Entrevistas

Valium, estramonio y «unheimlich»: las protagonistas de Aixa de la Cruz ya no pagan alquiler

Aixa de la Cruz, autora de «Las herederas». / © Alfaguara

Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) pertenece a la que otro de sus componentes, Ernesto Castro, ha llamado la «generación desobrada». Sin embargo, con cuatro novelas, un libro de relatos y dos ensayos publicados, ella está contribuyendo a vaciar de sentido esa etiqueta. Su última novela, Las herederas, es la primera lanzada por un gran sello —Alfaguara— y tiene algo de inventario de malestares contemporáneos. Cuatro mujeres se encuentran en la casa que acaban de heredar e interrumpen sus vidas para explorar la relación familiar que las une, los padecimientos que cada una lleva tiempo arrastrando y el misterio que constituye el suicidio de su abuela.

En un ambiente casi encantado, en el que psiquiatría y magia se confunden, Las herederas parece desarrollar aquella famosa definición de Freud: «lo siniestro es lo familiar que se vuelve extraño»; y a la clásica incertidumbre sobre un posible destino genético añade la muy actual angustia respecto al destino inmobiliario. La casa es importante (como en Carcoma de Layla Martínez o en Ágata ojo de gato de Caballero Bonald), y también lo es el entorno rural no idealizado en que se encuentra (como en Un amor de Sara Mesa o en casi toda la narrativa de Santiago Lorenzo). Pero, sobre todo, es importante el cambio que experimentan las protagonistas, un cambio que afecta incluso al aliento de la lectura y que comienza cuando ellas, cuatro mujeres europeas, todavía de clase media (aunque asomadas a la precariedad), se dan cuenta de que buena parte de su sufrimiento es responsabilidad del sistema (psiquiatría y patriarcado) y encuentran alternativas para aliviarlo fuera de ese (p)sistema.

De la Cruz, que ha investigado los mecanismos disciplinarios de los estados y sus instituciones represivas para su tesis sobre la representación de la tortura en la ficción, dice no ser una experta en cuestiones de salud mental («hay que preguntar a las psiquiatrizadas») y está agotada después de una larga promoción. En esta entrevista —van más de treinta— intentaremos centrarnos en cuestiones técnicas o de su proceso de escritura.

Cambiar de idea, tu libro inmediatamente anterior, tiene algo de ensayo autoficcional o de memorias orientadas. ¿Te habría resultado más fácil escribir autoficción, en lugar de construir cuatro personajes? ¿Y usar una narradora en primera persona?

La inercia inicial era esa. Con Cambiar de idea quedé muy contenta al haber encontrado una voz, muy parecida a la mía, que fluía espontánea. También me gustaba esa fórmula: ensayar a través de lo personal, porque creo que me interesa más el pensamiento que la ficción. Y cuando se me ocurrió esta novela, cuyo germen era una reflexión sobre el suicidio y el sufrimiento psíquico, sí que pensé en partir de lo personal de nuevo. Hace unos cuantos años tuve una experiencia cercana, alguien querido se suicidó, y me interesaba abordar de qué manera sobrellevé el duelo, que fue muy complicado y tuvo diferentes fases: la primera se tergiversó y me vi intentando encontrar explicaciones, convirtiendo la muerte en una pesquisa detectivesca. Así que cuando me planteé escribir sobre ello desde el plano del autoensayo o las memorias, me di cuenta de que tenía tantas miradas alternativas y contradictorias entre sí que resultaba mucho más natural adjudicar esas miradas a cada uno de los cuatro personajes. En temas tan complejos, tan conflictivos, para los que no tienes un argumentario sólido sino intuiciones, la ficción es un buen laboratorio.

¿Y cuál es el punto de partida para desplegar ese tono y ese ambiente siniestro (en el sentido más coloquial y también en el que le dio Freud) en el que se mueven los personajes?

