Horas críticas

Arantza Santesteban ya no necesita alzar la voz, pero es la suya

Reseña de «918 Gau (918 noches)»

La cineasta Arantza Santesteban, en la primera escena de «918 Gau (918 noches)». / © Txintxua Films

De esta pequeña película producida en 2021, con notable impacto en festivales, posterior estreno en salas el pasado otoño y desde hace unos días presente en el selecto catálogo de Filmin, apenas se ha tenido noticia —ni reseña— en los grandes medios nacionales. Algo que no nos extraña, para nada, pensando en algunos posibles motivos de ese desdén: 1) se trata de un documental, género por lo común maltratado, a menos que venga producido por alguna estrella con inquietudes sociales; 2) se trata de un documental con cierta vocación experimental, lo que lo acerca al material inclasificable con el que muchos críticos —tan poco amigos del riesgo— no sabrán qué hacer, y 3) se trata del documental de una exmiembro de la izquierda abertzale ilegalizada, Arantza Santesteban (Pamplona, 1979), que cuenta en primera persona su experiencia en la cárcel. Espinoso asunto y controvertido perfil, para el que se esperarían pocas simpatías.

Sobre todo porque, y este podría ser un cuarto motivo para su invisibilización, 918 Gau (918 noches) no es el testimonio rotundo, partidista, de condena hacia una organización ya extinta como ETA —pero que sigue generando titulares de odio— o de redención, una especie de drama feel-good antiterrorista como cabría esperar en la sociedad biempensante. Tampoco es, en absoluto, lo contrario, ni se trata de que el documental mantenga las (equi)distancias. Más bien al revés: de tanto como se acerca al tema, a ciertas imágenes, su visión es puramente política en el plano personal, siguiendo la archifamosa frase de autoría ignota pero defendida por las Hanisch, Millett, Lorde o Firestone; es comprometida con el cine, pero no está ideologizada a la manera de estos tiempos ni se sitúa en un bando, porque entre otras cosas va de cómo escapar a esa reducción.

En uno de los momentos más reveladores del documental, a partir de una anécdota y de una fábula que pone en cuestión la verdadera naturaleza de las cebras (si son «burros negros con rayas blancas o burros blancos con rayas negras»), se lanza la pregunta de si los militantes son buenas personas con conductas destructivas o lo contrario; en qué lado del espectro de esa lucha continua y modélica —para su movimiento— se les debe considerar o se pueden ubicar ellos mismos: activismo o bronca, justicia o inmoralidad, tristeza o felicidad. Lo difícil, y lo más duro también, es entender que la naturaleza de todas las personas alrededor de un conflicto tan mayúsculo está poblada de claroscuros, de grises que son la suma de esas rayas negras y blancas, y que la pregunta sobre qué somos debería conducir «más a la reflexión que a la moraleja».

Escena de «918 Gau (918 noches)» en una discoteca. / © Txintxua Films

Esa idea se extrae —y se lee— de una de las cartas que recibió Santesteban durante su estancia en prisión, las 918 noches del título que pasó en las cárceles de Soto del Real, Ávila, Palencia, Alcalá Meco y, finalmente, Zaragoza. Había sido detenida en 2007 a la salida de una reunión de Batasuna, bajo orden del juez Baltasar Garzón, por pertenencia a organización terrorista. Seis años después de quedar en libertad, abrió la caja donde había conservado las cartas y las fotografías que recibió a lo largo de aquel tiempo encerrada. Mensajes de apoyo que le despiertan un sentimiento de contradicción (el claroscuro): gratitud pero también, y por encima de todo, extrañamiento. No se reconoce en esas palabras, en esos gestos, así que los disecciona y trata de encontrar su propia voz en todos los sentidos, contarlo desde su propia experiencia y conciencia.

Durante su encierro dice haber leído también la correspondencia que Rosa Luxemburgo escribió desde la cárcel, y cita a la pensadora alemana de origen polaco: «Mi corazón es más de las golondrinas que de mis camaradas». 918 Gau (918 noches) es, en ese sentido, la crónica del desánimo y el desencanto ante sus camaradas de la propia cineasta, una heroína de la causa que ya no cree en ella, o que se ya no se ve interpelada por esa militancia que obvia lo que las presas sienten en prisión. También lo que otras presas (de orígenes y razas y estatus social diversos) viven allí dentro, lo que las hace diferentes y no las somete a un mero estereotipo, como es el de la presa política y la actitud que se espera de ellas. Ya en la calle, Santesteban se rebelará de verdad buscando ser lo más parecido a nadie, a una mujer que pasa desapercibida en mitad de la noche o en mitad de la pista de baile, en soledad, como un espectro, sin nadie ante quien rendir cuentas ni a quien defraudar. Se negará incluso a que otros rueden una película sobre su historia, fascinados como están por lo que les revela de esos días. En realidad, ella es su película, y por eso la acabará haciendo ella, con la decisiva colaboración de Maddi Barber en labores de fotografía —espléndida—, Marina Lameiro y Marian Fernández Pascal en la producción o la música de Ana Arsuaga.

Un momento de «918 Gau (918 noches)». / © Txintxua Films

Por un lado, a partir de ese limitado archivo íntimo de textos e imágenes se enfrenta al reto de visualizar o, mejor dicho, de evocar en la mente del espectador el universo invisible de la cárcel, ajeno a la sociedad multipantalla, como un collage en el que figuran sus compañeras de dentro, sus excompañeros de fuera, sus recuerdos desde la zona liminar de ambos espacios. Lo importante en este caso no es el material del que se nutre, sino el comentario —literal—, la visión —el visionado— de ese material, su interpretación de artista con vocación no solo testimonial, sino poética. Sin concesiones, usa la voz en off desde el mismo inicio, se graba grabándose la voz: en las notas a su película, cita a Chris Marker cuando decía que, al contrario de lo que la gente piensa, usar la primera persona en cine es «un signo de humanidad».

Por otro lado Santesteban, que es historiadora, investigadora y gestora cultural además de cineasta formada junto a maestros de la reflexión/contemplación de la imagen como Víctor Erice y Patricio Guzmán, rueda su presente con una cámara que la persigue en su huida hacia adelante o hacia tierra de nadie, una cámara que en esas secuencias recuerda a Gus Van Sant (y, por extensión, a Béla Tarr), que se detiene en los detalles de paroxismo de una bellísima escena de sexo —que es otra forma de lucha y de poder dulce—, que se camufla y se sumerge en la frondosidad del bosque, del mito y de la memoria, hasta abrazar lo mágico con la encarnación animal de la metáfora, acaso la única forma de sentirse finalmente libre y con una identidad propia y de nadie más: reconociendo la condición de ser enigmático, extraño, exótico, con dos tonos y todos los que se adivinan en medio, que a veces desearía desaparecer a ojos de los demás para afirmarse en su propia identidad en construcción.

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