y toda esta ternura
que quién sabe adónde irá a parar?
Juana Bignozzi
Lo llamábamos operaciones de vigilancia. Hablo en plural aunque puede que la mayor parte del tiempo estuviera solo. Una tarde encontramos en el parque unos paquetitos de papel de aluminio que contenían pequeñas cantidades de polvo blanco. Cocaína, o tal vez alguna droga del estilo. Seguimos a un tipo que andaba por ahí hasta un almacén cercano. Resultaba que a escasos metros de casa de mis abuelos se hallaba la guarida de unos contrabandistas. Y Dios sabe qué más hacían. Luego, como ocurre en algunas películas de policías en que alguien queda tan absorbido por el caso que deciden apartarlo para que la cosa no se vaya de madre, continué solo. Por las tardes, al salir del colegio, me apostaba a una distancia prudencial del almacén y registraba entradas y salidas, matriculas de coches. Incluso intercepté correspondencia y fui enterándome de quiénes eran los dueños del local. El hermano del que manejaba el cotarro se llamaba Inocencio. Qué oportuno. A veces, cuando la cosa estaba tranquila, me atrevía a ir hasta allí y asomarme de puntillas a la mugrienta ventana del almacén. Solía estar oscuro y aparentaba lo que probablemente era, un lugar donde se trabajaba. Nunca vi nada fuera de lo común.
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Desmiento que este sea un artículo sobre las películas de Laura Citarella. Tampoco un perfil de la cineasta, como esos que aparecen en las revistas serias, aunque podría deslizar que nació en algún lugar de la provincia de Buenos Aires a principios de los ochenta y dos décadas después fundó junto a tres compañeros —Agustín Mendilaharzu, Alejo Moguillansky y Mariano Llinás— una compañía independiente de producción de películas, El Pampero Cine. También puedo confirmar que a lo largo de las últimas semanas he podido ver algunos de sus filmes, aunque de la misma forma que nunca llegué a ser un detective adolescente especialmente avispado, tampoco me he convertido en esa clase de crítico de cine al que no se le escapa nada, que sabe diseccionar cual cirujano el objeto fílmico, revelando las intersecciones de forma y fondo, lo que podríamos llamar el corazón de aquello que se nos proyecta en la pantalla. Es más, ahora mismo no sé dónde olvidé la libreta en la que tomé algunas notas sobre Ostende (2011) y La mujer de los perros (2015), los dos primeros largometrajes de Citarella, el segundo de ellos codirigido junto a su protagonista, Verónica Llinás. En cuanto al documental Las poetas visitan a Juana Bignozzi (2019), que firmó a cuatro manos junto a Mercedes Halfon, no he podido localizarlo. Y sobre Trenque Lauquen (2022), la noche que llegué a casa después de verla, todavía emocionado, escribí unas líneas en otro cuaderno disculpándome por ser incapaz de desgranar una experiencia que me había resultado tan reconocible y grata a los sentidos. Ocurre que hay películas que sientes muy cercanas a tu mundo, a tu forma de pensar, y cuesta distanciarte, analizarlas fríamente. Querría ser alguno de esos personajes; supongo que también querría que Laura se enamorase un poco de mí. Las dos últimas frases las he transcrito literalmente del cuaderno. Los nombres pueden llevar a confusión porque aquí todas se llaman Laura: Laura Citarella y también Laura Paredes, la protagonista y coguionista de Trenque Lauquen. Y el personaje al que encarna en la película.
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Al principio de Trenque Lauquen son dos hombres algo desesperados. Al principio de El corazón es un cazador solitario eran dos ciegos, pero aquí son dos tipos que no se aguantan los pedos porque la mujer a la que amaban ha desaparecido: uno de ellos, Rafael, va por ahí repitiéndole a la gente «es mi novia, es mi novia», enseñando una foto, mientras que el otro lleva la procesión por dentro. Estos días alguien preguntaba en Twitter cómo se llama la canción que suena treinta veces en Trenque Lauquen, la que acompaña precisamente esa procesión, el sentimiento de pérdida que consume a Chicho, que no es la pareja oficial de Laura pero sí quien ha pasado tiempo con ella, entre cartas y libros, antes de su desvanecimiento. Esa canción que regresa a cada rato lleva por nombre Los caminos y pertenece a una banda llamada Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete: cada vez que la oía, casi siempre durante trayectos en coche, porque debe ser el cedé que se ha atrincherado indefinidamente en el reproductor de Chicho, pensaba en todas las veces que fui esa persona y en mi primer descarrilamiento amoroso barcelonés. No fue un choque de trenes sino un viajero al que nadie esperó en la estación. Durante algunos meses de 2001 y 2002, «November Rain» de los Guns’n’Roses sonaba a todas horas en mi discman. Yo tenía dieciocho años y no sabía apenas nada: no tengáis en cuenta mi discutible y atolondrado gusto musical de entonces. Últimamente me animan a que invente más, a que no me aferre tanto a lo que ocurrió, pero lo cierto es que esa y no otra fue mi primera canción del despecho. No querría que este artículo se quedara adosado al argumento de la película, de cualquiera de los filmes de Laura Citarella, no estoy aquí para contároslas; sin embargo, me parece significativa esta imagen que regresa, la de la mirada perdida del amante consternado, porque se ha hablado mucho de los laberintos de Trenque Lauquen, de su vergel de historias que se ramifican, pero yo la sentí también como una película tierna o una película sobre una ternura posible hacia los hombres confundidos, perdidos, abandonados, atolondrados como yo a los dieciocho y a los treinta y nueve, o quizá de camino hacia una mejor versión de sí mismos.
