Ficción

Un hombre de ninguna parte

Relato inspirado en la canción «Nowhere Man», de The Beatles

La pradera parece no tener final y las flores cabecean al viento como niñas absortas. Son vincapervincas, rojas vincapervincas que se mueven gráciles en el aire de la tarde. Pero las vincapervincas son azules; tú, al menos, nunca has visto una vincapervinca de color rojo. Sí azules, moradas y vincapervincas verdes como sangre seca. Y, sin embargo, esas flores rojas, profundamente rojas, son vincapervincas; no pueden ser otra cosa que azules vincapervincas de color rojo, hermosas y frágiles vincapervincas sobre la hierba frente a ti. El mundo está bajo tu control.

—Hay muchos estudios que corroboran la utilidad de la música y, aunque hay historias fabulosas, tampoco les incitaría a que creyeran en los milagros. La música ayuda tanto a los pacientes como a los familiares. Les proporciona consuelo. Lo demás queda en nuestras manos.

También hay flores negras con pétalos semejantes a trozos de vinilo, flores tan negras como neumáticos. Puedes olerlas desde aquí y agarrar el tallo y llevarlo hasta tu nariz y la flor desaparece. Y la pradera desaparece. Surge, en su lugar, una ciénaga reseca; pequeños pozos de agua espejean aquí y allá (tú déjalo todo hasta que alguien te eche una mano), charquitos turquesa rojo/azul vincapervinca, como gemas derretidas. Junto a los charcos, hay enormes animales mutilados con grandes narices y ojos vacíos. Todos conservan aún la vida, a pesar de que hay animales, como aquel, que están cortados por la mitad y su parte trasera (¿la cola? ¿las patas? ¿las piernas?) se agita en la arena. Pero lo peor, sin duda lo peor, es escuchar sus gritos y saber que no puedes hacer nada.

—¿Nada?
—No.

Los animales gritan y el llanto traspasa tu piel y te hace llorar con ellos. Son manatíes. Los cazadores furtivos persiguen a los manatíes hasta la línea de costa y allí los derriban con sus flechas. No importa que sean hembras, ejemplares enfermos, crías o manatíes inofensivos como una niña de doce años que cruza absorta la calle. Los manatíes mueren indefectiblemente porque pueden morir; su vulnerabilidad ante las flechas los convierte en cadáveres. Después, se los deja pudrirse bajo la luz del sol y los buitres se apropian de sus restos. A veces, las alimañas han llegado a comerse vivo a uno de estos pobres manatíes. Pero tú, hoy, tienes la oportunidad de hacer algo para evitarlo.

—Esta noche, si quieren, pueden dejarle puesta la música. No compartirá habitación hasta el lunes, así que no habrá problema. Del lunes en adelante, eso sí, y para no molestar a los demás, les ruego traigan unos auriculares. O, si no, yo puedo dejarles unos que tengo en mi despacho. Sí, haremos eso; no se preocupen.

Un momento. ¿Desde cuándo tenías esas tijeras en las manos? Desde siempre, llegaste aquí con ellas. Eso sí, tienen la punta monda, de manera que tendrás que esforzarte. Solamente sirven para cortar papel, para hacer manualidades, para recortar una casa de una revista de recortables, la puerta, las cuatro paredes, el techo y el tejado, un triangulito, y unir las piezas después sin necesidad de pegamento. E, incluso así (él está tan ciego como puede estarlo un hombre y sólo ve lo que quiere ver), estas tijeras son capaces de cortar; no necesitarás otras. Con que acércate a esa adorable cría de manatí mutilado/niña, y húndeselas en el cuello.

—Los Beatles. ¿Recuerdas? He dejado aquel póster horrendo en su habitación. El póster está lleno de humedades, pero no voy a quitarlo. Aunque se venga abajo no voy a quitarlo.

Una rata trepa hasta los hombros de un mono y comienza a morderle las orejas. El mono no parece inquietarse y la deja hacer. Cuando termine con las orejas, empezará con los labios y seguirá con las manos, los pies, el sexo, y acabará con los ojos. La rata, inconscientemente, desea que el mono la contemple y la vea aniquilarlo. Sus dientecitos trabajan minuciosamente la carne, y la sangre espita a un lado y otro del macaco y se arremolina en el suelo como un trozo de lana. ¿Acaso no es él un poco como tú y como yo? No. Pero tú no. Tú observa también a la rata, ella sabe lo que hace y el mono sabe aún mejor que ella lo que hace. ¿Crees que le importa? Así, exactamente así, es como ha nacido la maldad en el mundo. Pero no malgastes un minuto hablando conmigo. Salta, si quieres, sobre la rata y lánzala lejos. Ella no te morderá; sabes que ella no te morderá, las ratas temen a los seres humanos. Quizá te arañe, claro, aunque observa sus uñas. Son ridículas. No haces nada, ¿verdad? Sí. Tómate tu tiempo, no tengas prisa. Mira, acaba de comerse su otra oreja.

—¿No sería posible poner en bucle aquella canción? Nowhere Man. Era la que le gustaba. No entendía una palabra pero era la que le gustaba. Que esa canción sonase una y otra vez en la habitación. Durante la noche. Que esa canción sonase siempre.

