En las últimas décadas del siglo XX ha habido cierta incomunicación, incluso hasta desprecio mutuo, entre intelectuales del ámbito científico y de las humanidades. Por un lado, estaban los científicos serios que tildaban de charlatanes a los humanistas; por otro lado, teníamos intelectuales de humanidades que se jactaban de su ignorancia científica y despreciaban todo lo que el conocimiento científico pudiera aportar en lo que respecta a la exploración de la condición humana. Pero más allá de esta incomunicación circunstancial, que en muchos casos tenía más que ver con una especie de postureo intelectual, la literatura y la ciencia (al igual que el arte, la música y otras expresiones del ser humano) han estado, y están, íntimamente relacionadas. Contrariamente a lo que pudiera parecer a primera vista, que la literatura y la ciencia se influyan mutuamente no es algo tan extraño; ni siquiera es algo nuevo. El propio Chéjov iba y venía de la ciencia (en su caso, la medicina) a la literatura, alternando entre una y otra sin ningún complejo, lo que le permitía también potenciar su imaginación. Una imaginación que es tan necesaria en la ciencia como en la literatura. Porque el método científico permite verificar hipótesis, pero no formularlas; la que formula las hipótesis es la intuición. Sin intuición no hay ciencia, y sin método no hay ni arte ni literatura. Como señalaba Jorge Wagensberg, «el método científico sirve para saber que falta una idea […] pero, curiosamente, no sirve para encontrar la idea que sabemos que está faltando». Para ello, necesitamos la imaginación.
Aun sin proponérselo, la literatura y la ciencia se han influido de manera significativa a lo largo de la historia. Consciente o inconscientemente, los científicos siempre se han apoyado en criterios estéticos a la hora de analizar sus resultados o de elaborar sus teorías. Y los grandes artistas y escritores siempre han estado muy atentos a los más recientes descubrimientos científicos. La convergencia de la ciencia y la literatura permite iluminar y comprender aspectos esenciales de la condición humana. Nos permite crecer, cuestionar y cuestionarnos, ser más libres, más creativos y más conscientes.
El imaginario colectivo
La ciencia y la literatura constituyen modos de explorar la realidad, maneras de comprender el mundo. Difieren en sus métodos, sí, pero se parecen en sus intenciones. La literatura y la ciencia constituyen manifestaciones de la creatividad humana y como tales se nutren de un imaginario colectivo común. El imaginario colectivo de cada tribu, de cada grupo humano, determina en cada momento lo que puede verse y lo que es invisible, lo que puede pensarse y lo que no, lo que es posible y lo que es imposible. No podemos pensar fuera de ese imaginario. Pero la ciencia y la literatura contribuyen también a expandir el imaginario; amplían nuestra manera de pensar. La ficción, lejos de oponerse a lo real, crea realidad. Después de que Julio Verne publicara en 1865 De la Tierra a la Luna, aquel viaje seguía siendo, desde un punto de vista práctico, tan imposible como antes de la publicación del libro. La novela de Verne no aportaba soluciones técnicas útiles; de hecho, muchas de sus propuestas eran más bien ingenuas o poco realistas. Sin embargo, algo fundamental había cambiado: el libro hizo pensable el viaje a la Luna. Julio Verne instaló en el imaginario colectivo de la época la posibilidad de aquella travesía hasta entonces inconcebible. Y lo que ocurre es que cuando algo se vuelve pensable, tarde o temprano acaba haciéndose posible.
Cada tanto ocurre que nos topamos con algo nuevo, con algo que no habíamos visto antes, eso que a falta de un nombre mejor solemos denominar descubrimiento. Pero en general, solemos encontrarnos una y otra vez con lo mismo y la única manera de salir de ese tedio existencial consiste en volver a mirar lo mismo desde una perspectiva diferente. Marcel Proust decía que «el verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos». En este sentido, el arte y la literatura pueden aportar mucho a la ciencia porque tienen más libertad y más recursos para provocar el extrañamiento, esa epifanía que nos permita cambiar la perspectiva para poder ver las cosas de otra manera. Así, la tarea de artistas como Magritte o Dalí y de escritores fantásticos (en ambos sentidos de la palabra) como Borges, Calvino o Cortázar puede ser fundamental para apartarnos de una cierta inercia mental y mostrarnos extrañeza allí donde normalmente solo vemos cotidianeidad. Es precisamente esta complementariedad metodológica entre la ciencia, el arte y la literatura la que permite generar allí, en esas zonas fronterizas, un terreno fértil para la generación de conocimiento. Comprender lo extraño es tarea de la ciencia; convertir lo cotidiano en extraño es tarea de la literatura y del arte.
