Analógica

La lengua con risa, dos veces lengua

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

En la mayoría de sus contextos, el lenguaje humano suele estar asociado a la comunicación. Su vehículo —oral, escrito o signado— transporta una serie de mensajes que persiguen una decodificación, un entendimiento, entre unas personas y otras. ¿Pero qué sucede cuando el objetivo al que se aspira es justo el contrario? ¿Y si lo que queremos comunicar es precisamente la incomunicación en la que vivimos? ¿Y si solo se buscase jugar?

Hay escritores que, cuando se ponen estupendos, te dicen que quieren ser ininteligibles. A lo James Joyce con Finnegans Wake: diecisiete años escribiendo una obra de la que se sale con una versión muy incompleta de las cosas, por mucha estructura circular que se nos regale; una pieza inclasificable que, como en el teatro del absurdo, se acaba por entender porque no se ha entendido ni la mitad. Trabajo para los filólogos, un contigo pero sin ti, o un «sinmigo», que decían en Ocho apellidos vascos. Lo cierto es que el Finnegans logra embutir unos sesenta idiomas en su lenguaje onírico. Según Joyce, «cada sílaba se puede justificar». ¿Se burla de nosotros? Anthony Burgess lo definió como «una gran visión cómica, uno de los pocos libros del mundo capaces de hacernos reír en voz alta en casi cada página».

Si de reírnos va la cosa, porque la vida son tres días, hay verdaderos maestros del arte de la chanza. Y no me refiero al esperanto; tendrán que perdonarme sus dos millones de hablantes, que siguen albergando la esperanza de que se convierta en la lengua franca del futuro. Tampoco a experimentos propios de filólogos como el klingon, el quenya o el sindarin, a los que se han dedicado sesudas investigaciones divulgadas, incluso, en publicaciones académicas. Para qué engañarnos, son pasatiempos lingüísticos que alcanzan cierto éxito en comunidades aficionadas a la ciencia ficción o la fantasía por el sentimiento de pertenencia que generan. Pero ¿y los que no quieren nada de esto? Porque, al fin y al cabo, todos estos lenguajes que han popularizado las novelas y sus series tienen una base léxica y morfosintáctica. No son meras tonterías, como piensan sus detractores (qué enredadora puede llegar a ser la ignorancia), sino derivaciones calculadas de los sistemas que usa la mayoría para el disfrute de unos pocos.

Entre las conlangs o lenguas construidas las hay muy complejas, como el dothraki, o muy simples, como el toki pona. La primera llevó a su inventor, David Peterson, a planificar un complejo sistema léxico y morfosintáctico afinado a lo largo de cuatro años; la segunda, creada por Sonja Lang, es una lengua artificial de las consideradas minimalistas. Son muchos, y muy buenos, los antecedentes con los que contamos: Orwell y su neolengua, los distintos experimentos oulipianos, los juegos de palabras en Larva de Julián Ríos, que tanto han bebido de la Rayuela de Cortázar

Para quitarte el sentido

Demos entonces un paso más: salgamos en busca de los anárquicos del lenguaje, de los que nada quieren y a nada aspiran, salvo a divertirse y a divertir. Se trata de huir de lo consciente y planificado. En cada esquina hay alguien que juega con la lengua y no tienen por qué ser escritores. Vayamos más lejos o más cerca, según se mire, pues viven con nosotros y nutren nuestra cultura popular. Son esos que, cuanto más descuidan los procedimientos del lenguaje, desbaratando así las costuras del artificio, más cercanos están de los grammelots o el nonsense, dos términos, de origen francés e inglés respectivamente, que definen el elemento más rebelde y gamberro de la lengua.

Si hay alguien que cultivó con maestría el mensaje lúdico, y sin tener que pronunciar una sola palabra, ese fue Charles Chaplin. Cuando las usó —Tiempos modernos es la primera película en la que escuchamos su voz—, fue con los galimatías con que interpretó la canción de Léo Daniderff, «Je cherche après Titine» (Busco a Titine). En una escena inolvidable, en la que se ve obligado a dar espectáculo, la protagonista le dice en el intertítulo: «¡Canta! ¡No te preocupes por las palabras!». Como no podía ser menos para un personaje tan universal, su incursión vocal en el cine se produjo sin idioma o, más bien, con uno inclasificable. Su actuación nos dejó una joya: preciados minutos de risa, el mayor acto de gesticulación de un británico hasta la llegada de Mr. Bean y un baile que, sin duda, Michael Jackson debió de ensayar incansablemente hasta hacerlo suyo. También sirvió el experimento como base para el alemán macarrónico de Adenoid Hynkel en El gran dictador. Y para que el actor y dramaturgo Dario Fo lo revitalizara en su obra Misterio bufo, lo que volvió a abrirle una gran puerta al sinsentido.

