Ficción

En las faldas del Popocatépetl

Vista del volcán Popocatépetl. / Foto: Carlos Alberto Flores Quiroz (CC BY-SA 4.0 Deed)

 

«Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma?»

Juan Rulfo, Pedro Páramo

Recuerdo el resplandor de la fogata y el clac clac clac del crepitar de la madera. Recuerdo el calor que nos abrasaba el rostro y las manos y que nos secaba los ojos cuando nos reuníamos ahí, en círculo, al lado del tamarindo que plantó la Mome, cerca del viejo columpio y del riachuelo. Recuerdo el silencio de la noche, rasgado acompasadamente por el chirrido de unos cuantos grillos, y por las historias que nos contaba la Mome y que después nos siguió contando mi madre, y por el chapaleo del agua, y por los árboles que se acariciaban a sí mismos con sus propias ramas, ramas largas como dedos de vieja flaca que cedían a los embates del viento. Recuerdo a mi padre observando el fuego con una solemnidad que me ponía los pelos de punta, bien serio, con las pupilas rojo sangre y con la camisa sucia y raída, y con el Juan cabeceando entre sus brazos.

Siempre fue su favorito. El Juan. O no siempre, pero en esos días sí que lo era.

Mi madre solía decirnos que mi hermano era especial. Que los tres lo éramos, claro, pero que él lo era más. Que la Miroslava, mi hermana mayor, el Juan, el menor, y yo, la de en medio, éramos unos escuincles bien especiales y lindos, y que si nos portábamos bien ya veríamos cómo el mundo se nos iba a componer. Cómo de que no, decía mi madre, ya verán que con paciencia todo se compone, hasta el mundo que a una le ha tocado tener que soportar.

El mismo mundo que a mi madre y a mi padre nunca se les compuso, sino que más bien se les ensortijó como una culebra en los tobillos, o en la timba, o en el gaznate, hasta que poco a poco los obligó a tener que dejar de respirar con las mismas ganas.

Y todavía peor cuando se nos petateó la Mome y todos tuvimos que aprender a sacudirnos de encima la congoja, otra de esas culebras malditas. Mi madre hasta tuvo que dejar de ir a trabajar en esa molienda de nixtamal a la que tanto le gustaba ir, porque nosotros éramos muchos y ya no teníamos a nadie para que nos estuviera echando el ojo.

Y aunque los tres éramos especiales, el Juan era especialmente especial. Mi padre, sobre todo cuando se enojaba y discutía con mi madre, utilizaba otras palabras para hablar del Juan: retrasado, limitado, idiota, menso, bobo. Las cosas como son, solía decir, más nos vale aceptar las cosas como son y chingarnos con este castigo divino de una puta vez. Mi madre se escandalizaba, le gritaba, le decía que no dijera majaderías enfrente de nosotros, que no blasfemara el nombre de Dios en vano. Mejor ve lo bueno, le decía, mira qué chulas nos han salido las otras dos, mira nomás qué bien que nos salieron. Además, si el Juan ha salido así es por algo, Dios no obra en vano nomás porque sí. No la chingues, le decía mi padre, ya deja de creerte tanta mamada que le escuchas al cura ese.

Yo sabía bien que esos nomás eran puros alegatos al aire, puro plañido como de cabra acongojada tirado al viento, porque sabía que mi padre quería tanto al Juan que le dolía verlo así y que más bien quería verlo más normal.

Pero al principio, lo recuerdo bien, el Juan fue su favorito. Lo cual era raro. Yo pensaba que la favorita iba a ser la Miroslava porque era la más grande y porque le pusieron el mismo nombre que a mi madre. A mi madre le pusieron así por la Miroslava Stern, que era una actriz muy famosa del país Checoslovaquia, un país que antes quedaba bien lejos pero que hoy ya no existe. Como la Miroslava Stern, que hoy ya tampoco existe.