Simplejidad
La literatura es el arte de lidiar con lo complejo. Para comprender los aspectos simples de la realidad, hemos inventado la ciencia. Desde hace más de tres siglos, la ciencia se ha dedicado a estudiar sistemas más o menos rudimentarios. Somos capaces de comprender el comportamiento de las partículas elementales o explicar la evolución del universo, pero padecemos de una cierta torpeza a la hora de dar cuenta de la complejidad de una célula. De hecho, cualquier organismo microscópico presenta una complejidad mucho mayor que el Modelo Estándar de la física de partículas, la obra cumbre de la ciencia contemporánea. La ciencia surgió como una manera de explicar fenómenos simples y, tal como la conocemos hoy, difícilmente puede abordar por sí sola la complejidad de la condición humana.
La ciencia, entonces, es el arte de lidiar con lo simple. Para comprender lo complejo, hemos inventado la literatura. Esta permite explorar meticulosamente la complejidad de las relaciones humanas, de las emociones o de la conciencia. Problemas que la ciencia hasta hace muy poco tiempo había eludido y que le resultan difíciles de abordar. La literatura puede hablar de mundos reales, inventados o incluso imposibles; de esta manera ensancha el imaginario colectivo desde dentro, permite pensar de otra manera. La literatura vive de la verosimilitud, una sustancia mucho más dúctil que esa otra cosa que llamamos verdad. La literatura es transgresión, es desobediencia, es rebeldía. Es ese niño que todos fuimos pero que no ha dejado de jugar, de transgredir o de interpelarnos.
La ciencia y la conciencia
En las últimas décadas, la ciencia ha comenzado a incursionar por los sacrosantos territorios de la conciencia humana, un ámbito que hasta hace poco era explorado, casi en exclusiva, por la literatura. Muchos investigadores de humanidades (y muchos escritores) han vivido estas incursiones como una forma de profanación. Desde su punto de vista, la ciencia no tiene nada que aportar en estos temas. Y sin embargo se equivocan. Los nuevos trabajos de investigación permiten verificar intuiciones, detectar sesgos y desenmascarar prejuicios relacionados con la conciencia humana. La literatura también avanza cuando la ciencia interviene.
Asimismo, ha habido incursiones de pensadores del ámbito de las humanidades en los inmaculados territorios del conocimiento científico. Filósofos, epistemólogos e historiadores de la ciencia han cuestionado diversos aspectos del método científico. Entre ellos cabe destacar a Karl Popper, Imre Lakatos, Paul Feyerabend y Thomas Kuhn; los tres últimos provenientes, precisamente, del ámbito científico. La reacción de la comunidad científica ante el cuestionamiento de sus principios fundamentales fue rotunda (y equivocada); la revista Nature publicó en 1987 un artículo en el que estos pensadores eran tachados de «traidores a la verdad» y de «enemigos de la ciencia». Y sin embargo, la ciencia también avanza cuando se la interpela.
Queda claro que a nadie le hace gracia que le cuestionen sus principios y sus convicciones. Para bien y para mal, se trata de una actitud muy humana. Pero lo cierto es que, superado el rechazo inicial, un análisis sosegado de las críticas revelan que no todo era tan ideal como creíamos, ni en la ciencia ni en la literatura. Estas incursiones transfronterizas, estas nuevas miradas que aportan los intrusos, permiten crear una ciencia más humana y una literatura más compleja; una ciencia autoconsciente y una literatura arriesgada; unas humanidades más analíticas y una ciencia más holística. La convergencia de la ciencia y la literatura hace que ambas se nutran y crezcan; pero, sobre todo, ilumina y permite comprender aspectos esenciales de la condición humana. Al fin y al cabo, toda reflexión artística o literaria suficientemente profunda es indistinguible de la interrogación científica.
Gustavo A. Schwartz es científico y escritor. Combina su labor de investigación en el CSIC con la dirección del Programa Mestizajesen el Donostia International Physics Center. Ha publicado más de 60 artículos científicos, el libro de relatos El otro lado (2012), la obra de teatro La entrevista (2016), la obra colectiva #Nodos(2017) y el fotolibro Creativium (2019).