Vine a vivir a Sevilla y, después de tres meses de iniciar la maestría en escritura creativa, decidí suicidarme.
Me sentía decepcionada de mi nula capacidad para escribir obras de teatro, ensayos académicos, sonetos y endecasílabos. Se me cerraba la garganta cada vez que un profesor hablaba de las normas Harvard que debíamos aplicar en los textos, no podía ni siquiera concebir un inicio decente de un monólogo, y eso que mis compañeros de clase se quejaban constantemente de mi egocentrismo y tediosos soliloquios. Las materias relacionadas con diseño digital también me daban escozor, y frecuentemente tenía pesadillas en las que aparecía desnuda y avergonzada en la defensa del TFM, mientras las profesoras anulaban mi intento de poemario. Nunca se me había revelado con tanta contundencia la certeza de que yo no era una escritora, que a lo sumo era una buena farsante, pues había logrado publicar algunos libros en el caótico trópico caleño, donde la agitación entre la salsa y la delincuencia es tan intensa que unos cuantos versos edulcorados pueden pasar como aceptables o, incluso, como buenos, ante la perturbada comunidad de lectores. Mi virtud real era la de la impostora, haberle hecho creer al gobierno de mi país que merecía una beca que me sacara del continente y que, arrojada a la ciudad del azahar y el flamenco, retornaría a mi provincia entre vítores y premios, para goce mediático del alcalde de turno.
Ninguno de mis delirios de grandeza tenía importancia ya, porque había tomado la férrea decisión de acabar con mi cuerpo de 31 años. Bajo el lema es mejor morir en Europa que vivir en Colombia, me alentaba a planear mi fatal y último compromiso conmigo misma. Para no levantar sospechas con Rocío, que era la señora a quien le rentaba un cuarto en la calle Gardenia (nombre que, cada vez que pronunciaba, me traía el canto de mi abuelo en las cantinas: «Pero si un atardecer / las gardenias de mi amor se mueren / es porque han adivinado / que tu amor se ha terminado…»), me obligaba a salir de casa todos los días, tomar el C2 en la avenida Miraflores, y cruzar el puente sobre el río. Saludaba al Guadalquivir como a un viejo conocido, un rostro afable y sugerente, que me hacía considerar su lecho como un posible refugio para la eternidad.
Yo no era una principiante ante la muerte, ya estaba algo entrenada en el oficio de desaparecer. Conocía métodos y equivocaciones. No había conseguido mi objetivo, o no había querido conseguirlo, inconscientemente, como señalaba la terapeuta que, en cada sesión, intentaba sugerir que mi pulsión thanática era en realidad un complejo de Electra no resuelto. Mi idea del suicidio en realidad era bastante racional, pensaba que solo se trataba de adelantar un trámite al que está condenado todo ser, acelerar el declive inminente.
Era enero, y todos mis anteriores intentos de huida habían sido en enero. Podría decirse que teníamos una vieja cita. Siete eneros atrás me había despertado entubada en la unidad de cuidados intensivos, la enfermera de turno había informado que estaba saliendo de un coma inducido por mi excesiva ingesta de somníferos. Otro enero lo había pasado casi por completo sin salir de la cama, al punto de que me provoqué escaras en la espalda; a enero le debo la cicatriz en mi muñeca, enero fue el intento de conseguir un arma; en enero también fue mi hospitalización en el psiquiátrico; en enero es el cumpleaños de mamá, y mi fantasía de epitafio.
Los disparadores, como me había indicado la psicóloga que se llaman las voces de lo nefasto en nuestra cabeza, solían ser académicos. Lo que me asfixiaba tajantemente era considerar que, en la periferia brillante / de una galaxia mediana / en medio de un mar oscuro / donde flota nuestro diminuto mundo, se me exigiera escribir cientos de cuartillas, notas al pie, referencias bibliográficas, estados del arte, objetivos y resultados. Una cadena de ridículas reglas que cercenaban mi creatividad y me hacían sentir impotente, minúscula, idiota. Tenía trece años cuando el profesor de álgebra me ridiculizó, al no poder completar la ecuación frente a toda la clase. Cerré los ojos y pensé en que todos los que se burlaban serían próximos cadáveres, y de pronto la imagen del salón repleto de ataúdes de pie, en vez de pupitres, me resultó reconfortante. Así, cada vez que una situación me incordiaba, venía la imagen de la muerte como un apacible bálsamo.