Tuve muy presente la tradición de la novela gótica, y me estuve peleando mucho con Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Esa novela inventa una especie de cliché narrativo, que se ha repetido hasta la extenuación en otras novelas o en películas de terror, y que consiste en retratar un mundo que, en principio, parece poblado por lo paranormal para, en el desenlace, volver a territorio seguro y aclarar que todo lo ocurrido se explica porque el protagonista estaba loco. Esta idea me parecía profundamente conflictiva, porque parte de la noción de que la locura es algo estable. En esas novelas y películas la idea de la locura sirve para restaurar el caos, como si la locura fuese algo objetivo y sólido que permite una restitución final. Y lo que me planteaba era todo lo contrario: una novela en la que todas parecieran locas al principio y en la que, al final, se demostrara que no estaban locas, sino que existía lo paranormal. Yo quería que en mi novela existiera la magia o la posibilidad de la magia, y que además fuera una alternativa sanadora. En una novela que trata sobre el sufrimiento psíquico, con cuatro protagonistas que vienen con una mochila muy pesada, llena de diferentes dolencias sistémicas, quería jugar con las posibilidades que tiene el pensamiento mágico para abrir alternativas discursivas. En el marco de esas alternativas se pueden normalizar ciertas vivencias que, fuera del pensamiento mágico y en parámetros normales, se caracterizan como locura. La idea de que a través del pensamiento mágico, quizás, algunas experiencias se pueden digerir o enmarcar.

Parece que Las herederas es la última manifestación de una sensibilidad general que se desarrolla en ese sentido y que tiene otras referencias, como Mónica Ojeda.

A Mónica Ojeda la tuve muy presente cuando estaba preparando la novela. Casi me obsesioné con ella, y recuerdo leer en voz alta Las voladoras para coger la prosodia, imágenes… Sobre todo era una referencia muy potente para el personaje de Lis. En general, estoy muy interesada en toda esa generación de autoras jóvenes latinoamericanas que están tratando con ese imaginario fantástico y beben mucho de las raíces de lo tribal, de culturas chamánicas. También trabajan eso María Fernanda Ampuero, Fernanda Melchor… Ya se habla de segundo boom.

Una de las protagonistas te boicotea y dice «nadie soporta un monólogo interior», pero en la novela desarrollas mucho la conciencia de los personajes y hay poca mímesis.

Sí, son todo monólogos interiores. Al escribir la novela, no solo estaba releyendo a Henry James, sino que tenía la sensación de estar escribiendo una de sus obras, dando mucho peso al punto de vista o a contrarrestar las cuatro miradas de las protagonistas. Y luego me fui dando cuenta de que era algo necesario y de justicia en relación al personaje de Lis, que carga con el estigma de la locura. Lo que te sucede cuando te ponen la etiqueta de loca es que nadie valida tu experiencia y a nadie le interesa tu punto de vista; te quitan la capacidad de esgrimir el yo, te quitan el derecho a externalizar tu punto de vista o tu relato, y por tanto, era muy importante que ella misma pudiera contar su historia. Para eso no valía con un narrador externo, tenía que meterme en la conciencia de los personajes; así, incluso aquella que está acallada y oprimida tendría una voz.

Sin embargo, aunque estemos ante una novela de ideas, sí que hay una trama muy compleja, con dos misterios paralelos que se anudan y entrecruzan. ¿Escritora de mapa o de brújula?

Es la primera vez que para mí ha sido muy importante la construcción de la trama, y además, por primera vez también la he concebido en términos audiovisuales: para enfrentar ciertas escenas cerraba los ojos y aplicaba estrategias cinematográficas. Más que con esquemas cerrados o mapa, yo suelo operar con perfiles muy definidos de personajes. Si tienes claro el personaje, tienes clara su trama, y yo al principio los organizaba por colores: quién es, qué le hace falta, sus deseos… Y también suelo tener claro el final. En este caso, uno luminoso a pesar de toda la oscuridad que hay en las primeras páginas de la novela. Había leído Utopía no es una isla de Layla Martínez, que habla de la necesidad política de usar la ficción para generar alternativas al sistema y no para ahondar en la idea de que cualquier futuro es necesariamente apocalíptico, así que con esa agenda política en mente, tenía muy claro que quería que las protagonistas construyeran una alternativa. No en términos generales, pero sí una alternativa para ellas cuatro y a las violencias del sistema que las aquejan al principio.

