Horas críticas

Las revoluciones (por segundo) del amor llevan su tiempo

Reseña de «Disturbios», de Cyril Schäublin

Un fotograma de «Disturbios» (2022). / © Seeland Filmproduktion

«Bastardo de la rica industria,
el trabajador no tiene fuego
ni lugar.
El trabajador no tiene patria.
Desposeído obrero, levanta hoy la mano
y mañana reivindicaremos
una república de la raza humana».

Los versos corresponden a la canción L’ouvrier n’a pas de patrie, compuesta en 1876 por Charles Keller, ingeniero socialista alsaciano que se convirtió en el primer traductor al francés, aunque solo parcial, de El Capital de Marx. Melodía que, en hermosa versión polifónica de la compositora y artista sonora Li Tavor, suena de forma diegética en uno de los momentos más genuinamente emocionantes de la película Unrueh (2022), que se estrenaba el pasado viernes en salas de nuestro país como Disturbios y gracias a la distribuidora gallega Lost & Found. El título, de hecho, hace referencia (también en su versión internacional, Unrest) a la llamada «rueda de disturbios» de los relojes mecánicos, protagonistas del argumento, en un juego con la polisemia del término original alemán que también evoca la inquietud, el desasosiego, la agitación —social—.

«Tras unas cuantas semanas entre los relojeros, mi visión del socialismo estaba decidida: yo era un anarquista». Con estas palabras de Piotr Kropotkin en 1877 (recogidas en sus Memorias de un revolucionario) se abre este relato cuyo protagonista se inspira en el cartógrafo e ideólogo del anarcocomunismo y, en concreto, en aquellos primeros años en los que, habiendo huido de su país, llegó exiliado a Suiza. La narración, ambientada en la pequeña población de Saint-Imier —donde Bakunin también recalaría en aquella década— junto al macizo del Jura, evoca la epifanía del teórico y activista ruso, fascinado por la «independencia de pensamiento y expresión» que halló entre los trabajadores de la zona. Sobre todo los de la industria relojera, que afrontaba un momento crucial por entonces, y que aquí representa el personaje de Josephine Gräbli, una régleuse que se dedica a ajustar esas pequeñas máquinas de tiempo en una fábrica.

El contexto de Unrueh es el de una crisis global y un movimiento internacional —anarquista— que se empieza a hacer más presente en lo local, mientras apoya huelgas en lugares tan distantes como Baltimore, Bruselas o Barcelona. Sus simpatizantes comienzan a estar vigilados, señalados y perseguidos —aunque no tanto como en otros países—, al tiempo que se van conectando cada vez más, acechando y disponiéndose a rebelarse contra las desigualdades de clase y género, la corrupción político-económica que se aprovecha de los conflictos armados para hacer prosperar a cínicos negociantes; les sonará. Con la Comuna de París como referente, se proponen introducir sus ideas antigubernamentales y antiautoritarias en la causa socialista, pero durante la película no veremos ni una sola salida de tono o violencia (ni siquiera verbal) por parte de los insurrectos.

La fábrica relojera de Saint-Imier en la película. / © Seeland Filmproduktion

En realidad y pese a estar asistiendo al momento histórico en que se define el capitalismo moderno, no hay en Unrueh revueltas ni grandes sobresaltos, subrayados ni desde luego historicismo de postal. No contienen sus imágenes ninguna épica, pero sí poética en el registro de los gestos cotidianos, que tanto dicen sin necesidad de dramatizaciones. Un capataz de la fábrica de relojes cronometra cada tarea de sus empleadas, como ofrenda al nuevo dios de la productividad: tal es la precisión milimétrica y centesimal exigida, aunque su labor requiere manos que tienen tanto de cirujanas como de artesanas. Los jefes empiezan a medir incluso el tiempo que se invierte en trayectos rutinarios, para ahorrar segundos preciosos. El director, guionista y montador de la película, Cyril Schäublin, basó estas escenas en el testimonio de su abuela y sus tías abuelas, que se dedicaron a ello. También en La condición obrera (1951) de la pensadora anarcosindicalista Simone Weil y, de forma más específica, en el reciente libro Anarchistische Uhrmacher in der Schweiz (2018), «Relojeros anarquistas en Suiza», de Florian Eitel.