Embaucadores melódicos

Sin duda, el mejor vehículo para jugar con el lenguaje es y será siempre la música: permite desplazamientos acentuales, aceleración o alargamiento de sílabas, repeticiones que acaban por clavarse en la inabarcable moqueta que es la memoria, encabalgamientos abruptos e incluso mensajes en clave. Hay un dicho en lengua inglesa que reza: «Cuando estás feliz, disfrutas de la canción; cuando estás triste, entiendes la letra». La melodía, ese potente sostén para las palabras, también ha propiciado un terreno fértil para la experimentación. Ya en la década de 1970, figuras como David Bowie y Adriano Celentano se dieron cuenta de que en el plano musical una buena melodía podía enmascarar muchas cosas, no solo mensajes crípticos o subversivos, sino precisamente lo contrario: su ausencia. Celentano deslumbró con esa soberbia pieza que es «Prisencolinensinainciusol», en la que el italiano, con unos cuantos sonidos propios del inglés americano, lograba convencer de que la canción se entonaba en la lengua de Bob Dylan, aunque ahí, palabras había pocas. La idea gustó tanto que Mi gran noche, la gran sátira sobre la televisión que dirigió Álex de la Iglesia, empieza así, con una versión de Celentano, aunque no se le quiera reconocer en los créditos.

El caso de Bowie es completamente opuesto en forma, pero no en fondo. Con un espectacular arreglo de Brian Eno —dos genios de la música mano a mano— se recrea la atmósfera extremadamente sombría que sintió Bowie en su visita a Varsovia; de ahí el título de «Warszawa», con el que rinde tributo a la ciudad tras la destrucción que dejó la guerra. Durante su estancia en la capital polaca, adonde había viajado con Iggy Pop desde Berlín, Bowie grabó al coro folclórico Śląsk mientras cantaban una pieza, «Helokanie», e intentó recrear la letra en polaco con voces distintas (todas propias). No sabía una sola palabra del idioma, pero el resultado, según los comentarios que han ido dejando los hablantes nativos, tras los millones de reproducciones online, es emocionante y estremecedor.

Risas en secreto

Los más sombríos siglos del medievo nos han regalado algunas jergas secretas inventadas en conventos. Quizás la más conocida sea la «lingua ignota», que Hildegarda de Bingen creó en el siglo XII. Se considera hoy la primera lengua construida, aunque carezca de gramática y, en realidad, no sea otra cosa que un glosario de 1.011 palabras basadas en un conjunto de veintitrés letras, las litterae ignotae. Guiada, al parecer, por un afán místico, Hildegarda las introdujo en los textos latinos de dos documentos, procedimiento que, en lingüística, denominamos relexificación.

Hace tan solo unos años saltaba otra noticia sobre lenguas oscuras nacidas en espacios de oración y recogimiento. Se trataba de la decodificación de una carta escrita por la siciliana Isabella Tomasi, noble y políglota del siglo XVII, pariente del escritor de El Gatopardo. Bajo su nombre religioso, Maria Crocifissa della Concezione, la monja le escribió a Satanás unos renglones fruto de los delirios que sufrió en el convento de Palma di Montechiaro, en el que vivía en régimen de clausura desde los doce años. Según su propio relato, había amanecido cubierta de tinta, tras ser poseída por Lucifer, de cuya mano presuntamente procedía el mensaje. No obstante, maleficios aparte, la pasión que atraía verdaderamente a la monja era la lingüística. En 2017, gracias a unos análisis informatizados del centro Ludum de Catania, se pudo romper el código que ella atribuía al mismísimo diablo. Detectaron una sustitución y mezcla de caracteres extraídos de las muchas lenguas que conocía: griego antiguo, árabe, latín y alfabeto rúnico. En palabras de Daniele Abate, uno de los investigadores del proyecto, hasta entonces lo que había resultado ser «realmente diabólico» era el conjunto de las combinaciones multilingües de Tomasi. Algo similar plantea el indescifrable texto del manuscrito Voynich. A lo largo del siglo XX se han vertido todo tipo de teorías para justificar los rompecabezas que siguen alimentando sus páginas. Unas se inclinan por una críptica herencia con siglos de tradición, otras, por una elaborada broma del propietario que le dio nombre. ¿Conseguirá una nueva herramienta descifrar el juego de su extraño alfabeto? Hagan sus apuestas.

 


Yolanda Morató es doctora en filología, docente universitaria, traductora y escritora. Junto a más de una veintena de traducciones y ediciones a su cargo, ha publicado varios poemarios y ensayos, el último de los cuales se titula Libres y libreras (El Paseo, 2021).

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