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La secuencia clave de Ostende tiene que ver con el desenfoque. Se trata del lugar desde el cual se observa lo que acontece. Aquella era una película sobre una mujer que espera a un hombre aparentemente tierno y, mientras tanto, escruta el paisaje en busca de una fisura, de un misterio. No le termina de bastar con ser quien es, apenas nadie, pero de momento espera. Sabemos poco de Laura, lo que le cuenta a un camarero: que no está claro a qué se dedica, ni ella ni su novio tienen vivienda propia y parecen asentados en una plácida incertidumbre. Encima la llaman a todas horas del control de calidad para saber si le está resultando agradable ese fin de semana en un hotel de playa desierto que su chico ha ganado en un concurso de la tele. Se aburre un poco y por las noches se retira a la habitación a leer novelas de espías. Durante el día juega a serlo ella. Esa es también, a grandes rasgos, la historia de mi vida. Siempre le he pedido mucho, demasiado, a los espacios, a las ciudades en las que he estado, a las habitaciones en las que he dormido. Más de lo que podían ofrecerme. A veces, cuando uno acostumbra a comprar libros de segunda mano, pueden hallarse vestigios de otras vidas entre sus páginas. Las consabidas dedicatorias, inscripciones en los márgenes, subrayados. Pero también una tarjeta de metro, una foto de un hombre y una mujer junto a unas rocas, un abono del Barça de la temporada 91-92. Luego anochece y tarde o temprano te acuerdas de que es tu vida la que te corresponde seguir viviendo. Quizá lo que intento con este texto es reproducir esa tensión del desenfoque, hacerla oscilar entre mis propios desvelos y las películas sobre las que se supone que escribo.
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La pregunta consustancial a la obra de Citarella es acerca de la libertad de las mujeres: qué es, dónde está, qué se puede hacer con ella. Algunas cosas parecen haber progresado en la vida de Laura en el hiato que media entre Ostende y Trenque Lauquen —es el mismo personaje, pues ambos filmes pertenecen al mismo universo—, pero la primera vez que la vemos en la película, subiendo al coche de su amigo, aparece un poco desenfocada. Rápidamente entra en foco: se trata de dejar de ser un personaje subsidiario, de encontrar su lugar o, cuanto menos, de empezar a andar. Se puede hacer mucha poesía sobre todo esto. Igual que Laura se topa en el filme con la Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada de Aleksandra Kollontai, yo también hallé una vez una senda, la tarde que compré por dos duros en una librería Una habitación propia de Virginia Woolf, que una amiga me venía insistiendo para que leyera. Se me abrió un mundo, y si bien es cierto que antes decía que soy un poco (bastante) inconsolable, algunas luces se encendieron de improviso en las fachadas de la ciudad que había creído exhausta. Ahora, sentado al fondo de esta cafetería, alzo la vista a cada rato, echo ojeadas a la gente que pasa por la calle, me meso la barba como hacía a menudo mi padre los últimos meses que estuvo por aquí y me pregunto si sabría hacer mía la intemperie como la protagonista de La mujer de los perros. El aliento paisajístico de esa película taciturna, mecida por las estaciones, se impone asimismo en el tramo final de Trenque Lauquen, cuando la narración empieza a pedir permiso para ausentarse. Ante la tesitura de terminar los textos y las cosas, de seguir aquí hasta el fin de los días, de aguantar este chaparrón y el siguiente, de ser, en fin, un contorno delimitado entre la gente, a veces no nos iría mal una panorámica como la que clausura el filme: que nos quiten la vista de encima un momento para poder escapar.
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Desconfiamos de las bocadillerías con aspecto moderno e indistinto, en las que la gente hace cola para entrar. El centro de la ciudad, de esta ciudad, es un campo de minas. Pero tenemos poco tiempo y, una vez sentados a una mesa, constataremos que no es ni malo ni caro. Nos ponemos al día y luego la charla discurre por los acostumbrados cauces apocalípticos. El mundo que conocimos está desapareciendo a marchas forzadas, tal y como predijo una canción de R.E.M. hace más de treinta años. Me dicen que las inteligencias artificiales ya pueden escribir artículos sobre cualquier cosa. Que, en general, no se sabe lo que va a pasar. Muchos trabajos desaparecerán. Surgirán otros. Yo todavía confío en estas manos, pero me preocupa un poco el que las personas que nos sucedan no lleguen a conocer los tiempos del amor: tú mirabas a alguien, había unos gestos que inicialmente nadie sabía interpretar con precisión y luego, paulatinamente, iban ocurriendo cosas. O puede que al final no llegase a ocurrir nada. A esas cosas también se las llamaba intriga, misterio, la insoportable anticipación de un beso. Las temporadas de las series que veía en la adolescencia tenían más de veinte capítulos, a razón de uno por semana. Me dicen que eso se lleva cada vez menos, que la gente lo quiere todo aquí y ahora. Yo aún confío en que habrá quien le dé importancia a esta clase de esperas. Pero ¿sobre qué deberían tratar las películas del futuro? ¿Qué historias convendrá narrar? ¿Le importarán a alguien, sean cuales sean? Me hago estas preguntas tan manidas porque mientras veía la primera parte de Trenque Lauquen no podía dejar de escandalizarme para mis adentros de que aquella película fuera, por decirlo así, una expresión minoritaria. Un mamotreto de cuatro horas que solo vamos a ver los cinco gatos que nos sentimos especialmente inclinados a ello. ¡Pero si allí estaba todo, todo lo que todavía puede conmovernos! Hay algo para mí irrenunciable en el gozo de que te cuenten con sencillez una historia, que es a su vez la de unas personas que persiguen desentrañar otras historias. Un cuento de cuentos. Mis amigos decían que ellos ya apenas leen novelas, que prefieren leer ensayos. Por el lugar ingrato en que vivimos y por la que nos va a caer. Yo no estoy de acuerdo. Todavía creo que la ficción puede salvarnos.
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