A mí la verdad es que me parecía un nombre horrible, pero mi madre me decía que no se trataba de eso, que lo que importaba no era que el nombre estuviera horrible o no, sino la elegancia, la sofisticación, la casta. El prestigio, mija, me decía, todo se trata del prestigio. Yo sabía un montón de palabras para mi edad, pero no sabía qué era eso del prestigio, por lo que suponía que se trataba de algo que solo tenían las actrices famosas que venían de los países lejanos. Pero después pensaba que mi madre y la Miroslava se llamaban igual y que las dos vivían conmigo en la misma casa y que siempre estábamos todas rejuntadas bien cerquita, y entonces se me confundía la cabeza.

Al Juan le pusieron así por mi padre, que también se llamaba Juan, lo que significaba que no les importó mucho eso del prestigio porque en el pueblo casi todos los niños y los adultos se llamaban así. Hasta el cura que venía a dar la misa de los domingos se llamaba Juan, y eso que él vivía más allá, en Atlixco de las Flores, que era un pueblo donde decía mi madre que vivía la gente fresa, aquella que era un poquito más pípirisnais que nosotros.

Y como a mis padres ya se les habían acabado todos los nombres, a mí me pusieron Guadalupe, como la virgencita, pero todo el mundo me decía Lupe, lo cual me gustaba porque en el pueblo casi todas las niñas y las señoras se llamaban Guadalupe, y si a mí también me decían Guadalupe hubiera sido muy confuso. Todavía más confuso de lo que ya era. Y aunque yo no fuera la más pequeña sino el Juan, y aunque mi nombre no me gustara tanto y por eso me lo tuviera que cambiar, yo fui la que se tuvo que amolar.

Siempre pasaban cosas así de esas que no tienen mucho sentido. Como que la Miroslava fuera la mayor y tuviera el nombre del prestigio y aún así el que terminara siendo el favorito de mi padre fuera el Juan. Jugaba con él, le regalaba soldaditos de madera, jergones raídos para hacer sus fortalezas o incluso pelotas de futbol que el Juan se paseaba correteando por todo el zacate. También le regalaba resorteras para dispararle a los zanates negros y a los cacomixtles que vivían allá arriba en las ramas o a los tlacuaches que salían para comerse a nuestras gallinas. Para el día de su santo le regaló unos zancos de madera bien bonitos que el Juan cuidaba con su vida, aunque luego por eso anduviera todo el tiempo con los dedos astillados. Aunque a lo mejor eso era bueno porque así el Juan ya no podía dispararle de piedritas a los pobres cacomixtles, que son unos animalitos bien lindos.

El problema fue que con el paso del tiempo mi padre perdió su paciencia. Perdió su sentido del humor. O tal vez lo que perdió fue la capacidad de entender un humor que era necesario para querer al Juan. Con nosotras reía. Reía conmigo y con la Miroslava y con mi madre, y eso que hasta reía con la Mome cuando no estaban discutiendo porque nomás había puro pinche frijol o porque ya habían pasado semanas desde la última vez que comimos mole.

Al principio reía mucho pero después dejó de reírse. Como si la risa se le hubiera quedado atorada en el cogote, como si se le hubiera perdido entre las tripas. Era la crisis, decía, era la falta de varo, era el pan seco, eran las tortillas tiesas acompañadas con pura salsa y sal o con una pinche embarradita de pipián aguado, y los trozos de pollo bien chiclosos porque mi madre no sabía tronarles el pescuezo sin darles aviso, y los pedazos de cecina toda dura como cartón y de barbacoa chamuscada que nos regalaba doña Mary nomás por pura buena fe pero que mi padre veía como un insulto, como si en vez de darnos comida nomás nos estuviera escupiendo en la cara toda su lástima. Era eso, todo eso, lo que le ajaba el alma. O al menos eso solía decirnos.

Yo no entendía qué era eso del alma ni cómo se podía llegar a ajar. ¿Qué es eso del alma, pá?, le preguntaba yo. Es lo que tú eres, mija, me decía mientras sus brazos recios, tatemados por el sol, me acercaban a él y me apretujaban contra su pecho, con mi cara bien cerca de su corazón pero también cerca de su sobaco, es lo que tú eres en el fondo de ti misma, mija, en lo más íntimo, en ese huequito que es solo tuyo. O a veces simplemente se limitaba a decirme: el alma es el espíritu, mija. Y yo seguía sin entender.