La rata es un coche color rojo vincapervinca. La rata humea y hace extraños sonidos, semejantes a bufidos, que la estremecen. El mono ya no tiene orejas, ni lengua, ni parte trasera; ni patas ni piernas. El mono está tendido sobre la carretera y unos bucles negros cubren parcialmente su rostro. Él no tiene un punto de vista y no sabe adónde se dirige. El mono se llama Lucía, Raquel, Estefanía, Mónica, Isabel o María y tú lo habías visto cada día, al volver del trabajo, con su madre. ¿Te había saludado alguna vez? No, no lo había hecho. O puede que sí. Sí, indudablemente sí, el mono había extendido su manita hacia ti y la había agitado en el aire sombrío de la tarde. El mono se llama Daniela, Laura, Cristina, Alba, Noelia o Paloma y lleva un vestido de organdí algo anacrónico que, sin embargo, le queda bien. El mono, quizá, tiene uno de esos nombres desfasados y rurales, como Ubaldina, Clorinda, Eduvigis, Librada, Otilia o Apolonia, que ya no existen en ninguna otra parte del mundo, y ahora tampoco existen en esta parte del mundo. ¿Se llama así? No, no se llamaba así. ¿Se llamaba? Claro. ¿Qué esperas? Después de tanto tiempo, aún albergas esperanzas. Pero no. No debería reírme. Aunque ya hayan pasado dos años no debería reírme. Dos años en la pradera y en el secarral de los manatíes, sí, después de los cuales la rata terminó arrancándole los ojos al mono; eran como canicas y cayeron al suelo y aún te miraron unos segundos antes de apagarse para siempre. Por favor, escúchame: no sabes lo que te estás perdiendo.

—¿Crees que si acercara mi boca a su oído, si le dijera qué día es hoy, adónde he ido, qué he hecho, él se enteraría? Que me diría, al despertar, no hace falta que me cuentes nada, mamá; ya lo sé. ¿Crees que lo que diga se filtrará en sus sueños, en su mente, transformándolos como una gota de colorante que cae por accidente en un vaso de agua? No. Tú crees que llevo años hablándole a la nada. Cállate, por favor, y no me compadezcas. No soy estúpida. Cállate y pon la canción otra vez.

El cielo acota la pradera como un insalvable muro, y en él culebrea un pájaro, tal vez un caimán alado, soñabas con caimanes cuando eras pequeño, ¿los recuerdas? Pues bien, este es el mismo caimán y viene a mostrarte la salida. Síguelo con la vista y así, cuando pase ante el sol, cuando la piel verde y escamosa y cretácea del caimán se funda con el sol, dejaremos la luz encendida, para que se sienta acompañado durante las noches, tú te fundirás con él. La rata está en tu bolsillo derecho, no la olvides nunca, la rata está ansiosa por vivir lejos de la pradera, tan ansiosa que, mientras te decidías o no a irte, se ha comido su propia pata. No te caigas al suelo; sujétate a mí pero no me mires la cara. Ahora sí: el caimán va a sobrevolarnos; este es el barrio en el que naciste, aquí jugabas al fútbol y aquí te elegían el último para los partidos, hace trece años fue Navidad y te regalaron una guitarra, él es un auténtico hombre de ninguna parte sentado en su porción de ninguna parte haciendo sus planes sin destino para nadie, aunque dejaste de tocarla al poco de entrar en la universidad do mayor y re mayor y re menor y re menor suspendido en cuarta y segunda mi menor y mi mayor y mi séptima menor y mayor y fa nunca fuiste capaz de tocar bien fa hunde los dedos en la cejilla húndelos más pero te duelen las yemas y un modesto surco de sangre se forma en ellos el caimán ya está bajo el sol y tú estás bajo el caimán te pido que no me mires a la cara cuando te diga lo siguiente el mono se llamaba Ester quiero que lo sepas antes de irte el mono se llamaba Ester y su cadáver se llama Ester y su recuerdo se llamará Ester por siempre en tu memoria y la rata estará en tu bolsillo derecho no la olvides nunca porque también estará por siempre allí esperando en tu bolsillo derecho ahora sí ahora te vas y adiós y no obstante recuerda.

Hombre de ninguna parte, ¿de verdad no puedes verme?

 


Con la colaboración del Máster Universitario en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, que se imparte en la Facultad de Comunicación desde el curso 2010-2011 y que actualmente coordinan Mª Jesús Orozco Vera y Carlos Peinado Elliot. Más información aquí.

Este relato musical surgió de una actividad de la asignatura «Modelos narrativos», impartida por la profesora Clara Marías. A partir de la letra de una canción, los estudiantes tenían que escribir un relato en torno al personaje que —tan bien— retrata, manejar la intertextualidad (citando algún verso de la canción) e incluir algún elemento autoficcional.

Julio Mármol es graduado en Humanidades por la Universidad Pablo de Olavide y en Periodismo por la Universidad de Sevilla, con un máster en Periodismo y Comunicación de la Ciencia por la Universidad Carlos III de Madrid. En 2019, publicó un poemario, La sombra del narciso, en la editorial Ediciones en Huida y ha probado fortuna en varios certámenes literarios, resultando ganador en algunos, como el IV premio de relatos Camilo José Cela para jóvenes en categoría bachiller y en categoría universitaria en su XI edición; ganador del XXXVIII premio de poesía para jóvenes Valentín Arteaga; y primer finalista del premio Jordi Sierra i Fabra 2013 para novela; segundo lugar en el IX premio de relatos Camilo José Cela para jóvenes en categoría universitaria y finalista del VII certamen literario Ángel Ganivet en categoría prosa, entre otros. En la actualidad, cursa el máster de Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla con el objetivo de acceder al doctorado.

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