Es cierto, finalmente se aplacan las angustias, se resuelve la trama. A medida que ocurre eso tengo la impresión de que el lenguaje se va volviendo más luminoso y funcional. ¿Estás lanzando el mensaje de que el lenguaje se eriza con el dolor?

¡Es verdad! Cuando corregía la novela me daba miedo que ese cambio de estilo, para mí tan justificado, no se entendiera. Que pareciera que de pronto olvidaba la individualización de las voces. Pero era importante marcar eso, especialmente para Lis, que empieza con un discurso fragmentado, con una sintaxis retorcida y va aprendiendo a hablar, en un sentido terapéutico, a lo largo de la novela. Creo que el resto se contagian y cuanto más luminoso es su espacio, más capaces son de verbalizarse a sí mismas. Eso tiene que ver con que los nudos terapéuticos se están soltando. Aunque me haya metido mucho con los psiquiatras, creo en el valor de la buena terapia. La idea de que el discurso, verbalizar lo que está oculto, resulta sanador es fundamental, para este libro y para mi vida como escritora. Creo que me acerco a la escritura, muy jovencita, intuyendo la capacidad sanadora y vertebradora del discurso en relación a lo personal: buscaba sanarme poniendo mi caos interno en el orden al que nos obliga el lenguaje.

Llegado el salto a la vida adulta, a todos nos aterra perder pie o padecer un brote psicótico. También nos asusta la posibilidad de convertirnos en adictos. Es algo que he comentado con muchos amigos y no sé si se trata de un miedo universal, algo que han sentido todas las generaciones, o estamos atravesando unas condiciones sistémicas particularmente malas.

Yo apuesto por lo segundo. La presión del sistema es cada vez mayor, es decir, seguimos en el capitalismo pero se están recrudeciendo todas sus formas de tensionar al individuo. Estamos experimentando tanta precariedad, tal necesidad de producir, a veces porque no sabemos parar; y estamos sometidos a tantas tensiones de todo tipo que lo mínimo es que aparezca el miedo a romperse. Ocurre con los alquileres: ¿cuánto más vamos a tolerar? Si ya hace diez años nos parecían cifras intolerables y sabemos que van a seguir subiendo… Somos una generación que sabe que todo está en decadencia, no sabemos cuánto más va a soportar el sistema, o cuánto soportaremos nosotros dentro del sistema. Hay una sensación de inminencia de quiebra.

Hablando de precariedad, aquí, desde el título hay una herencia que va a facilitar esa vieja fantasía generacional que consiste en no pagar alquiler.

Al final, la familia de la que vienes sigue marcando las condiciones fundamentales de tu vida. Yo, que he tenido una vida muy precaria, sin embargo no he tenido nunca miedo porque siempre he podido acabar en alguna casa, más o menos desocupada, de mi familia: refugios en los que caer si va todo muy mal. Con mi sueldo, pero sin esas protecciones, otra persona se enfrentaría a una ansiedad absolutamente distinta. Mucha gente, como es imposible ahorrar para nuestra generación, no va a poder escapar nunca de la violencia del alquiler, salvo si sus padres pueden aportar la entrada de una hipoteca. Por no hablar de esos trabajos basura que solo pueden aceptar quienes viven en una casa familiar: con la estructura de la herencia también se perpetúan violencias laborales.

Aparecen los 40 euros por artículo que cobra Nora, que es periodista. A veces me parece que nuestros padres y abuelos todavía no son conscientes de algunas cosas: cifras así los dejan perplejos.