Vivíamos en Tochimilco, un pueblito de agricultores, campesinos y pescadores que se encontraba en la cuenca del Río Atoyac, como a cuarenta kilómetros a las afueras de Puebla, una ciudad bien grande y bien bonita a la que iba mi padre a trabajar labrando la madera. Lo malo es que a nosotras casi nunca nos llevaban a conocer la ciudad de Puebla porque mi padre decía que había mucho tráfico y mucho ruido y un chorro de güeritos que nomás por tener los ojos claros ya se andaban creyendo unos gachupines de mierda.

Nos teníamos que aguantar con quedarnos ahí en Tochimilco, que en voz náhuatl significa En la sementera de los conejos, lo cual también era raro porque casi no había conejos, y los que había seguro que ya los había ahuyentado el Juan con su resortera y es por eso que tuvieron que salir disparados y ya nunca más quisieron regresar.

En realidad Tochimilco debería llamarse En la sementera de los cerros, porque Tochimilco es un pueblo perdido entre un montón de cerros: por allá estaban el Vigilante y el Ametepetl y el Lecaniaxtla, que era uno de mis favoritos, y más para allá estaban el Santoyo Cuacacalco y el Cuiclaxca y el Xilotepec, y por ahí el Campanario y el Tlaxcaquiahuan y el Aguitépetl, que también era uno de mis favoritos por el nombre como de águila.

Aunque mi favorito favorito no estaba en Tochimilco, sino más allá, al frente, y en realidad no era un cerro sino un volcán, el volcán Popocatépetl. Nosotros vivíamos en las faldas del volcán Popocatépetl, lo cual era muy conveniente porque eso significaba que estábamos bien cerquita de él. Es por eso que todo el mundo no le decía Popocatépetl al volcán Popocatépetl, sino que simplemente le decía Don Goyo, que es un nombre de cariño, como esos que solo se pueden decir entre los amigos cercanos.

Pero mi padre sí salía de Tochimilco y se iba a trabajar con la madera a la ciudad de Puebla todos los días desde las cinco de la madrugada, con los primeros rayitos tenues de luz, hasta las seis o siete de la noche, cuando regresaba a nuestro pueblo con una horda de hombres como él, todos sucios y cansados, todos sudados y machacados. Nunca supe lo que era el alma, pero cada vez estoy más convencida de que era eso, de que el alma comparecía ahí, en ese regreso de mi padre bien achicopalado, con la cara larga como de perro recién apaleado, con ganas únicamente de sentarse a liar tabaco y a tomar cerveza con nuestros vecinos, todos obreros y campesinos, todos con la misma mirada en el rostro y con algo roto dentro del cuerpo.

Al principio, cuando la Mome seguía con nosotros, ella se encargaba de ayudar a mi madre a poner a calentar el atole y a darle de vueltas a las tortillas en el comal, y nosotras, la Miroslava y yo, podíamos sentarnos con mi padre y sus amigos a verlos tomar del pico de las caguamas. A veces nos daban de probar de lo que estaban tomando. Ándenle, mijas, nomás un traguito, pal antojo, decía mi padre. Y la Miroslava y yo probábamos de todo lo que nos daban de probar. Una vez le dimos unos sorbitos a una cerveza que tenía un sabor horrible y entonces yo entendí por qué siempre le olía horrible la boca a los adultos. Pero también probamos licores dulces que sí nos gustaban. Mis favoritos eran el licor de manzana y el licor de tejocote.

Pero después ya no pudimos sentarnos con mi padre y sus amigos y teníamos que estarnos ahí metidas con mi madre en la cocina, ayudándole a calentar los tamales o, cuando teníamos suerte, los tlacoyitos con salsa macha, que eran mis favoritos. Y entonces solo el Juan era el que podía estar afuera con mi padre y sus amigos, pero nomás que a él nunca le daban de probar nada porque decía mi padre que con el Juan eso no se podía. Pero aún así mi padre acurrucaba al Juan en su regazo y lo dejaba ser parte de las pláticas.

