autoras como Mónica Ojeda o María Fernanda Ampuero, a las que también programaríamos en sesión doble con esta obra de Lina María Parra Ochoa. La memoria: ese era el otro tema que queríamos mencionar en esta reseña, y que acaso une de forma invisible muchas de las obras mencionadas (o convocadas, como en una sesión de espiritismo, o de espiritualismo, volviendo a lo que decíamos al principio). La memoria y su pérdida, ese «abismo del olvido» o esa «maldición del olvido» que aquí se diagnostica y que sume a quienes lo sufren en un terrorífico limbo. La memoria como una realidad de naturaleza casi política, aunque no se explicite, en el hecho de que haya de ser legada antes de que la devore el monstruo del olvido.

La memoria como (re)paso previo a la muerte, ese último misterio para el que no se hallan palabras que lo cubran, que lo expliquen. Pero ya se sabe: las cosas de muertos son muy buenas para recordar y para brujiar.

 


 LA MANO QUE CURA
Lina María Parra Ochoa
TRÁNSITO
(Madrid, 2023)
256 páginas
19,50 €

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