Una tarde, recostada sobre mi escritorio, mientras sopesaba si mi salida del mundo sería más elegante con sogas o venenos, la voz chispeante de una nueva profesora del máster interrumpió mi elección. Nos propuso escuchar una lista de canciones, bastante variopinta, para componer un relato protagónico y musical. Esa misma noche tomé una larga ducha caliente y, envuelta en espuma de peonías, me dispuse a escucharla por completo. Los efectos sonoros me impactaban de distintas maneras, a veces la voz era lúgubre y encantada, luego desgarradora o festiva, en ciertos momentos me llevaba por parajes tornasoles, leves como las burbujas, o por mal iluminados callejones del rock. La epifanía ocurrió cuando me estaba secando el cabello y, frente al espejo empañado, mi imagen cesó de reflejarse. Un cortocircuito en el edificio dejó la casa a oscuras y solo la luz de mi teléfono iluminaba el baño, mientras una mujer cantaba: «En la periferia brillante / de una galaxia mediana / en medio de un mar oscuro / donde flota nuestro mundo…». Un temblor irradió mis articulaciones, y el agua que escurría de mi cabello me heló la piel. Esa voz cantaba, no algo parecido, sino la cadena exacta de frases que resonaban dentro de mí cada que me sentía decaída. Estaba convencida de que las frases eran mías, un ejercicio mental de observar el universo desde su mayor amplitud y luego ir acercándolo a mi diminuta humanidad.
Me obsesioné con la letra, parecía una especie de conjuro que relataba el encuentro de dos dimensiones. Dos seres disímiles que festejan la oscuridad del deseo. La cantante resultó ser una joven sevillana que había fallecido el enero pasado y cuya última canción escrita era: «Tú que vienes a rondarme»; jamás la había escuchado antes del ejercicio de clase, yo venía de otro continente donde esta artista no figuraba, pero su creación coincidía de forma espeluznante con mi voz interior.
Busqué su tumba en el cementerio de San Fernando. Faltaban un par de semanas para su aniversario. 27 de enero. Sobre la lápida había un papel doblado con una piedrecilla encima, con tinta roja alguien había escrito: «Tú que vienes a rondarme / amárrate a mí / Tú que vienes a rondarme / arrímate aquí». La más bella seducción a la que asistía en años. Saqué mi libreta y le contesté «Rondaré tu soledad para llenarla de flores», y puse las dos notas debajo de la piedra. Regresé a la mañana siguiente y encontré una nueva nota con la misma caligrafía roja: «Tú, que vienes a rondarme / como los nueve planetas / parece que cuando bailas / llueven miles de cometas». Como una delirante adolescente, aprisioné la nota contra mi pecho y giré bailando alrededor de la tumba.
La pesadumbre que me acompañaba se fue desvaneciendo con cada visita al camposanto. Pasaba las mañanas conversando con ella, le hacía las confesiones más ingenuas y las más apasionadas, incluso llegué a escribirle cartas. La gente que pasaba por ahí pensaría que era parte de su familia o una amiga íntima. Me sonreían piadosamente al verme entrar con las gardenias y dejar los papelitos con las piedras. Una sucesión de mensajes poéticos fue apareciendo ante cada respuesta que le escribía:
Magia negra entre mis formas
Suben hormigas, se enraman
Romeros de sierras altas
Fresco el aire que me cantas
Y cada estrofa era una afirmación de nuestro vínculo. Un enigma que crecía y me alentaba a visitarla. Supe por las noticias que ella, al igual que yo, contaba con un historial de huidas nada menospreciable, y que ese 27 de enero, luego de dar un concierto, se despachó un cóctel de opiáceos con vodka, y ya no hubo más anécdotas. Me hubiera gustado escucharla, sobre el escenario y cerca de mi boca, comprender sus razones y hacerla sentir menos sola. Seguro que ella también se veía acosada por los regímenes absurdos del mundo. Mientras se acercaba la fecha de su partida, incrementaba el tiempo de mis visitas, ya no solo pasaba las mañanas, sino parte de las tardes e incluso solía ser la última en salir del cementerio. Llevaba libros y merienda, y hasta una cálida manta para tomar siestas a su lado. Pero necesitaba una mayor proximidad, hallar el pasadizo correcto para nuestro encuentro. Estuve merodeando antiguas librerías por la calle Sierpes, y en una cuadra claroscura di con un anticuario encantador. Su dueño, un hombre de setenta años, me recomendó un libro de magia negra. Mentí contándole que investigaba sobre el tema para escribir un cuento, y que requería de una fuente fidedigna para narrar la invocación de un espíritu en su aniversario de muerte.