Ellos soltaban buenas risas con alguna que otra gracia que hacía mi hermano. Le pedían que les contara lo que hizo todo el día. Al Juan se le lenguaba la traba, pero después les contaba que era muy bueno trepando árboles y que le gustaba subirse allá arriba y ver el riachuelo desde allí. Algunos reían, otros le preguntaban a mi padre si el Juan podía trepar árboles, que si no corría mucho riesgo. Así como lo ves, decía mi padre mientras ponía la caguama en el piso, mi cachorro es muy fuerte, fuertísimo. Y después mi padre le daba unas palmaditas en la espalda al Juan y le apretujaba sus brazos, y lo volteaba para verlo de frente y, acariciándole la cicatriz de la barbilla que se hizo de chiquito por caerse al suelo desde la rama de un árbol, le decía que ya no se estuviera trepando tanto a los árboles, que no fuera pendejo, que para eso le había regalado los zancos de madera, para que se subiera a ellos y viera el mundo de otra manera, con los ojos de un adulto. Además, decía mi padre después de volver a recoger su caguama del suelo, además, repetía ya no viendo al Juan sino al resto de sus amigos, mi Juanito se sube a ese árbol para ver el Río Atila, que aunque ustedes no lo sepan, bola de pendejos, así es como se llamaba un gran conquistador, el mejor conquistador de todos, lo que significa que mi cachorro será un chingón. Háganme caso a mí, que sé de estas cosas. Verdad que sí, Juanito, decía, esta vez mirando de nuevo directamente al Juan y dándole unos jaloncitos de pelo, ¿verdad que vas a ser un chingón? Pero el Juan ya no decía nada.

Eso me gustaba, porque hacían sentir al Juan como si fuera parte de su grupo. Reían con él. Y parecía que a mi padre también le gustaba, hasta que de repente no le gustaba, y entonces agarraba su caguama y, con el ceño fruncido y la mandíbula bien apretujada como cuando se encabronaba con mi madre, decía tampoco te pases de verga, Davicho, o eso está muy gacho, Ramiro, o esas chingaderas nomás las puedo decir yo, Chuy, y los mandaba a todos para sus casas. Órale, decía, a chingar a su madre todos, que mañana tenemos que chambear. Hay que machetearle, cabrones, que de huevones está lleno el pinche cementerio. Y yo los veía irse todos turulatos hacia sus casas, tambaleándose de un lado al otro como si fueran niños pequeños. Niños no, me decía la Miroslava, no seas tan pendeja, Lupe. Así no caminan los niños, así es como caminan los borrachos. Todos ellos no son más que una bola de borrachos buenos para nada.

Y así, mientras mi padre y el Juan y los demás borrachos tenían la pachanga en la banca debajo del tejabán de nuestra casa, la Miroslava y yo ayudábamos en la cocina a mi madre o nos íbamos por ahí a columpiarnos en el viejo árbol. Era un ficus cercano al tamarindo donde hace tiempo nos juntábamos por las noches a calentarnos las manos y a achicharrar las tortillas y los bombones y a escuchar las historias que nos contaba la Mome, mientras la luna se ponía a rielar sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras nucas, sobre aquella capa de sudor de nuestros brazos que el Juan siempre se andaba rascando para hacer bolitas de mugre.

Mi padre no contaba historias. Creo que no le gustaban porque no era bueno con las historias. Solo se sentaba y apapachaba al Juan y observaba el fuego hasta que los ojos le ardían por dentro. Se le ponían rojísimos. Por eso mi madre tenía que estarle llevando cervezas todo el tiempo, para que no se nos fuera a chamuscar como un pedazo de esos de carne de los que nos regalaba doña Mary. Mi madre sí que era buena para contar historias. No tanto como la Mome, que nos contaba las mejores, pero mi madre también era muy buena porque la Mome le había enseñado cómo se debían de contar las mejores historias. Nosotros nos sentábamos alrededor de la fogata y escuchábamos encantados.

