El 27 de diciembre de 1936, nueve trimotores Junkers Ju-2 de la Legión Cóndor, que habían despegado de los aeródromos militares de Burgos, se aproximaron desde el mar a Santander. Era un domingo de esos norteños, inesperadamente bonancible, y los vecinos del Alta habían salido a la calle a pasear. Todos recordarían después el sonido áspero de las sirenas que alertaban de la incursión aérea, pero nadie las atendió. En los días previos, la presencia de aviones enemigos en labores de reconocimiento se había hecho tan habitual que no se consideraban una amenaza. Sin embargo, aquel domingo, los aviones llegaban cargados de bombas que dejaron caer sobre la ciudad desprotegida, en la que ni siquiera las defensas antiaéreas tuvieron oportunidad de reaccionar. Fue una masacre: murieron 65 personas, hubo cientos de heridos, decenas de edificios incendiados y una voz que se fue abriendo paso entre los vecinos, según aparecían bajo los escombros cadáveres de mujeres y de niños, y que se convirtió en un clamor: «¡Al barco!», «¡Al barco!», se gritaba, «¡A por los presos!».
El barco era el Alfonso Pérez, un viejo mercante de la Naviera Pérez, de estampa airosa y marinera —es el que aparece en la imagen de cubierta del libro— pero que, al no ser ya funcional para la carga por su excesivo consumo de carbón, se acondicionó como barco-prisión. Atracado en la bahía, en sus bodegas estaban recluidos presos de ideología conservadora: militantes de partidos y organizaciones de derechas, religiosos y algunos de los apellidos más ilustres del Santander nacional. Un poco después del mediodía, los guardias encargados de su custodia, milicianos de la CNT-FAI, espoleados por cientos de vecinos exaltados que exigían venganza por el bombardeo, arrojaron granadas de mano bajo las cubiertas y ametrallaron indiscriminadamente a los detenidos. El balance fue aterrador: 156 presos fueron asesinados. Uno de ellos se llamaba Álvaro Pombo Caller, Alvarito, tenía 19 años y era un militante de Falange de los llamados «de primera hora».
Ochenta y siete años más tarde, su sobrino carnal Álvaro Pombo cuenta en esta novela, Santander, 1936, la historia de su tío y la de su abuelo Cayo Pombo, republicano de convicción, anticlerical y antimonárquico en aquella Santander que se vio fatalmente sacudida por la violencia de la guerra. Una novela —hay que insistir en que se trata de una historia de ficción— en la que, aun partiendo de una ambientación histórica rigurosamente documentada, los dos principales protagonistas, Álvaro y Cayo Pombo, son en cierto modo personajes ficticios, ya que, a pesar de haber existido, Álvaro Pombo, el autor, no llegó a conocerlos, de modo que cuanto se cuenta de ellos, sus afanes y aspiraciones, sus más íntimos miedos y creencias, son, aunque fundamentados, meras suposiciones novelescas. Y tal vez sea este el rasgo más reseñable de la novela: la verosimilitud con que la ficción está incrustada, sin que se noten las costuras, en una escenografía en la que los protagonistas viven situaciones y episodios históricos; no en vano, Pombo tituló Verosimilitud y verdad su discurso de entrada en la Real Academia Española.
Así, narra el encuentro de Cayo Pombo con el presidente Azaña durante su visita a Santander en 1932; el mitin de Primo de Rivera en el Teatro Pereda en enero de 1936, al que asiste un rendido Alvarito Pombo, o el asesinato de Luciano Malumbres, periodista, director del diario La Región, presidente del Ateneo Popular santanderino, tiroteado por un pistolero de Falange en junio de 1936. Estremece el capítulo en el que Cayo y Álvaro Pombo acuden a la capilla ardiente de Malumbres a presentar sus respetos a los deudos, viejos amigos de la familia, ahora irremisiblemente separados por el abismo ideológico, la violencia exaltada, la confrontación y la muerte como presagio de la tragedia que sería, para todos, la Guerra Civil. Porque en el libro, según avanza la narración, y de una manera demorada, sutil e inadvertida, el lector asiste al asfixiante proceso de radicalización de aquella sociedad, aquellos jóvenes que, arrastrados por el viento de la historia, se ven repentinamente convertidos en enemigos. Una tensión creciente que, como la crónica de una muerte anunciada, culmina en la trágica mañana del bombardeo y los asesinatos.
Hay dos protagonistas más en el relato: por un lado, los Pombo, esa saga de comerciantes, banqueros, políticos, promotores inmobiliarios, representantes de la vieja aristocracia ilustrada santanderina; y, por otro, la propia ciudad de Santander —Puertochico, la Dársena, los cafés, las mañanas de regatas—, en la que todavía pervive el viejo aroma provinciano de los tiempos monárquicos y los veraneos regios.
Falta mencionar el personalísimo estilo Pombo, tan deudor de la oralidad. Su escritura parte siempre de un primer relato que escribe a mano, en folios o cuadernos, un borrador, un «momio», en palabras del propio Pombo, que va dictando a un colaborador que transcribe el manuscrito sobre el que después añade y corrige. Y hay algo de ese lenguaje oral, de esa palabra viva que queda, sutilmente, en el texto.
Santander, 1936 es, en suma, una novela de formación, de aprendizaje, el retrato de un muchacho, como tantos, henchido de idealismo, y de una generación fatalmente cercenada por la guerra. La última línea resume la tragedia: «Fue un solemne funeral falangista».
SANTANDER, 1936 Álvaro Pombo ANAGRAMA (Barcelona, 2023) 328 páginas 19,90 € |