Has tenido suerte de llegarme a conocer. Te lo digo, José María. Loquillo es lo mejor que te ha pasado en la vida. Me dijeron loco por querer ser una rock star. Sí, sí, ya sé que tú me creíste, me creaste y nos convertimos en uno solo. Creo que a nadie le gusta nacer para perder, y yo nací para verme rodeado de luces. No, no son las anfetas y el alcohol hablando. La primera vez que pisé un escenario lo supe. ¡Cuántos años ya!
Nervios. Llegué a las ocho en punto al Rock-Ola. Ahí se encontraba toda la movida en esa época. Si querías ser alguien, tenías que empezar por tocar en aquel sitio. Logré abrirle un espacio a la banda de tanto insistirle al dueño, un gordo bigotudo que se creía el dios de los bares. Lo llamé todos los días durante tres meses, y siempre me decía que tenía que estar loquillo para pensar que podía pisar su escenario. Hasta que terminó aceptando, porque la banda que tenía fichada para esa noche canceló sin dar explicaciones. Creían que iban a ser los Sex Pistols españoles, y les salió mal la jugada.
Apenas había una camarera recogiendo las colillas de los cigarros que habían muerto la noche anterior. Claro que no sabía quién era yo. «Vengo para la prueba de sonido». Se me rio en la cara, fue directo a la barra y se agachó para sacar una botella de whisky detrás del mostrador. Tenía un tatuaje de mariposa en la espalda, justo arriba de la línea del pantalón. Me quedé mirándola. Lo notó, me reclamó con una mirada. Nos sirvió un trago. «Se te notan los nervios desde la entrada. Si sales a cantar así, te comen vivo».
No me podían comer vivo. Me lo estaba jugando todo esa noche. O hacía algo memorable, o pasaría al olvido sin que nadie me hubiera conocido. Sí, ya sé que eso no fue lo que pasó. Como Loquillo, soy un hit. Igual, me gusta recordar, emborracharme y llorar cuando me da la depresión.
«Nena, pero si voy a ser una rock and roll star». Se me volvió a reír en la cara. Me dijo que sí tenía pinta, sobre todo por el peinado a lo Elvis, pero que primero me tendría que escuchar para saber sí valía la pena. «¿A qué hora llega la gente aquí?». El resto de Los Intocables no aparecía, clásico de ellos dejarme todo el trabajo a mí. «Como en otras tres horas, te adelantaste bastante». Seguimos bebiendo. «Soy un chico de la calle que vive su canción, ¿sabes? Me verás en unos años en los carteles». Esta vez no se rio. Afirmó con la cabeza y dio un sorbo al vaso. «Claro, eso si no te pegan diez tiros en la puerta de un hotel», me dijo. «Ya quisiera, eso sí es dejar una huella, como el Lennon». Nos reímos juntos. Los nervios desaparecieron. Estaba a gusto con ella. Le pregunté si no tenía que terminar de organizar el bar. Me respondió que con lo que había hecho bastaba, si todo se iba a volver a ensuciar.
Miré al escenario. Todo estaba preparado. Más bien, nunca lo habían desmontado. Parecía un altar permanente al rock, todo el sitio en general: paredes negras con carteles pegados de todos los grandes. Olía a cerveza, sudor y cigarrillo como si hubieran aromatizado el lugar así, a propósito. Y yo iba a cantar ahí. Iba a ser parte de eso. Giré la cabeza hacia la camarera. Me encontré con sus ojos. «¿Qué pasa?»; «Nada».
Ya no recuerdo los lugares en los que doy conciertos de la misma manera. Es lógico, la primera vez siempre se te queda tatuada en el cerebro. Y más cuando nunca en la vida me había atrevido a cantarle a otras personas. Apenas nos la pasábamos ensayando en la habitación de Juan y solo nos escuchaban sus tres gatos. Algunos sí me conocían por un trabajito que tenía en un programa de radio, decían que era el cantante de una banda que nadie había visto.
Sus ojos eran de color café, penetrantes. Me gustaba la forma en la que me miraba. Me daba la sensación de que me podía recoger en caso de caer. La botella ya iba más abajo de la mitad, no sé si ya estaba empezada. No me puedo emborrachar antes de tocar. Mentira, sí puedo. Eso es lo que hacen las rock stars. «¿A qué te dedicas?»; «Esto, ¿no ves?»; «Digo, aparte de trabajar en un bar»; «Nada, estudio». Se sirvió otro trago, cogió su vaso y fue a pararse sobre el escenario. Agarró el micrófono. «¡Holaaa!», chirriaron los parlantes. Risas. «Ya puedes hacer tu prueba de sonido».
Llegó la banda. Teo y Juan se andaban peleando con Sabino quién sabe por qué. Seguro por lo mismo, batalla de ego.
—Pero qué es esta guapura.
—¡Shh! Cállate. Más bien montemos todo antes de que llegue la gente, buena hora de llegar, nada más patético que vean a los músicos organizar sus instrumentos.
—Cálmate, Loquillo, no es para tanto, en nada estamos listos y nadie nos tiene que ver hasta que nos toque explotar la casa con rock and roll.
El Rock-Ola se llenó en menos de una hora. El olor a cerveza, sudor y cigarrillos se multiplicó por mil. «¿Cómo que hoy no tocan Las Pistolas? Buuuu». Nos tocó el turno, salimos al escenario. Yo frente al micro. «¿Quién es esta gente?». Le doy la señal a Juan. Uno… dos… tres… rock and roll. Nos ganamos al público con la primera canción. Entre el gentío, buscaba la aprobación de la camarera. ¡Bien, le gustó!
No nos querían dejar bajar del escenario. Nos aplaudían, había personas a las que les gustaba cómo sonábamos. Tocamos sin parar. Más tragos entre tema y tema. Saltos, gritos, sudor. Se armaron peleas, volaban botellas de un lado a otro, las cosas se estaban saliendo de control y nosotros, felices. Salió el sol. Llegó la policía. Seguían sin dejarnos ir. Nos tuvieron que sacar escoltados.
Después de eso, me contactó un productor. Me dijo que me haría rico —y lo hizo—, que solo tenía que cantar bien, como esa noche. ¿Lo ves, José María? Estábamos destinados a ser grandes. A veces nos llega la depresión en la carretera, pero es el precio que tenemos que pagar los que vivimos del escenario. ¿Qué habrá sido de aquella camarera?
Con la colaboración del Máster Universitario en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, que se imparte en la Facultad de Comunicación desde el curso 2010-2011 y que actualmente coordinan Mª Jesús Orozco Vera y Carlos Peinado Elliot. Más información aquí.
Este relato musical surgió de una actividad de la asignatura «Modelos narrativos», impartida por la profesora Clara Marías. A partir de la letra de una canción, los estudiantes tenían que escribir un relato en torno al personaje que —tan bien— retrata, manejar la intertextualidad (citando algún verso de la canción) e incluir algún elemento autoficcional.
Valentina Upegui Calle (Medellín, Colombia, 1996) es graduada en comunicación social y periodismo por la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Ahora se cree escritora y cursa el Máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, mientras trabaja en su primer libro de relatos como parte de su TFM.