Al Juan la que más le gustaba era la de los nahuales que se aparecían con la forma de los animales, y por eso lo veíamos al día siguiente correteando a los gatos de aquí para allá, o jalándole de la cola al Bart, el perro del vecino, o persiguiendo a las gallinas o al guajolote, todo con tal de hablarles, con tal de preguntarles de cosas. Hasta con las acamayas muertas que quedaban atrapadas en el achacual del riachuelo y con las mojarras que de tanto saltar se quedaban atoradas encima de la barraca lo veíamos hable que hable.

A la Miroslava la que más le gustaba era la leyenda de la Llorona, esa pobre señora que se la pasaba chillando por sus hijos y que buscaba a toda costa la venganza. Lo cual era raro, porque ella misma fue la que se enloqueció y asesinó a sus hijos, pero aún así buscaba la venganza con los demás. La venganza era un veneno que le iba a servir para castigar a quienes se le cruzaran por el camino. Al menos eso entendía yo, porque la Mome nos repetía todo el tiempo: la venganza siempre es mala, la venganza mata el alma y la envenena. Y como yo no entendía nada de venenos ni de almas, me perdía con esa historia. Pero a la Miroslava le gustaba porque decía que ella iba a volver de la muerte igualito que la Llorona, nomás pa jalarle de las patas y atormentar a todas esas viejas fodongas que se la pasaban todo el día comiendo puro chicharrón de barriga y chacoloteando afuera de la cocina de doña Mary, puras quedadas y viudas y malcogidas que se la pasaban inventando los chismes de que mis padres estaban emparentados y de que por eso el Juan había salido como había salido, por estar desoyendo los designios de Dios.

Y a mí me gustaba la de Don Goyo, que era la leyenda del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, porque era una historia de amor, aunque la verdad es que también era una historia triste. Es que es una historia real, mija, me decía mi padre, una historia que sí pudo haber pasado en este mundo de la chingada. Pero a mí también me gustaba porque desde el columpio, cuando la Miroslava y yo nos empujábamos bien fuerte, justo cuando estábamos hasta arriba y parecía que nos íbamos de espaldas y que nos meteríamos un madrazo contra la tierra, se podía ver por encima de la copa de los pinos y de los oyameles y de los demás árboles de la Sierra Nevada, bien a lo lejos pero a la vez bien cerca, la silueta inmensa del volcán Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, y a mí me gustaba ver esas sombras del volcán y también ver su cráter todo lleno de nieve, y entonces yo volvía a imaginarme la historia tal como la Mome nos la contaba, y sentía bien bonito dentro de la panza.

Pero de repente la Mome se nos petateó y nomás nos quedamos con las historias de mi madre, que la verdad es que no eran tan buenas, y nos tuvimos que aguantar con el puro recuerdo. Lo cual también estuvo raro, porque la Mome se la pasaba bien metida en eso de las peregrinaciones al santuario del Señor del Calvario, que según que con eso ya tenías toda la protección que necesitabas, y también se la pasaba todo el tiempo comiendo puras cucharadas de miel de abeja, que dizque que eran muy buenas para la salud, pero aún con tanta peregrinación y con toda la miel de abeja que se comió, aún así se nos fue.

Y después también pasó otra cosa: la Miroslava cambió y ya nunca más volvió a ser la misma Miroslava de antes. Antes la Miroslava y yo éramos muy buenas amigas y jugábamos juntas todo el tiempo. Nuestro juego favorito era el de las escondidillas, porque las dos éramos muy buenas, las mejores del pueblo, y las demás niñas nunca podían encontrarnos. Una vez hasta hicimos chillar a la Xóchitl de que la tuvimos busque y busque durante horas y nomás no nos hallaba. Pero después la Miroslava me dijo que prefería que cada una se escondiera sola, para que fuera más divertido, pero a mí se me hace que tenía problemas con su memoria y que hasta se le olvidaba el juego, porque me decían que la veían meterse a la alacena de la miscelánea con el Pedro, el hijo del tendero, y que de ahí nomás no salía hasta bien entrada la noche.