En la primera escena de la película, un grupo de amigas posan para una foto, y el retratista les pide que se queden quietas durante veinte segundos. La imagen, en relación con otro nuevo mercado de estampas que daban fe de la existencia, y el tiempo son las dos obsesiones de Unrueh. «Sea breve», aconsejan en la oficina de telégrafos, en otro paralelismo con el mundo actual de comunicaciones abreviadas y palabras contadas. En la comuna de Saint-Imier se manejan o se disputan cuatro horarios: el local, el municipal, el de la fábrica y el de la iglesia. En esencia, esta película trata sobre el control (político) del tiempo. Entre las preguntas que le vinieron a la mente al cineasta suizo cuando abordó este proyecto se encontraba esta: «¿Son las definiciones de tiempo y trabajo, desarrolladas y establecidas durante los primeros tiempos del capitalismo industrial, meras ficciones?». Lo que se propone también en sus 93 minutos de metraje es reflexionar sobre cómo esa y otras invenciones de cierta «mitología capitalista» rigen nuestras vidas actuales, como siniestros cuentos de hadas.

Al margen del interesante y original planteamiento, Schäublin demuestra (como ya había apuntado en su debut de 2017, Dene wos guet geit, nominada a los Premios del Cine Europeo) la elocuencia de su lenguaje cinematográfico; no en vano, con Unrueh ganó el premio a Mejor Dirección de la sección Encounters en la Berlinale, su reconocimiento más prestigioso. Sus planos lejanos y con mucho aire por arriba, como haciendo ver lo que cada escena supone en el curso de la amplia Historia, se complementan con planos casi frontales en las conversaciones, donde se da importancia a cada aportación individual. Aunque son los planos detalle de la labor de relojería los más fascinantes: aquellos en los que la cámara se adentra con curiosidad documental en las entrañas de la maquinaria temporal que rige esas vidas. También la precisión científica en el pago de salarios. Por cierto, en la película el alemán es el idioma de las cuentas, el cálculo, la austeridad y los despidos; el francés, el de la rebeldía, la fraternidad/sororidad, la cooperación y la poesía.

Trabajadoras conversan a la salida de la fábrica en «Disturbios» (2022). / © Seeland Filmproduktion

Destaca el insólito rigor —casi tanto como el histórico— de la puesta en escena, que salvando las distancias tiene algo de Bresson en su naturalismo humanista, igual que de Pasolini en su mirada a los rostros limpios de actores no profesionales (amigos del director, gente de la propia zona). Cabe resaltar en este apartado la gracia que desprende Clara Gostynski, quien ya protagonizó el anterior cortometraje de Schäublin titulado Il faut fabriquer ses cadeaux (2021), seleccionado en Locarno. Por cierto que el propio cineasta suizo propone, como programa doble para la distribuidora española de su película, la sinfonía urbana berlinesa Gente en domingo (1930), ficción documental que sirvió de trampolín a Robert Siodmak, Edgar G. Ulmer, Billy Wilder y Fred Zinnemann, y que protagonizaban justamente actores que no eran actores. Volviendo a Unrueh, su otro aspecto reseñable es la captación de la luz incidiendo sobre los rostros, los edificios y el mar de árboles del entorno, gracias a una gran fotografía con tenue difumino de Silvan Hillmann.

Habrá quien durante su visionado acuse el exceso de intelectualismo formal. No obstante, el distanciamiento o el desapasionamiento que aplica Schäublin a su narración nos hace pensar que, aunque los avances históricos suelen ser repentinos y hasta traumáticos, las revoluciones tienden a resultar más bien lentas; ya sean las de la sociedad o las del corazón. En el precioso diálogo entre Josephine y Piotr que antecede al final de Unrueh, ella le explica a él que la velocidad del mecanismo que hace funcionar el reloj se define a partir de dos impulsos opuestos, en lo que podemos interpretar como una metáfora sobre aquello que se ha dado en llamar progreso social. Pero la escena con que realmente acaba la película parecería aún más reveladora: cuando empieza el amor reinventado (tal y como lo proclamaba Rimbaud, pues Josephine no es Sofía Anániev, pero podría serlo), el tiempo se para y la realidad queda fuera de campo, imposible de ser retratada, captada en imágenes.

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