Crónicas desorbitadas Analógica

El error y la gracia

Ilustración: Sergio Vázquez — Palabra de Apache

Empecemos con un tópico: el sueño de la razón produce monstruos. Y sigamos con una boutade: y su vigilia, muchas veces, disparates. Iba yo ahora a escribir un texto en el que abordara algunas majaderías cometidas en nombre de la ciencia. Me habían pedido algo jocoso. ¿Y qué mejor, desde la supuesta superioridad que nos ofrece el presente, que reírnos de nuestros tatarabuelos?

Aunque mi idea inicial era otra: un relato de amor basado en la frenología. Alguien empezaba reconociendo que las ideas de Gall o Lombroso no tenían el menor fundamento científico para acabar declarando su pasión absoluta por el cráneo de su amada y por lo que sus protuberancias, valles y crestas demostraban acerca de su alma. Lástima que mis limitadísimos recursos como escritor me impidan hacerlo.

Me encantan todas esas chifladuras, muy a caballo entre el siglo XIX y el XX, que parten de alguna idea o un presupuesto científico, tal vez si no solo de una voluntad de exactitud, para acabar causando algún importante desastre o, en el más paradójico de los casos, convirtiéndose en uno de los pilares de nuestra cultura contemporánea.

Hay una estupenda novela —Imperium, de Christian Kracht— que nos cuenta quiénes fueron los coquívoros. August Engelhardt, en el que se inspira la historia, nació en Alemania en 1875. Estudió física y química, trabajó en una farmacia. Se obsesionó con la salud y la alimentación. Escribió una obra con un título maravilloso, Un futuro sin preocupaciones, y se marchó a Papúa Nueva Guinea con sus 1.200 libros para entregarse a su obsesión, los cocos, y demostrar la validez de sus teorías. A saber: que estos frutos son lo más perfecto que existe, que una persona puede vivir alimentándose solamente de ellos y que esta dieta hasta podría garantizarnos la inmortalidad. Llegó y montó su propia plantación. Luego empezó a aburrirse y se inventó una especie de culto. Otros europeos muy jóvenes e inteligentes se le unieron, pero o se morían o salían corriendo incapaces de aguantar aquel paraíso en la tierra que cada día se parecía más al infierno. No está claro cómo acabó Engelhardt. Lo último que se supo es que pesaba poco más de 30 kilos, que estaba demenciado y que tenía el cuerpo cubierto de úlceras. A mí, en cambio, me gusta pensar que en efecto lo consiguió y aún sigue hoy en su isla, indestructible y riéndose de todos nosotros desde lo alto de una palmera.

En el catálogo de chifladuras de la época encontramos también la eugenesia, que causó millones de muertos. O el psicoanálisis. ¿En qué momento exacto pudo alguien pensar que la clave del desarrollo de la personalidad humana estaba en el deseo por parte del niño de follarse a su madre? O esa otra idea tan bonita y tan acorde con la sensibilidad contemporánea: la envidia del pene. Y sin embargo, toda nuestra cultura está permeada, conformada o pervertida —según se vea— por las tesis de Freud y sus herederos. Lo que tampoco está tan mal si gracias a eso tenemos las películas de Woody Allen, Poeta en Nueva York de Lorca o la obra entera de Kafka.

Pero ya dijimos: nada de reírnos del abuelito. Resulta ventajista y cobarde. Seamos valientes. Apostemos fuerte y miremos al futuro de cara. ¿Cuáles son los principales disparates contemporáneos vinculados con la ciencia? ¿Qué planteamientos provocarán el desprecio de nuestros tataranietos o una sonrisilla condescendiente? ¿Dónde el sacrosanto rigor epistemológico salta en pedazos para transformarse en mera superstición? Y a mí me viene un nombre a la mente: Raymond Kurzweil. Hablo de él. O le convierto en cabeza de turco del transhumanismo, la singularidad y toda esa cháchara infame impulsada por el apabullante éxito empresarial de los magnates de Silicon Valley, su fetichismo tecnológico y su ingenuidad absoluta al abordar cuestiones relacionados con la esencia profunda del ser humano.

Personas fundidas con máquinas, prótesis y todo tipo de dispositivos para otorgarnos superpoderes —¿alguien aún recuerda las dichosas Google Glass?—, ordenadores capaces de albergar nuestra conciencia, microchips que nos darán acceso a un saber infinito. Y el mayor delirio —idéntico, por cierto, al de August Engelhardt y al de cualquier alquimista que se precie—, el verdadero objetivo final: la inmortalidad.

Todas esas ideas pretenden sonar sofisticadas y la verdad es que apestan a armario cerrado o a naftalina. Como salidas de la ciencia ficción de los cincuenta —excursiones espaciales de fin de semana, coches voladores por las calles…—, pero sin un décima parte de su encanto.

Lo que quiero decir es que estamos ya en 2023 y el crecepelo nunca llegó a funcionar. Y mira que hubo charlatanes. Y mira que se vendieron botes. Si ahora vemos menos calvos por la calle es porque algunos se empeñan en viajar a Estambul para que les apliquen una técnica mucho más primitiva, en la que hay dolor y hay sangre. Y encima no siempre les prende. El futuro vendrá —o no vendrá y nos iremos todos a tomar por culo—, pero lo que sí está claro es que difícilmente se parecerá a eso que ahora imaginamos. Y qué bien que se equivoquen Raymond Kurzweil y los suyos, y qué bien que nos equivoquemos nosotros en este texto tan breve. Qué bien que tantas veces se equivoque la ciencia porque solo en sus delirios —que más bien son los nuestros—, en sus errores y en sus fracasos podemos de verdad reconocernos.

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