Yo no entendía por qué quería esconderse con el Pedro y no conmigo. Entonces pensaba que la Miroslava en realidad se la pasaba horas y horas ahí metida porque estaba buscando los mejores cacahuates enchilados del mundo, que según mi padre eran los que se vendían ahí en esa miscelánea, y que como no los encontraba tenía que buscarlos por todos lados y que por eso se tardaba mucho y se olvidaba hasta de que estábamos jugando a las escondidillas. A veces alguna niña le reclamaba, le decía que eso era trampa, que no se valían las ayudas del Pedro para esconderse, pero la mera verdad es que a la Miroslava no parecía importarle nada. Nomás se enojó un chorro una vez cuando le empezaron a decir piruja y de no sé qué cuántas cosas más y por eso ya no volvió a jugar a las escondidillas.

Antes la Miroslava y yo hacíamos todo juntas. Compartíamos cama y ropa y todo. Su ropa me quedaba muy grande, pero yo me las arreglaba. Mi madre siempre me dijo que las niñas como yo nos veíamos muy lindas cuando usábamos ropa de adultos. Pero la Miroslava no era una adulta, al menos no todavía. Mi madre me dijo que la Miroslava se convirtió en adulta el día en que mi padre ya no regresó.

Ese día habían cerrado la escuela a causa de una huelga de trabajadores que iban a marchar rumbo a la cabecera municipal de Tochimilco con un montón de acarreados de otros pueblos que, según mi padre, nomás estaban ahí por la grilla y por hacer destrozos, puros muertos de hambre que se aguantaban el frío y hacían montón con tal de que les pagaran con una torta de tamal y con un Boing de mango. Pero mi padre decía que igual servían para hacerse escuchar y para exigirle un mejor salario a los trácalas del gobierno, y que es por eso que había acarreados de otros pueblos: algunos habían subido desde Cohuecán y Atzitzihuacan, otros habían venido desde el lado de Morelos y otros eran de Tanguismanalaco, que estaba pal otro lado, y los demás habían bajado desde San Nicolás de Los Ranchos, que es un pueblo más bien horrible.

Todo mundo participó en la huelga. Los adultos, claro. Nosotras nos quedamos jugando en el columpio, con el Juan a un lado aventando rocas y pateando pedazos de tronco y preguntando por mi padre todo el tiempo. El Juan lo necesitaba más que nosotras. Mucho más. No lloraba, no, pero se quejaba e intentaba distraer su mente con cualquier cosa, especialmente con los zancos que mi padre le había regalado meses atrás para que pudiera estar a su altura, para que pudiera ver el mundo como lo veían los mayores. Pero yo pensaba que si el Juan se subía mucho a esos zancos comenzaría a ajársele el alma a él también. Por eso me daba miedo. Por eso no me gustaba que se subiera tanto.

Por la noche mi padre regresó más enfadado que nunca y ni nos saludó. Simplemente se encerró con mi madre en la cocina a hablar y hablar durante horas. Daba de manotazos en el aire y se veía que le ardía mucho el cuerpo, porque se la pasaba dándole de tragos a sus cervezas. A la mañana siguiente mi padre salió como de costumbre con las primeras luces del alba, pero esta vez nunca regresó.

El Juan se subía a sus zancos para buscarlo, para lograr ver por encima de las copas de los oyameles, pero nomás no veía nada. Yo le pedía que se bajara, le decía que era peligroso convertirse en adulto demasiado pronto.

Pero en realidad el Juan no era el problema. El Juan estaba bien aunque se encerrara en su propio mundo. El problema fue la Miroslava. A la que se le ajó el alma con la partida de mi padre fue a la Miroslava. Siempre pensó que fue su culpa. Que ella, como la mayor que era, pudo haber hecho más para mantenerlo aquí cerquita. Entonces la Miroslava dejó de jugar conmigo. Ya casi nunca se la veía por el columpio o cerca del riachuelo, sino que empezó a tener nuevos amigos, más grandes que ella. Las viejas chismosas de la cocina de doña Mary decían que fulanito la había visto tomando pulque en tal cantina, y que menganito la había visto muy pizpireta en la fiesta de la Santa Cruz, baile que baile bien pegadita con puro malandro, o que perenganita la había vislumbrado acurrucándose entre la milpa con el hijo bastardo del alcalde o retozando cual perra en celo allá en lo alto del cerro Cuatepetitla.