Conseguí todos los artilugios: un cuenco de barro antiguo, pequeños huesos de Urraca, obsidiana, sangre fresca y velas moradas. Cuando llegó la fecha, estuve observando a su familia. La visitaron temprano y dejaron ramos y cartas sobre la lápida. Ese día tampoco faltó la nota dirigida a mí en letras rojas:
En los aposentos del universo
Estás tú que me esperas
Mi piel se llena de chispas
Que saben a flores y a lenguas
El ritual fue breve y silencioso. Tenía la sangre contaminada de velocidad, mi pecho era un concierto de tambores y mis manos, dos aves oscuras que aleteaban por mi cuerpo mientras me despojaba de la ropa. Aunque la noche era fresca, mi temperatura corporal se incendiaba, las velas violetas chisporroteaban y podía sentir la música crecer desde la tierra. Me acurruqué junto a la lápida y acaricié con detalle cada lugar donde quería que ella posara sus manos: mis mejillas, cuello, la curvatura de mis caderas, mi vientre… Recitaba de memoria nuestro canto:
Magia negra entre tus manos
Mil caballos desbocados
Corren con el morro en llamas
El fuego baila y tú cantas
Una sutil iridiscencia apareció sobre la lápida, como una leve figura celeste se posó sobre mí, el intenso olor de los jazmines inundó la atmósfera y sus labios se acercaron a mis pechos. Comenzó a llover, pero el agua se sentía caliente al contacto con mi piel. El movimiento de su lengua trastocó mi cordura.
Magia negra entre tus manos
Altos jazmines se enzarzan
Amarran nuestras caderas
Vuelan hacia las esferas
Los rayos caían a nuestro lado, pero nada podía herirnos, estábamos resguardadas por la muerte. Vertí la sangre en mi entrepierna para terminar la unión, y la oleada de placer fue tan punzante que perdí la consciencia.
Fuentes de estrellas antiguas
Santiguan nuestros jaleos
Arden en llamas azules
Todas las voces del universo
Con nosotras
El sol me levantó como un arma cegadora. Me cubrí antes de que alguien notara mi desnudez, y me volqué sobre mi diario para registrar toda esta historia. La canción no solo era un pretexto de escritura, sino una forma de vivir dentro de ella, un pretexto para continuar con mis días en Sevilla, el aliento que la muerte le insuflaba a mi existencia.
Con la colaboración del Máster Universitario en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, que se imparte en la Facultad de Comunicación desde el curso 2010-2011 y que actualmente coordinan Mª Jesús Orozco Vera y Carlos Peinado Elliot. Más información aquí.
Este relato musical surgió de una actividad de la asignatura «Modelos narrativos», impartida por la profesora Clara Marías. A partir de la letra de una canción, los estudiantes tenían que escribir un relato en torno al personaje que —tan bien— retrata, manejar la intertextualidad (citando algún verso de la canción) e incluir algún elemento autoficcional.
Alejandra Lerma (Cali, 1991) creció en Restrepo, un pueblo en las montañas de Colombia, nació bajo el signo de Leo y busca el silencio de los bosques, prefiere los helados al licor, lee con fervor a Wisława Szymborska y escribe con un látigo cerca.
Comunicadora social y periodista de la Universidad del Valle, trabaja como orientadora de talleres de escritura poética, visitando diferentes entidades como centros penitenciarios, bibliotecas públicas y espacios no convencionales. Ha publicado cinco libros de poesía, siendo los más recientes Oscuridad en Luz Alta (El Bando Creativo, 2015) Precisiones sobre la incerteza (Sic Semper Editores, 2017), No habitar ya la tierra (Ojo de poeta, 2020) —ganador del premio Jorge Isaacs de Poesía en 2019— y La herida primordial (Seshat, 2020). Actualmente cursa el máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, España, gracias a la beca de Jóvenes Talentos del ICETEX, Colombia 2022.
Algunos de sus poemas han sido publicados en las revistas literarias: Aullido, Buenos Aires Poetry, Barbarie Ilustrada, El blog de Emma Gunst, Otro Páramo, Círculo de Poesía, La Raíz Invertida, Luna Nueva y Literariedad. Parte de su trabajo ha sido traducido al francés, inglés, portugués, búlgaro y polaco.