Mis padres oscilan entre la incredulidad y el escándalo. Como podrían pensar que yo tengo un oficio extraño, en la literatura y su periferia, les hablo de amigos. Entonces tienden a no creérselo: piensan que es algo puntual o que ya llegará la estabilidad. Les debe de resultar tan doloroso aceptarlo que se evaden. Y cuando no tienen escapatoria, llega la conversación sobre opositar. Mientras, nosotros solo queremos gritar y no sabemos muy bien ni contra quién. Pero también me preocupa caer en el odio intergeneracional, a pesar de los datos, porque esa pelea es otro engaño sistémico. El problema no es de nuestros padres. Si ellos sí que tuvieron un sueldo digno, eso nos puede servir para aspirar a un mundo mejor, como emblema de que fue posible.

Por cierto que las drogas se presentan con dos caras: como amplificadoras de esa precariedad, pero también como alternativa. Frente al peligro de la dependencia y el abuso, parece que ciertas sustancias podrían tener un papel sanador.

En una escena hay una frase pintada en la pared: «solo drogas chamánicas», y alguien ha escrito debajo: «toda droga es chamánica». Toda droga puede tener potencial emancipador o contracultural, lo malo es que algunas están desritualizadas y en manos de un sistema que las usa para que produzcamos. Siempre he sido regulacionista y últimamente empiezo a tener dudas porque, si se legalizaran estupefacientes como la cocaína o las anfetaminas, ¿no llegaría un momento en que tu obligación como empleado sería rendir tanto como lo permiten esas drogas? Sería tenebroso. Pero algo que he descubierto con esta novela es que hay dos grandes grupos de drogas: aquellas con las que producirías más y otras que no permiten producir porque te sacan de tu conciencia. Estoy a tope con la defensa de los enteógenos (alucinógenos), creo que constituyen una experiencia fundamental y es terrible que nos hayan arrebatado esas tecnologías de lo sagrado.

En la novela mencionas muchas plantas, sustancias… casi parece un vademécum. ¿Has tenido que investigar mucho?

Cuando llegué al pueblo empecé a fijarme en las plantas que me rodeaban y a ponerles nombre gracias a una app. Me di cuenta de que estaba rodeada por la farmacopea de nuestras ancestras. Allí donde el hombre no cultiva, hay muchísimas hierbas medicinales. También me encontré con plantas alucinógenas en cada cuneta y en cada cerro, como el estramonio, que aparece en la portada. Y me hice la pregunta sobre por qué son tan importantes las plantas que nos permiten volar, tener viajes psicodélicos. Terence McKenna ya se hizo esta pregunta y planteaba que sirven para controlar el extractivismo de la tribu: el chamán conecta con todo lo que está vivo, con todo lo que no es humano, y regresa sabiendo que no debe aniquilarlo. Creo que esto es cierto, pero también quería desarrollar, en la fantasía, otra teoría: quizá la naturaleza nos da estas plantas o estas drogas para concebir alternativas al sistema de turno, nos permiten salir para volver con un imaginario fresco y nuevo. Les pasa a las protagonistas y a mí me pasó en viajes de los que volví con la sensación de regresar desde un lugar que ya no era capitalismo, que era otra cosa.

Para terminar, en la novela aparecen dos hombres, pero enseguida son expulsados del espacio (mental y también físico) en el que se mueven las protagonistas. ¿Es deliberado?

No fue intencionado pero tiene mucho sentido simbólico, empezando porque las protagonistas van a dejar de ser una familia y se van a convertir en un aquelarre. Y las figuras masculinas encarnan tanto la opresión patriarcal como la del (p)sistema (el psiquiatra, el marido…). Quienes encarnan la idea del control de los cuerpos femeninos se pueden acercar pero no logran entrar: el ejercicio emancipador, sobre todo de Lis, tiene que ver con cortar los vínculos con las personas que, diciendo que la aman, intentan controlarla. De hecho, la catarsis llega cuando ella es capaz de apartarse de su marido.

Un comentario

  1. Pingback: Brujas empoderadas de palabra - Revista Mercurio

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