Pero nosotras no nos enterábamos de nada. Hacíamos oídos sordos. No son más que habladurías que vuelan más recio que la ceniza de Don Goyo, decíamos, nomás puro jacaleo de gallina desplumada que emponzoña el cuerpo más rápido que el mal de ojo, que la tuberculosis, que la peor de las hambres.

Las pocas veces que nos cruzábamos de frente con la Miroslava ella ni nos pelaba. Y si le hablábamos ya ni siquiera rezongaba como antes, sino que no decía nada, nomás se quedaba ahí parada con el pico todo cerrado. Entonces yo pensaba que la Miroslava no hablaba porque seguro la boca ya le empezaba a oler mal de tanto estar tomando cervezas, y que era por eso que ya no quería abrirla, para que nadie se diera cuenta de que ya le apestaba como la de los adultos.

De la nada, el Juan y yo ya no éramos más que unos pinches chilpayates, unos mocosos que no sabían nada de la vida más que estorbar. Hasta que poco tiempo después la Miroslava se fue de la casa con un muchacho de Atlixco de las Flores, y mi madre, el Juan y yo la dejamos de ver para siempre.

Entonces comenzó a correr por el pueblo el rumor de que la Miroslava no se fue con ningún chamaco, sino que más bien nos fue arrebatada, que ascendió en carne y hueso al cielo como aquel cristo resucitado de las historias que siempre andaba repitiendo el cura. Y aunque ya se olía el olor a tlacuache rancio de la mentira, el olor que despiden los cuentos mafufos trenzados por algún teporochín o por cualquiera de las viejas malcogidas de la cocina de doña Mary, las gentes nomás decían que sí con la cabeza y apretujaban las manos de mi madre entre las suyas y se persignaban mascullando palabras muy suavecitas y serias. Y entonces mi madre, aún con un montón de lágrimas recorriéndole arribabajo los cachetes, se ponía más serena y nos jalaba hacia ella y nos decía que así como iban las cosas más pronto que tarde podríamos enjugarnos de la piel la vergüenza, y que podríamos al fin tratar de salvaguardar el honor de la familia. Y a mí también se me ofuscaba la nariz por el mismo olor, pero nomás no me atrevía a desmentirla ni tampoco me atrevía a contarle la verdad al Juan, pues ya ni sabía cuál chinguetes era.

Yo no entendía. Yo trataba de entender, pero no entendía por qué nos odiaba la Miroslava de la noche a la mañana. Así que rumiaba en las posibles razones y por momentos yo también llegué a odiarme a mí misma. Y también llegué a odiar al Juan, porque pensé que la Miroslava nos odiaba porque nosotros éramos los culpables de la partida de mi padre. La Miroslava es una adulta y puede hacer lo que se le hinche su regalada gana, decía mi madre bien rápido, como apretujando todas las palabras. Por eso la Miroslava sabía más que nosotros de esas cosas de adultos de las que el Juan y yo, por más que tratáramos, no entendíamos. Y esa es la verdad. La verdad es que ni él ni yo entendíamos nada. Ni el Juan con sus zancos, a la altura de un gigante, ni yo con mi ropa grande y holgada, logramos entender de qué iba la vida y por qué también a nosotros el mundo se nos había ensortijado como una culebra alrededor del pescuezo. Entonces al Juan y a mí se nos empezó a ajar el alma. Y se nos ajó así nomás, demasiado pronto.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Pablo Igartua (Puebla, México, 1995) es licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) y cursó la treceava promoción del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF. Ha publicado cuentos y ensayos literarios y filosóficos en diversas revistas como Mercurio, Replicante, Tierra Adentro y Xipe Totek. Actualmente vive en Barcelona, donde cursa el Máster en Estudios Comparados de Literatura, Arte y Pensamiento de la UPF y trabaja en una colección de cuentos y en su primera novela.

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